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Los años de la secundaria en el Manuel Belgrano, transcurrieron
tranquilos, cuidándome de no llevarme materias que pusieran en peligro mis vacaciones. La rutina
semanal incluía los entrenamientos en Belgrano, los partidos de los sábados y ver
a la primera en el club.
Mientras cursaba el tercer
año jugué en la quinta división de Belgrano y al año siguiente, 1947, ascendí a
la cuarta división, en la que tuve como compañeros a Bertie Dillon, Carlos
Bonadeo y Alberto Camardón. Nuestro entrenador fue Johnny Knox, a quien
recuerdo con mucho afecto. Sus consejos fueron muy importantes, dentro y fuera
de la cancha. El año anterior Belgrano había sido subcampeón de primera, hecho
que se celebró con una gran fiesta en el club. Luego de varios años teníamos un
equipo de primera competitivo que nos ilusionaba.
Las autoridades del Manuel Belgrano observaron que varios alumnos
jugaban al rugby en distintos clubes. Por lo tanto, ya en 1946, habían decidido
formar un equipo para participar en el Intercolegial de Seven a Side, en el que
salimos subcampeones. Pero, el gran batacazo fue en 1947, ganamos el campeonato
intercolegial de rugby con un equipazo formado por: Carlos Garbollino, Juan
Henry, Rodolfo Negrete, Oscar Zunino, Luis Martínez, Enrique Fernández del
Casal, Carlos Nilssen, Jose María Maurette, Patricio Hickey, Ignacio Imaz, Juan M. Marquez Miranda, David
Hughes, Ricardo Bazán, Guillermo Cabanillas, Carlos Marina y Carlos Cozsetti.
En la final nos enfrentamos con el Colegio Nacional J.M. Pueyrredón al que le ganamos ajustadamente 8 a 6, en un partido disputado en toda la
cancha, en el que ambos equipos mostraron toda su garra, habilidad y vigor.
Ese año me recibí de
bachiller. Era la despedida definitiva del Manuel Belgrano. Unos días antes de finalizar las clases fuimos convocados para
la fotografía correspondiente al fin de curso que le tomarían al Quinto año
“B”. Allí quedaría retratado por última vez el grupo que compartió tantas horas
en el aula, antes de iniciarnos en distintas actividades en el mundo real:
Guillermo Cabanillas, Juan Alberto Dumón, Luis Alberto Guzmán, Héctor Beneduci,
Carlos Marina, Ricardo Rodríguez Molas, Claudio Bach, David Hughes, Oscar
Zunino, Jorge Salvatierra, Gustavo Rath, Mario Pazzi, Eduardo Alfredo Sala, Juan
T. Henry, Ricardo Bazán, Miguel Parola, Alberto Roccatagliata, Julio Alberto
Zucchelli, José Luis Azarola, Sergio Poodts, Gerardo P. Hickey y Guillermo G.
Guzmán.
Mi amigo Roberto Donnie Waller me invitó a pasar ese verano unos días con él en
Bariloche, donde su familia tenía una casa cerca del hotel Llao-LLao. Partimos
desde Constitución cerca de las 6 de la tarde, llegando a la estación de
Bariloche al día siguiente, a la misma hora aproximadamente. Fue un viaje rutinario, sin mayores sobresaltos. El
servicio en aquella época era notable por su puntualidad, la calidad de la
cocina del coche comedor y los vagones y las locomotoras estaban en muy buen
estado. Luego, a partir de marzo de 1948, con la nacionalización de los ferrocarriles, comenzaría la lenta y
progresiva declinación de todo este sistema de transporte.
En Bariloche hicimos algunas excursiones a los cerros cercanos y
tomamos sol a la vera de las heladas aguas del Nahuel Huapi. Los días de buen
tiempo y poco viento íbamos a pescar embarcados en el lago Moreno. En una
ocasión estábamos llegando al muelle de
puerto Spiegel cuando muy cerca de la costa, observamos un bulto oscuro
semihundido enganchado en unas ramas que alguien había arrojado al lago. Impulsados por nuestra curiosidad nos acercamos
y comprobamos que era el cadáver de un hombre. Su nuca y las manos parecían
haber sido comidas por los peces, pues estaban como desflecadas y les faltaba
piel y carne. Aturdidos y estupefactos
por nuestro hallazgo nos dirigimos rápidamente al muelle desde donde
avisamos por teléfono a la policía. En poco menos de media hora llegaron dos
agentes quienes presumieron que el muerto sería “un chileno que había llegado a
la zona a trabajar en la tala de árboles y, probablemente, sería aquel que
habría protagonizado con otro ‘sujeto’ de la misma nacionalidad, una fuerte
discusión en un boliche de las afueras de Bariloche. Ellos nos dijeron
“teníamos noticias del asunto” y que seguramente luego de retirarse del
establecimiento en “un evidente estado de ebriedad continuaron riñendo por una
cuestión de mujeres hasta que las manos buscaron los cuchillos.” Desde un bote
con una larga vara de madera con un gancho de metal arrastraron el cuerpo a la costa, donde luego
de sacarlo del agua lo pusieron de espaldas sobre la playa pedregosa. Uno de
los policías le dijo al otro: “Ve jefe, le abrió la panza de lado a lado.”
