martes, 10 de abril de 2012

Mis primeros 80 y todavía al volante: A modo de introducción.



 





“Pido a los santos del cielo
   que ayuden mi pensamiento,
les pido en este momento
  que voy a cantar mi historia
 me refresquen la memoria,
    y aclaren mi entendimiento.”

                                                                                El Gaucho Martín Fierro,
                                                                                            José Hernández.


La memoria, me pregunto: ¿Cómo funciona? ¿Se halla regida por el azar? ¿Qué extraños mecanismos seleccionan las pretéritas imágenes que ella nos devuelve en tiempo presente, imprevisto, arbitrariamente? Hechos que atraviesan el tiempo, amalgamándose unos con otros, a pesar de haber ocurrido en  épocas distintas. Como me sucedió aquella mañana soleada en la que me dirigía, en compañía de mi hermano Juan,  hacia el cementerio de Capilla del Señor a visitar la tumba familiar.
El sol ascendía un cielo claro, despejado, casi transparente. La
Panamericana no tenía demasiado tránsito lo que me permitió, a mis casi 80 años, acelerar tranquilamente, sobrepasando ampliamente la velocidad de crucero recomendada por el fabricante y el límite de velocidad establecido por las autoridades. En ese instante pensé  ‘un poco de rosca en ruta abierta’ le va a hacer bien al motor, descarbonizará pistones y válvulas, así solía  decir el encargado de un garaje en Belgrano donde guardé el auto durante décadas. Mis manos  apretaron el volante con firmeza en la posición de las agujas del reloj cuando éstas marcan las 10 y 10, recomendación del piloto de Formula 1 Piero Taruffi a los conductores la cual leí en alguna revista deportiva.
Entonces clavé la vista en la cinta asfáltica, la que fruto de la velocidad parecía angostarse, mi hermano que iba firme como perro en bote, las piernas estiradas, tensas, duras contra el piso, cortando bulones, inició una larga sucesión de quejas acerca de mi modo de conducir, diciéndome que si no aminoraba la velocidad me detuviese que él prefería bajarse. Decidido a mantener la paz entre hermanos levanté el pie del acelerador y bajé la ventanilla  para respirar el aire fresco de la mañana.
El rumor del viento se confundía con un extraño murmullo, apenas audible. Este provenía de Juan quién estaba rezando un Ave María tras otro, en inglés y castellano. No se por qué eligió esa oración, presumo que no recordaría la letra del Padre Nuestro. Pero, esta cuestión anecdótica, no es la central. En realidad las oraciones de mi hermano en ambas lenguas me transportaron a fechas imprecisas del pasado. Varias imágenes cruzaron mi mente: una mujer vestida de negro que nos recibía en el portal de una vieja casa de campo, una calle empedrada extremadamente ancha y arbolada, carruajes en fila en la calle Freire al costado de  la estación de ferrocarril de Belgrano R  frente al almacén y despacho de bebidas donde los cocheros de los mateos solían descansar.
Mi hermano observando de tanto en tanto el velocímetro y viendo que la aguja  se mantenía por debajo de los 100 Km. por hora había recuperado su tranquilidad y locuacidad. Ya no rezaba e intentó en varias ocasiones iniciar una conversación.  A sus  qué, como, y por qué, les respondí con monosílabos y eso de alguna manera parece haberlo irritado, pues fue él quién se mantuvo en silencio durante el resto del día. Yo, en ningún momento pretendí molestarlo. Tampoco deseaba tomarme una pequeña venganza por las barbaridades e impropiedades con las que se refirió a mi estilo de manejo. Estoy plenamente convencido de mi destreza a este respecto. He recorrido el país de Norte a sur, de Este a Oeste; de la Quiaca a Tierra del Fuego; de los Andes a la costa atlántica en tren, avión, ómnibus y automóvil;  y debo destacar que al volante de máquinas de marca y potencia varia llevo recorridos unos cientos de miles de kilómetros sin mayores inconvenientes para mí o mis acompañantes.
El caso es que aquellas primeras imágenes que me vinieron a la cabeza de tiempos que me parecían ahora  remotos, originaron en mi memoria otras que a su vez se multiplicaban desordenadamente: rostros olvidados, un bebé en una cuna, un funeral en un cementerio de provincia y muchas personas de luto, las mujeres con sombreros y largos abrigos negros,  reunidas frente a una bóveda de la cual recuerdo sus bellos  vitraux. 
Las distintas imágenes, en alguna de las cuales yo era el  protagonista, me persiguieron gran parte del día, de allí el mutismo con mi hermano, nada más que eso. Recuerdo haber pensado en ese momento que debía concentrarme en esas imágenes, hallarles algún sentido, coordinarlas, clasificarlas como si fueran fotografías de un álbum personal. 
Mientras atravesábamos esa tarde, de regreso a Buenos Aires, la gran nube de monóxido de carbono que se tiende sobre la ciudad y sus suburbios, pensé cuán difícil es relatar las experiencias de una vida, pues muchas de ellas  se pierden con el paso del tiempo y desde luego, están aquellas otras que adornamos de tal modo, que ya no podemos confiar en ellas.  
Los días de mi infancia eran un interrogante. A diferencia de Dalí, quien declaró en una entrevista para la Televisión Española, no sin cierta jactancia, que él  recordaba su infancia enteramente, incluidos aquellos meses que vivió en el útero materno, a los que se refirió como los días más felices de toda su vida, yo  tengo muy pocos recuerdos de ese período.
Estaba entonces en un verdadero brete, como salir de él. Tenía dos alternativas, olvidarme completamente del asunto o enfrentar la dificultad  que suponía ordenar y poner en contexto aquellas imágenes que afloraban de mi memoria como súbitos e imprevistos relámpagos.
