“Pido a los santos del
cielo
que ayuden mi pensamiento,
les pido en este momento
que voy a cantar mi historia
me refresquen la memoria,
y aclaren mi entendimiento.”
El Gaucho Martín Fierro,
José Hernández.
La memoria, me pregunto: ¿Cómo funciona? ¿Se halla
regida por el azar? ¿Qué extraños mecanismos seleccionan las pretéritas
imágenes que ella nos devuelve en tiempo presente, imprevisto, arbitrariamente?
Hechos que atraviesan el tiempo, amalgamándose unos con otros, a pesar de haber
ocurrido en épocas distintas. Como me
sucedió aquella mañana soleada en la que me dirigía, en compañía de mi hermano
Juan, hacia el cementerio de Capilla del
Señor a visitar la tumba familiar.
El sol
ascendía un cielo claro, despejado, casi transparente. La
Panamericana no tenía demasiado tránsito lo que me
permitió, a mis casi 80 años, acelerar tranquilamente, sobrepasando ampliamente
la velocidad de crucero recomendada por el fabricante y el límite de velocidad
establecido por las autoridades. En ese instante pensé ‘un poco de rosca en ruta abierta’ le va a
hacer bien al motor, descarbonizará pistones y válvulas, así solía decir el encargado de un garaje en Belgrano
donde guardé el auto durante décadas. Mis manos
apretaron el volante con firmeza en la posición de las agujas del reloj
cuando éstas marcan las 10 y 10, recomendación del piloto de Formula 1 Piero
Taruffi a los conductores la cual leí en alguna revista deportiva.
Entonces clavé la vista en la cinta asfáltica, la que
fruto de la velocidad parecía angostarse, mi hermano que iba firme como perro
en bote, las piernas estiradas, tensas, duras contra el piso, cortando bulones,
inició una larga sucesión de quejas acerca de mi modo de conducir, diciéndome
que si no aminoraba la velocidad me detuviese que él prefería bajarse. Decidido
a mantener la paz entre hermanos levanté el pie del acelerador y bajé la
ventanilla para respirar el aire fresco
de la mañana.
El rumor del viento se confundía con un extraño
murmullo, apenas audible. Este provenía de Juan quién estaba rezando un Ave
María tras otro, en inglés y castellano. No se por qué eligió esa oración,
presumo que no recordaría la letra del Padre Nuestro. Pero, esta cuestión
anecdótica, no es la central. En realidad las oraciones de mi hermano en ambas
lenguas me transportaron a fechas imprecisas del pasado. Varias imágenes
cruzaron mi mente: una mujer vestida de negro que nos recibía en el portal de
una vieja casa de campo, una calle empedrada extremadamente ancha y arbolada,
carruajes en fila en la calle Freire al costado de la estación de ferrocarril de Belgrano R frente al almacén y despacho de bebidas donde
los cocheros de los mateos solían descansar.
Mi hermano observando de tanto en tanto el velocímetro y
viendo que la aguja se mantenía por
debajo de los 100 Km. por hora había recuperado su tranquilidad y locuacidad.
Ya no rezaba e intentó en varias ocasiones iniciar una conversación. A sus
qué, como, y por qué, les respondí con monosílabos y eso de alguna manera
parece haberlo irritado, pues fue él quién se mantuvo en silencio durante el
resto del día. Yo, en ningún momento pretendí molestarlo. Tampoco deseaba
tomarme una pequeña venganza por las barbaridades e impropiedades con las que
se refirió a mi estilo de manejo. Estoy plenamente convencido de mi destreza a
este respecto. He recorrido el país de Norte a sur, de Este a Oeste; de la
Quiaca a Tierra del Fuego; de los Andes a la costa atlántica en tren, avión,
ómnibus y automóvil; y debo destacar que
al volante de máquinas de marca y potencia varia llevo recorridos unos cientos
de miles de kilómetros sin mayores inconvenientes para mí o mis acompañantes.
El caso es que aquellas primeras imágenes que me
vinieron a la cabeza de tiempos que me parecían ahora remotos, originaron en mi memoria otras que a
su vez se multiplicaban desordenadamente: rostros olvidados, un bebé en una
cuna, un funeral en un cementerio de provincia y muchas personas de luto, las
mujeres con sombreros y largos abrigos negros,
reunidas frente a una bóveda de la cual recuerdo sus bellos vitraux.
Las distintas imágenes, en alguna de las cuales yo era
el protagonista, me persiguieron gran
parte del día, de allí el mutismo con mi hermano, nada más que eso. Recuerdo
haber pensado en ese momento que debía concentrarme en esas imágenes, hallarles
algún sentido, coordinarlas, clasificarlas como si fueran fotografías de un
álbum personal.
Mientras atravesábamos esa tarde, de regreso a Buenos
Aires, la gran nube de monóxido de carbono que se tiende sobre la ciudad y sus
suburbios, pensé cuán difícil es relatar las experiencias de una vida, pues
muchas de ellas se pierden con el paso
del tiempo y desde luego, están aquellas otras que adornamos de tal modo, que
ya no podemos confiar en ellas.
Los días de mi infancia eran un interrogante. A
diferencia de Dalí, quien declaró en una entrevista para la Televisión
Española, no sin cierta jactancia, que él
recordaba su infancia enteramente, incluidos aquellos meses que vivió en
el útero materno, a los que se refirió como los días más felices de toda su
vida, yo tengo muy pocos recuerdos de
ese período.
Estaba entonces en un verdadero brete, como salir de él.
Tenía dos alternativas, olvidarme completamente del asunto o enfrentar la
dificultad que suponía ordenar y poner
en contexto aquellas imágenes que afloraban de mi memoria como súbitos e
imprevistos relámpagos.