Nunca olvidaré esa escena. Ese cuerpo en descomposición, el rostro
hinchado y los ojos casi fuera de sus órbitas, muy abiertos, que parecían
mirarnos con asombro. Las noches siguientes tuve un sueño recurrente
protagonizado por un hombre que se tambalea sobre un muelle y cae a las aguas
frías tomándose el vientre, tratando de contener sus intestinos que se escapan
por una gran abertura. Todo ocurría en silencio. El cuerpo se hunde y es
atacado por una gran cantidad de peces que le arrancan pedazos del rostro, el
cuello y las manos.
Transcurridas las vacaciones regresamos a Buenos Aires. No sabía muy
bien que hacer con mi vida futura, tenía que tomar algunas decisiones. Uno de
los posibles destinos que imaginé para mí era el de contador público. Por lo
tanto, me inscribí en el curso de ingreso de la Facultad de Ciencias Económicas
y en un instituto privado para prepararme
para los exámenes. Simultáneamente deseaba trabajar, por lo tanto cuando
solicité mi certificado de estudios, pregunté si era posible que me extendieran
una carta de recomendación. Sí, era posible.
Junto al certificado de estudios me entregaron una esquela en papel
membretado del Manuel Belgrano firmada por el director con el siguiente
texto: “El señor Patricio Gerardo
Hickey ha sido alumno de este colegio desde 1937 hasta 1947, año en que salió
con su grado de bachiller. Queda constancia, en los archivos, de su buena
conducta y de sus éxitos en los exámenes primarios y secundarios. Religioso sin
ostentación y de carácter alegre y abierto, es de recomendar en puestos de
responsabilidad, como por la presente lo hacemos.” Aún conservo este texto,
pues a pesar del tiempo transcurrido, todavía me asombra su redacción,
particularmente la frase “religioso sin ostentación” de poca utilidad en una
búsqueda laboral.
Y, así me lancé en busca de trabajo. Lo conseguí como empleado administrativo en la firma
consultora Price Waterhouse. No duraría mucho
más de un año y meses en ese empleo, el trabajo administrativo, los trámites
burocráticos y todo lo relacionado con balances y debes y haberes, me aburrían
profundamente. Pero, mientras tanto me conformaba pues el sueldo me ayudaba con
mis gastos y las salidas de fin de semana con mis amigos del club.
En enero de 1949 viajé por segunda vez con mis padres a Europa. Lo
hicimos en un barco de la Blue Star Line, el Uruguay Star. Éste era
uno de los cuatro modernos buques de pasajeros y carga construidos luego de la
finalización de la Segunda Guerra Mundial para esta empresa marítima, para
reponer otros tantos barcos que fueron hundidos
por submarinos alemanes durante el conflicto. El Uruguay Star
transportaba mayormente carnes congeladas desde la Argentina a Gran Bretaña,
realizando escalas en Lisboa, Las Palmas, Río de Janeiro, Santos y Montevideo.
Contaba con amplias comodidades para alrededor de sesenta pasajeros de primera
clase y se deslizaba elegantemente sobre el irascible Océano Atlántico impulsado
dos poderosas turbinas a vapor, alimentadas por dos calderas Babcock &
Wilcox.
Partimos al atardecer y a la mañana siguiente llegamos
al puerto de Montevideo, donde se hacia la primer escala. Allí ascendieron
algunos nuevos pasajeros y cargaron,
entre otras cosas, una remesa de carnes ovinas congeladas. Junto con mis padres
desembarcamos y recorrimos el centro de
la ciudad y almorzamos en un restaurante de la Avenida 18 de Julio. Esta fue mi
primer visita a la capital uruguaya y la recuerdo con mucho afecto. Hacía buen
tiempo y la luz montevideana mucho más clara y blanca que la de Buenos Aires, enaltecía el volumen de los
edificios, particularmente el Palacio Salvo que se erguía majestuoso frente a
la ciudad vieja.