Debo confesar que en este lance me tranquilizaron las palabras de W.H. Hudson, quién comienza su   Allá lejos y hace tiempo diciendo: “...cuando uno trata de recordar enteramente su infancia, se encuentra con que no le es posible. Le pasa como a quien, colocado en una altura para observar el panorama que le rodea, en un día de espesas nubes y sombras, divisa a la distancia, aquí  o allá, alguna figura que surge en el paisaje –colina, bosque, torre o cúspide– acariciada y reconocible, merced a un transitorio rayo de sol, mientras lo demás queda en la oscuridad. Las escenas, personas o sucesos que con esfuerzo podemos evocar, no se presentan metódicamente. No Hay orden ni relación o progresión regular; es decir, no son más que manchas o parches brillantemente iluminados, vivamente vistos, en medio de un ancho y amortajado paisaje mental.”
No obstante, Hudson  se limitaba a circunscribir estas dificultades a la recordación plena de los hechos y sucesos acaecidos en  la infancia y, mis aspiraciones, no se limitaban  únicamente a esa etapa de mi vida, sino que la abarcarían en su totalidad; por lo tanto y, considerando que no soy ningún Hudson, el asunto se transformaba en uno de vastas proporciones.
En principio reuní toda la información recortes de diarios y revistas, cartas  y fotografías que hallé en mi casa y comencé a clasificarlos. En este proceso encontré algunas cartas que mi padre había guardado en una caja, la mayoría de ellas respuestas a cartas suyas en las que le respondía  a sus familiares en Irlanda y a amigos que residían en el extranjero. Al leerlas, me encontré con un hombre distinto, uno al cual, ahora comprendo, no había conocido plenamente.
Entre sus papeles también hallé una pequeña libreta  de hojas rayadas y tapas rojas (16 cm de alto x 9,5 cm de ancho) en cuyas páginas se transcribía una breve historia  y el árbol genealógico de los Roe, el nombre de familia de mi abuela paterna. El documento lleva la firma de James Roe y está fechado 21 de octubre de 1821 en  Roesborough, la casa familiar de la rama irlandesa de los Roe, ubicada en Tipperary, Irlanda. En un primer momento, confundido por la emoción que me brindaban sus páginas pensé que este texto era el original, sin embargo, el tipo de libreta  de encuadernación  acaballada con broches de metal en el que fue escrito no se fabricaba en aquella época. Seguramente, pensé, esta sería una copia del original transcripta por mi abuela Ada  Cristine Roe para su hijo, mi padre, Hubert George Edmund Hickey, cuando este decidió emigrar a América del Sur.
También descubrí en una vieja carpeta, lo que en principio me pareció un pasaporte, pero cuando lo revisé atentamente me di cuenta que el pequeño folleto de tapas duras tenía por título Palotine Cooperators (Cooperadores Palotinos). El opúsculo contenía los deberes y funciones de los laicos que  colaboraran con la obra apostólica de San Vicente Pallotti  y le fue extendido a mi padre  por el reverendo  Thomas O’Reilly, quien oficiaba en la iglesia de San Patricio de Buenos Aires, fundada en 1928 por la rama irlandesa de la orden creada por el santo italiano. Este fue para mi otro pequeño descubrimiento, pues no tenía noticia de estas actividades de mi padre.
Estos hallazgos me alegraron pues agregaban información desconocida u olvidada acerca de mi familia, pero al mismo tiempo me perturbaban profundamente. La tarea que me había propuesto inicialmente, narrar algunas experiencias y anécdotas de mi vida,  no tendrían significado alguno si no incluía en mi relato aspectos diversos de la vida familiar y las circunstancias en las  que estos ocurrieron, dado que estos hechos conformaban el contexto, el marco, en el que se desarrolla mi propia historia personal.
Esta labor, me propuse, debería dar cuenta además de los orígenes familiares, de las vicisitudes que viví creciendo en un hogar católico en el que se hablaba mayormente en inglés, pues mi padre era irlandés y mi madre, Ana Matilde Lennon, si bien era argentina de segunda generación, descendía de irlandeses que habían llegado al Río de la Plata  alrededor de 1840 y también hablaba cotidianamente  la lengua de W.B.Yeats.
Este aspecto de mi vida siempre me interesó sobremanera, pues siendo perfectamente bilingüe, en ocasiones me resulta difícil distinguir cual de las dos lenguas es la materna. Esto que podría ser tomado como una  boutade de mi parte no lo es, pues la mayor parte de mis días transcurrieron enancados entre el inglés y el castellano. Hablar y comunicarse en dos idiomas presupone asimismo participar de dos culturas, de diferentes visiones del universo; lo que podría sugerir que yo crecí tironeado por dos formas distintas de entender el mundo. De ninguna manera, al igual que mis hermanos, lo viví con total naturalidad. Deseo agregar que en mi hogar se hablaba poco acerca de Irlanda, mi padre que había dejado allí a sus padres, hermanos e infinidad de amigos y a la cual regresaba regularmente cada tres años cuando viajaba a Gran Bretaña  por negocios, mencionaba en contadas ocasiones a su patria. Mi madre y su familia, los Lennon, si bien se sentían honrados por sus orígenes, se consideraban más criollos que el mate amargo. Existía en todos ellos un profundo agradecimiento hacia la Republica Argentina. La gratitud puesta de manifiesto por Kathleen Nevin en su novela You’ll Never Go Back (Nunca regresarás)  cuando su personaje Kate Connolly cierra su relato diciendo: “Y el país nos aceptó y fue generoso con nosotros y nosotros le dimos nuestros hijos.
       

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