Debo confesar que en este lance me tranquilizaron las
palabras de W.H. Hudson, quién comienza su
Allá lejos y hace tiempo diciendo: “...cuando uno trata
de recordar enteramente su infancia, se encuentra con que no le es posible. Le
pasa como a quien, colocado en una altura para observar el panorama que le
rodea, en un día de espesas nubes y sombras, divisa a la distancia, aquí o allá, alguna figura que surge en el paisaje
–colina, bosque, torre o cúspide– acariciada y reconocible, merced a un
transitorio rayo de sol, mientras lo demás queda en la oscuridad. Las escenas,
personas o sucesos que con esfuerzo podemos evocar, no se presentan
metódicamente. No Hay orden ni relación o progresión regular; es decir, no son
más que manchas o parches brillantemente iluminados, vivamente vistos, en medio
de un ancho y amortajado paisaje mental.”
No obstante, Hudson
se limitaba a circunscribir estas dificultades a la recordación plena de
los hechos y sucesos acaecidos en la
infancia y, mis aspiraciones, no se limitaban
únicamente a esa etapa de mi vida, sino que la abarcarían en su
totalidad; por lo tanto y, considerando que no soy ningún Hudson, el asunto se
transformaba en uno de vastas proporciones.
En principio reuní toda la información recortes de
diarios y revistas, cartas y fotografías
que hallé en mi casa y comencé a clasificarlos. En este proceso encontré
algunas cartas que mi padre había guardado en una caja, la mayoría de ellas
respuestas a cartas suyas en las que le respondía a sus familiares en Irlanda y a amigos que
residían en el extranjero. Al leerlas, me encontré con un hombre distinto, uno
al cual, ahora comprendo, no había conocido plenamente.
Entre sus papeles también hallé una pequeña libreta de hojas rayadas y tapas rojas (16 cm de alto
x 9,5 cm de ancho) en cuyas páginas se transcribía una breve historia y el árbol genealógico de los Roe, el nombre
de familia de mi abuela paterna. El documento lleva la firma de James Roe y
está fechado 21 de octubre de 1821 en
Roesborough, la casa familiar de la rama irlandesa de los Roe, ubicada
en Tipperary, Irlanda. En un primer momento, confundido por la emoción que me
brindaban sus páginas pensé que este texto era el original, sin embargo, el
tipo de libreta de encuadernación acaballada con broches de metal en el que fue
escrito no se fabricaba en aquella época. Seguramente, pensé, esta sería una
copia del original transcripta por mi abuela Ada Cristine Roe para su hijo, mi padre, Hubert
George Edmund Hickey, cuando este decidió emigrar a América del Sur.
También descubrí en una vieja carpeta, lo que en
principio me pareció un pasaporte, pero cuando lo revisé atentamente me di
cuenta que el pequeño folleto de tapas duras tenía por título Palotine
Cooperators (Cooperadores Palotinos). El opúsculo contenía los deberes y
funciones de los laicos que colaboraran
con la obra apostólica de San Vicente Pallotti
y le fue extendido a mi padre por
el reverendo Thomas O’Reilly, quien
oficiaba en la iglesia de San Patricio de Buenos Aires, fundada en 1928 por la
rama irlandesa de la orden creada por el santo italiano. Este fue para mi otro
pequeño descubrimiento, pues no tenía noticia de estas actividades de mi padre.
Estos hallazgos me alegraron pues agregaban información
desconocida u olvidada acerca de mi familia, pero al mismo tiempo me
perturbaban profundamente. La tarea que me había propuesto inicialmente, narrar
algunas experiencias y anécdotas de mi vida,
no tendrían significado alguno si no incluía en mi relato aspectos
diversos de la vida familiar y las circunstancias en las que estos ocurrieron, dado que estos hechos
conformaban el contexto, el marco, en el que se desarrolla mi propia historia
personal.
Esta labor, me propuse, debería dar cuenta además de los
orígenes familiares, de las vicisitudes que viví creciendo en un hogar católico
en el que se hablaba mayormente en inglés, pues mi padre era irlandés y mi
madre, Ana Matilde Lennon, si bien era argentina de segunda generación,
descendía de irlandeses que habían llegado al Río de la Plata alrededor de 1840 y también hablaba
cotidianamente la lengua de W.B.Yeats.
Este aspecto de mi vida siempre me interesó sobremanera,
pues siendo perfectamente bilingüe, en ocasiones me resulta difícil distinguir
cual de las dos lenguas es la materna. Esto que podría ser tomado como una boutade de mi parte no lo es, pues la
mayor parte de mis días transcurrieron enancados entre el inglés y el
castellano. Hablar y comunicarse en dos idiomas presupone asimismo participar
de dos culturas, de diferentes visiones del universo; lo que podría sugerir que
yo crecí tironeado por dos formas distintas de entender el mundo. De ninguna
manera, al igual que mis hermanos, lo viví con total naturalidad. Deseo agregar
que en mi hogar se hablaba poco acerca de Irlanda, mi padre que había dejado
allí a sus padres, hermanos e infinidad de amigos y a la cual regresaba
regularmente cada tres años cuando viajaba a Gran Bretaña por negocios, mencionaba en contadas
ocasiones a su patria. Mi madre y su familia, los Lennon, si bien se sentían
honrados por sus orígenes, se consideraban más criollos que el mate amargo.
Existía en todos ellos un profundo agradecimiento hacia la Republica Argentina.
La gratitud puesta de manifiesto por Kathleen Nevin en su novela You’ll
Never Go Back (Nunca regresarás)
cuando su personaje Kate Connolly cierra su relato diciendo: “Y el
país nos aceptó y fue generoso con nosotros y nosotros le dimos nuestros
hijos.”
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