El Palacio Salvo fue diseñado por Mario Palanti (Milán
1885- Milán1979) un arquitecto italiano que
vivió su vida bajo una constante, la de la belleza en todas sus formas,
ninguna de las bellas artes le sería ajena. Este edificio, en la década de los 30
fue el de mayor altura de América del Sur
y además el primero del Uruguay en contar con una estructura de cemento
armado. En este proyecto Palanti aplicó las técnicas constructivas modernas y
su lectura personal de la tradición histórica, y del recorte que de ella lleva a cabo, procedimiento de fusión o de
conciliación sincrética que abre las puertas a la imaginación, admitiendo diversas interpretaciones
simbólicas. El Salvo indudablemente, a pesar del mal mantenimiento y del
planchado al que fue sujeta su fachada en las últimas décadas, continúa siendo
en la actualidad el edificio emblemático de la ciudad de Montevideo.
Regresamos al
barco alrededor de las seis de la tarde y descansamos en nuestros camarotes
hasta la hora de la cena. Esa noche luego de hacer sonar su potente bocina el
barco salió a mar abierto, poniendo proa hacia Río de Janeiro. Al acercarnos a
nuestro destino salí a la cubierta para
mirar desde allí la entrada a puerto. Luego de sesenta años e infinidad de
viajes por Europa, Asia, África y América nada ha logrado opacar en mi memoria
la belleza de la Bahía de Guanabara. Aprovechamos la escala para conocer la
ciudad de Río, el Corcovado, el Pan de Azúcar y el imponente Cristo Redentor.
La alegría de los cariocas y el ritmo de su ciudad me cautivaron hasta el día
de hoy. Cuando el barco levó anclas me hice la secreta promesa de regresar a
esta ciudad de ciudades, cosa que hice en más de una oportunidad.
Las actividades
de abordo consistían en algunos juegos y deportes de salón. Diariamente
salíamos a cubierta donde descansábamos en una reposeras observando la
tranquila inmensidad del mar que se extendía más allá del horizonte. Al
atravesar la línea del Ecuador se organizó una fiesta donde la mayoría de los
oficiales y los pasajeros participaron de un baile de disfraces. Arribamos al
puerto de Liverpool sin mayores novedades donde hicimos aduana y nos entregaron
cupones de racionamiento (Tourist Voucher Book) para obtener nuestros
alimentos. En Liverpool abordamos dos días más tarde el ferry hacia Irlanda del
Norte, donde nos hospedamos en la casa de mi tía Eileen Hickey. Durante nuestra
estadía en Belfast asistí con mi tía al
parlamento donde ella ocupaba una banca
representando a la oposición.
El clima político
en la ciudad era oprimente. La minoría católica, de acuerdo a mi tía, no
tenía ninguna oportunidad de progreso pues los puestos en la administración
pública, como aquellos en empresas que eran controladas por protestantes, les
estaban virtualmente vedados. Debido a ello gran cantidad de jóvenes estaban
emigrando a los Estados Unidos y a Inglaterra en busca de mejores condiciones
de vida.
A pesar de la
crisis económica que se vivía en Europa después de la guerra, en el Sur del
país, se vivía un clima más relajado y todos tenían una profunda fe en el
futuro. Poco tiempo después de nuestro regreso, en abril de 1949, bajo la
presidencia de un protestante, Douglas Hyde, con el apoyo de Eamonn De Valera y
la mayoría del pueblo irlandés, Irlanda
fue proclamada una república, dejando de pertenecer como estado libre asociado
a la mancomunidad de naciones británicas (Commonwealth).
Luego de esta intensa
experiencia europea y de haber recorrido ciudades varias veces centenarias, en
las que pasé el frío de mi vida, volví a caminar, bajo el ardiente sol del
verano, las calles de Belgrano. Fui al club, donde no encontré a nadie, todos
mis amigos se habían ido de vacaciones. Entonces decidí acompañar a mis padres
a Mar del Plata donde habían quedado mis hermanos con mis tías Alicia y María
Rosa. Mi hermana mayor Ena , mi hermano menor Juan y mis primos Charlie y David
Keenan no me dieron la bienvenida que yo
esperaba, me trataron como si me hubieran visto el día anterior y no como al
viajero que luego cruzar el Atlántico y de recorrer los antiguos senderos
europeos, regresa a ala patria. Pero, a pesar de la escasa exteriorización de
afecto que me dispensaron, en los
próximos días me encargué de entretenerlos y hacerlos reír imitando el modo de
hablar y pronunciar el inglés de
distintos personajes que conocí en el viaje: el mozo del comedor del barco que
hablaba como si fuera un miembro de la casa real, un taxista londinense que hablaba un Cockney
cerrado y una anciana de Dublín, que no sólo tenía un modo muy particular de
expresarse en la lengua de Shakespeare, sino que siempre relataba historias
pobladas de aparecidos y fantasmas.
En la primer
semana de marzo regresé a Buenos Aires donde me encontré con mis amigos del
club y con Donnie Waller. Hasta el comienzo de la temporada de rugby fui a la
pileta y me dediqué a jugar al tenis, los partidos más difíciles y agobiantes
fueron los que jugué con Matt Murphy,
quien en años venideros se destacaría en los campeonatos de Irlanda. Matt, era hijo del primer
encargado de negocios que envió a Buenos Aires el gobierno irlandés, luego de
que se firmaran en marzo de 1949 en Washington, Estados Unidos, los acuerdos que refundaron definitivamente
las relaciones diplomáticas entre ambos países.
Por las noches, nos reuníamos en el bar de la planta baja del club a tomar cerveza. Marzo llegaba a su fin y
nuestra conversación giraba alrededor de lo que sucedería con el equipo de
rugby. Finalizado el campeonato de 1948 me correspondía por edad jugar en
Reserva. En esta
categoría Belgrano había ganado el campeonato de 1945, en 1947 perdió la final
de su zona y en 1948 luego de ganar su zona , perdió en la semifinal con el
Atlético San Isidro, un tradicional adversario de Belgrano. Como nosotros
teníamos un equipo bastante armado muchos socios comentaban que seguramente
podríamos ganar el campeonato, esto resultaba una presión, una carga que se
sumaba a una pregunta íntima: ¿me pondrán en el equipo?.
La temporada de 1949 comenzó
con buenos augurios, el equipo recibió importantes refuerzos. En el primer
entrenamiento se sumaron Juan T. Henry,
J. Mulleady y Ricardo Bazán que venían
de Curupaytí donde el año anterior habían salido campeones con la Cuarta
división. A Henry y Bazán los conocía muy bien
pues habían sido compañeros míos en el Manuel Belgrano y sabía de sus
habilidades con la ovalada. Luego de ganar la mayoría de los partidos de
nuestra zona enfrentamos a Hindú en semifinales, venciendo al equipo de
Torcuato por 30 a 0. Ya nos imaginábamos campeones, estábamos seguros que en la
final le ganaríamos a Pucará, el otro equipo finalista. Sin embargo, nuestro
preparador físico el doctor Ladislao Scik, nos pedía tranquilidad y que
tuviéramos respeto por nuestros contrincantes que tenían un equipo “muy fuerte
y habilidoso”. Llegado el día de la final los marrones formamos con A.
Camardón, H. Berro García, L. Camardón, R. Bazán, V. Solari, R. Huisman,
Patricio Hickey, R. G.Black, A. Dillon, J. Mulleady, W. escalante y A. Petrera;
y Pucará lo hizo con: Tello, Lecona, G.Erhmann, Peralta, Mazzolo, Cuballi,
Maistegui, Dacharry, Fascheto, Jerman, Cicouri, Laborde Petrone, G.
Carbelleida, Henry, T. Furth y Bertonseli.
Los primeros veinte minutos
de juego fueron dramáticos llegábamos a la línea de 22 del equipo de Burzaco y
no lográbamos avanzar un metro más. Pucará recuperaba la pelota y avanzaba con
decisión hacia nuestro campo. Después de un line out cerca de nuestro in-goal,
uno de los hábiles de Pucará, Mazzolo,
logró pasar nuestra defensa y anotó. No lograron convertir y el resultado quedó
3 tantos abajo para nosotros. Pero, no todo estaba perdido, pues el try de
Pucará nos despertó y a pesar de tener el viento en contra que dificultaba el
juego con pelotas de aire, atacamos disciplinadamente, una y otra vez. Faltando
cinco minutos para terminar el primer
tiempo debido a un knock on de Pucará en sus 25 yardas, el arbitro
sancionó un penal y Bazán logró
convertir. Nos fuimos al descanso empatados en 3. En el segundo tiempo tomamos
la iniciativa. A los siete minutos Bazán convirtió un penal, a los diez
minutos. Solari anotó un try que Bazan no pudo convertir (Belgrano 9- Pucará
3). Luego vendrían los tries de Mulleady y Bazán que no fueron convertidos,
estábamos 15 a 3. Faltando segundos para
terminar el partido le dí un pase excepcional a Bazán quien esquivó
magistralmente a un oponente y le pasó la pelota a Solari que como una flecha
avanzó a toda velocidad eludiendo a los backs de Pucará anotando el último try.
Resultado final Belgrano 18- Pucará 3; finalmente éramos los campeones de
reserva, habíamos cumplido.
Este partido fue cubierto por distintos medios periodísticos.
Ricardo J. Souza (creo que en El Gráfico, guardé el recorte, pero no anoté la
fuente) escribió: “La reserva de Belgrano mostró garra y calidad. De todos los
equipos que empezaron sus campañas en forma muy promisoria representando al
Belgrano Athletic en los últimos
campeonatos de rugby, la Reserva, fue sin duda, la que supo sostener ese
buen ritmo inicial y mantenerlo hasta el final, adjudicándose el campeonato en
el que tomaron parte 27 equipos divididos en cuatro zonas.” El The Standard,
en una nota sin firma, destacó acerca de nuestra campaña: “Hickey como
medioscrum jugó excelentemente, mientras Huisman, Bazán y Camardón se mostraron
incisivos en sus ataques, haciendo gala de un muy buen manejo de la pelota.”
Todavía recuerdo ese tercer tiempo con los muchachos de Pucará, que
no se conformaban con el subcampeonato y prometían ganarnos en el futuro. Ese año, como premio a
nuestra actuación en la Reserva, junto
con A. Petrera, J. Mulleady y L.
Camardón fuimos elegidos para integrar el seleccionado de primera división que formaron Belgrano y Old Georgians para jugar una serie de
amistosos en Tucumán.
En los próximos años el rugby continuaría ejerciendo su atracción en
mí. Asimismo, integré distintos equipos de cricket del club. Este deporte que
muchos tildan de aburrido, fue fundamental para mi pues, a diferencia del
rugby, me enseñó las reglas básicas de la paciencia y a observar los movimientos del oponente antes
de actuar. En el cricket es posible, como en cualquier deporte, trazar estrategias colectivas de juego, sin
embargo, para que éstas tengan éxito deben estar asociadas a la disciplina y el
cálculo de posibilidades. Pero, lo que me más valoro del cricket es el apego a
las formas, la estrictez de la norma y el respeto que se le debe tributar al
oponente. Considero que para practicarlo
se debe desarrollar una pasión superior, silenciosa, obstinada y
decidida; una que a fuerza de inteligencia controle las pasiones básicas.
Aunque, para ser honesto, debo decir que en ocasiones yo me tomaba ciertas
licencias respecto de las tradiciones establecidas de este deporte, haciendo
algunas piruetas y payasadas en la cancha de juego, que eran recibidas por los
otros jugadores y el público con el más profundo de los silencios. En los
primeros años de la década de los 50 fui elegido para jugar en el seleccionado
de los clubes de la Capital Federal que se enfrentaría con el delos suburbios y
en las Cricket Notes del The Standard, el cronista de cricket que
firmaba con el seudónimo de Hillhead escribió: “en el bateo se destacaron por
el seleccionado de Capital, H. Forrester, H.W. Bulman, L.A. Caldwell, M.
Hughes, G.R. Paine y el poco ortodoxo y despreocupado Patricio Hickey quién
haciendo gala de su entusiasmo fue por demás productivo.”
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La recién inaugurada década de los 50 vino acompañada por distintos
problemas en el campo de la economía, los que tenderían a profundizarse con el
correr de los años. Hubo varias voces de alerta, a pesar de ello, el gobierno
no les prestó atención. Éste estaba convencido de la bonanza y de los progresos
económicos que difundía cotidianamente la eufórica y estentórea publicidad oficial.
El denominado ‘mago de las finanzas’ Miguel Miranda había consumido
las reservas del país, las que fueron destinadas a la compra de los
ferrocarriles y las empresas de servicios en manos de capitales extranjeros, a
lo que se agregó, la adquisición de
material bélico ( rezagos de guerra) a los Estados Unidos de América. Sumado a
ello y debido a los bajos precios internacionales de los cereales el gobierno
decidió almacenar en silos, en espera de mejores precios a futuro, las cosechas
de maíz y lino de las dos últimas campañas. Decisión que terminaría en un
estrepitoso fracaso pues Estados Unidos
que había acumulado grandes reservas de cereales, debió por razones de política
interna deshacerse de ellas; inundando el mercado internacional, obligando a la
Argentina, a colocar su producción a precios de remate.
En lo que a mí concierne, mi
mente estaba ocupada por otras preocupaciones, en los meses previos al sorteo
nacional para el servicio obligatorio de la clase 1929, a realizarse hacia
fines del año 1949, tenía grandes expectativas. Quizás me correspondería un
número bajo, lo que me eximiría de esta responsabilidad, o uno intermedio que
definiría si me enrolarían en el ejército o
la aeronáutica, fuerzas en las que el tiempo de servicio era de un año.
Nada de eso se cumplió. Me tocó en
suerte el 939, un número alto, por lo tanto me correspondía cumplir con mi
deber ciudadano en la marina. Esto significaba que el tiempo que estaría bajo
bandera sería de dos años, dos larguísimos años, en los que estaría alejado de
todas aquellas actividades que desarrollé anteriormente. Aclarado mi futuro
inmediato, comencé a pensar como haría para obtener una vez finalizado el
período de instrucción de tres meses un destino en Buenos Aires. Esto me
permitiría continuar con mis estudios, posibilidad que no me entusiasmaba
demasiado, pero era lo única actividad
permitida, en algunos casos, a aquellos bajo bandera.
Finalmente llegó el día en que el cartero entregó en mi casa el telegrama de citación. Debía presentarme
el 18 de enero de 1950 a las 6 de la mañana. Así lo hice, en esa fecha y hora,
en el destacamento de la infantería de marina ubicado en las cercanías del
Hotel de Inmigrantes, en la Dársena Norte.
Llegué allí casi una hora antes,
con el pelo corto, pues mis amigos en el club me habían aconsejado ir a la
peluquería antes, pues si te presentabas con el pelo largo te lo cortaban al
ras con unas máquinas desafiladas que te lastimaban la cabeza.
A las 6 en punto tocaron el clarín y nos formaron en la cuadra
principal donde nos adjudicaron un número identificatorio (Número de Rol) y nos entregaron la ropa de fajina y los
uniformes de verano e invierno. No había gorras, por lo tanto nos ordenaron que
las compráramos en las tiendas de la marina. Yo, durante los próximos 24 meses
sería identificado con el 446. El 447, le correspondió a Ricardo Manuel
Bustillo, un verdadero personaje del cual me hice muy amigo en esos meses. El
rugby fue el nexo principal de nuestra amistad, el jugaba en el club Atalaya.
Llegado el mediodía nos dividieron en grupos de diez y nos asignaron las
mesas donde almorzaríamos. El menú eran tallarines y guiso, ambos sin sabor y
tibios. El que se sentó en la cabecera sirvió la comida. Esta función era
rotativa. Terminado el almuerzo volvimos a formar en la plaza principal. Luego
haríamos largas filas en dos puestos, en uno nos aplicaron la famosa y temida
vacuna triple en la espalda ( hubo varios desmayos) y en el otro nos cortarían el pelo. Presentarme con el pelo
muy corto no me salvó de los peluqueros. Los que más que cortarte el pelo te lo
arrancaban, sus máquinas no tenían filo alguno y no faltaba la que ostentara
manchas de oxido. Algunos muchachos que tenían seborrea o alguna costra en el
cuero cabelludo por falta de higiene, luego de cortarle el pelo le cepillaban
la cabeza con un cepillo de cerda muy duro. Estos, desesperados iban corriendo a unas canillas donde
colocaban la cabeza debajo del chorro de agua fría para calmar el intenso
ardor. Varios debieron hacerlo para lavarse la sangre que manaba de los
pequeños cortes producidos.
El último trámite era la revisación médica. En un amplio galpón nos
ordenaron que nos quitáramos la ropa y esperáramos a que nos llamaran por
nuestro número. Este procedimiento era por demás sencillo. Nos auscultaron los
pulmones y el corazón, nos tomaron los datos de peso y altura y midieron
nuestra caja toráxica. Uno de los médicos, impresionado por mi musculatura me
preguntó que deporte practicaba. Le
respondí: rugby, tenis, cricket y desde hace unos meses boxeo. Me miró con
cierta incredulidad. El sentido común me impidió responderle. Pero, yo no había
faltado a la verdad. Yo practicaba todos esos deportes.
Mientras mi mente recorría algunas de las épicas instancias
deportivas en las que participé, los gritos de un suboficial me ordenaron
formarme de frente a la pared, bajarme el calzoncillos hasta la rodilla, agacharme,
abrir las piernas y con las manos abrir
las nalgas. El último paso era la observación a distancia por parte de
los médicos de aquel punto donde no brilla el sol.
“Muy bien, es apto
para servir a la patria.” dijo uno de los médicos.
“ Vas a ser un buen marinero.” Se equivocó
rotundamente pues mi destino sería en la
infantería de marina.
El suboficial
entonces gritó:
“Vístase rápido y
vaya corriendo a la formación”
Una vez formados todos nuevamente y
antes de romper filas nos informaron que tendríamos franco el día siguiente.
Supongo que para recuperarnos de esta primera experiencia en la marina de
guerra.
Aproveche la oportunidad para dormir hasta tarde y lo pasé en mi
casa. Fue una gran jornada para mí, redescubrí las habilidades culinarias de mi
madre y la tranquilidad del hogar que contrastaban con los gritos de los
suboficiales. Recuperado de la experiencia anterior me presente la próxima
jornada unos minutos antes de las 6 de la mañana en el destacamento y formamos
en la cuadra. Nuestro jefe instructor era el suboficial mayor Michetti, quien
una vez formados comenzó a tomar lista. Al llegar mi turno, gritó “cuatro,
cuatro, seis; Hickey.” Le contesté con un estentóreo “Presente”. El siguiente
era el “cuatro, cuatro, siete, Bustillo;
no hubo respuesta. Mi amigo estaba en posición de firmes, los ojos
cerrados, se había dormido parado. El instructor con su voz potente ahora
repitió apellido y nombres: “ Bustillo, Ricardo Manuel”. El “cuatro, cuatro,
siete” se despertó en ese instante y contestó, en voz alta: “ Bustillo, Ricardo Manuel; todas contentas cuando bailan
con él”. No fueron pocos los reclutas que se rieron (tímidamente, dada la
situación) ante la ocurrencia de Bustillo, quien fue obligado a hacer salto en
rana un largo rato, hasta que
virtualmente se desplomó. Luego le indicaron que se reúna con el resto
de la tropa. Los enganchados (como
llamábamos a nuestros instructores), hicieron de Bustillo un ejemplo para todos
exigiéndolo al máximo de sus capacidades físicas. No obstante, creo que
los impresionó por su resistencia, gracias al rugby tenía un
muy buen estado físico.
Todos los días luego de una
intensa gimnasia, marchábamos hacia una plaza en uno de los laterales de la
Casa de la Moneda (Retiro) donde practicábamos el saludo 1 y el saludo 2; el
que debía ser realizado subiendo y bajando la mano al ras del pecho.
Posteriormente marchábamos de regreso al cuartel donde luego de un almuerzo
insípido debíamos formar y atender las clases teóricas de tiro con los viejos
fusiles Máuser 1891 cuyo peso orillaba los 5 kilogramos.
A media tarde nos servían el mate cocido con un pedazo de pan seco,
después de la merienda nos hacían
marchar nuevamente hasta cerca de las 5 de la tarde. Hora en que a los
conscriptos con domicilio en la Capital y alrededores se les
daba el permiso de retirarse hasta la próxima jornada, no sin antes ser
advertidos severamente que si llegábamos a la Dársena Norte con un minuto de
retraso seríamos castigados. Los reclutas provenientes de las provincias cenaban y dormían en el cuartel.
Todas las mañanas tenía que presentarme a las 6 de la mañana, hora
en que el show comenzaba nuevamente. Muchas veces nuestro pelotón no actuaba con firmeza y vigor y nuestro instructor nos ordenaba seguir el
vuelo de las palomas que revoloteaban a escasa altura en la plaza principal o
en la plaza donde hacíamos ejercicio. Había cientos de aves allí debido a que el lugar estaba en las
cercanías de los silos de almacenamiento de cereales del puerto. Otras veces y
de acuerdo al humor del instructor se nos ordenaba caminar zapateando, o
tirarnos cuerpo a tierra o hacer salto
de rana, una y otra vez. Los conscriptos infantes que perdían el paso en las
marchas eran obligados a abandonar filas y treparse a un árbol y gritar con
toda la energía posible y repetidamente: “ Soy un boludo, soy un boludo”. Había
un par de conscriptos que tenían voz de pito y a ellos el instructor los hacia
trepar también a un árbol y gritar: “Soy un boludo, soy un ...” hasta quedar
roncos, lo que en opinión del instructor los hacia más masculinos. Todos los
instructores tenían una debilidad, someter a los más gordos a castigos
inhumanos.
Así pasaban los días entre marchas, gimnasia, prácticas de tiro,
comida sin sabor y grasosa, aunque en ocasiones nos obligaban a realizar otros
trabajos como barrer la cuadra, baldear las barracas o descargar, como me tocó
una vez, las barcazas que transportaban carbón. Esta era una actividad
insalubre, durante cuatro cinco horas
los elegidos debían palear el carbón cuyo polvillo se te metía en las vías
respiratorias y pulmones provocando una tos que duraba días. Esto ocurría pues
no teníamos máscaras y tampoco se nos permitía cubrirnos la boca y nariz con un
pañuelo.
El período de instrucción transcurriría sin mayores novedades.
Durante los ejercicios del pelotón yo procuraba siempre estar en la primera
fila y no cometer errores para no ser castigado. Quizás el hecho más destacado
de aquellos meses fue un pequeño accidente que tuve. Todas las mañanas yo me
levantaba a las 4 de la mañana, tomaba una ducha bien caliente, me ponía el
uniforme, desayunaba y esperaba el sonido de los pasos de Luciano Camardón,
quien era un año mayor y estaba cumpliendo su segundo año de conscripción.
Todos los días viajábamos juntos a Retiro en el tren de las 5 de la mañana del
Mitre. Cierto día yo estaba un poco atrasado y al oír el estampido de los borceguíes de Luciano sobre
las baldosas de Pampa salí corriendo de casa sin atarme los cordones. Al cruzar
apurado las vías para tomar el tren que en ese momento entraba en la estación
por la vía contraria, me pisé los cordones y volé por el aire cayendo en medio
de los rieles sobre los durmientes. El conductor del tren que vio la escena se apresuró a descender y a
ayudarme, yo estaba totalmente mareado y al caer de frente me había roto la
boca y mis labios y nariz sangraban profusamente. El guarda y mi amigo tomándome de los brazos
me subieron al primer vagón y me guiaron hasta uno de los asientos, donde
reclinando la cabeza hacia atrás me tapé la boca y nariz con mi pañuelo
logrando detener la hemorragia. El tren
debido a mi caída y a la amabilidad del conductor que me socorrió reinicio su
marcha con unos minutos de demora. Una
vez en el destacamento me hicieron una curación y luego el médico indicó que se
me otorgaran dos días de descanso.
Al término de la instrucción nos llevaron al Tiro Federal donde
hicimos práctica de tiro con los viejos Máuser que tenían una patada de burro y
si te descuidabas y no apretabas bien la culata contra el hombro te dejaban un
moretón.
Hacia fines de marzo de 1950 me asignaron al Estado Mayor de
Coordinación, división II, ubicada en el piso 12 del Ministerio de Guerra. Allí
me desempeñaría como traductor durante todo ese año. En este sector trabajaban
traductores de varias lenguas quienes vertían al castellano tanto textos
periodísticos como manuales técnicos. Al poco tiempo de estar desempeñando mis
tareas en este departamento mi jefe
directo el capitán Rumbo fue transferido y en su reemplazo nombraron al capitán
Aurelio J. Perazzo, quien regresaba de la Unión Soviética donde se había
desempeñado como agregado naval en la embajada Argentina en Moscú.
Mi nuevo jefe me agregó nuevas responsabilidades, me nombró su
chofer, por lo tanto todos los días debía recogerlo en su domicilio particular
en San Isidro a las 6.30 de la mañana y trasladarlo al Ministerio de Guerra,
donde yo seguía realizando mis tareas de traductor. Esta era un trabajo
sumamente aburrido y rutinario. Regularmente para que no nos olvidáramos
quienes éramos nos enviaban a limpiar
los baños y encerar los pisos. En días normales las actividades en la oficina finalizaban a las 2 de la tarde y
se me permitía regresar a mi casa. El
capitán Perazo era un oficial cortés,
amable y altamente calificado, aunque sumamente estricto en todo aquello
relacionado con nuestros deberes y responsabilidades. Siempre lo recordaré con
afecto pues nunca en el tiempo que estuve a su servicio le vi cometer alguna
injusticia con sus subordinados.
3
Mis días
como conscripto en la marina transcurrían sin sobresaltos. Tenía que madrugar
para buscar a mi jefe, luego me dedicaba a traducir los textos que me dejaban
sobre mi escritorio y por las tardes regresaba en las primeras horas de la
tarde a mi casa. Salvo los jueves, día en el que me tocaba limpiar la oficina,
encerar los pisos y baldear los pasillos. En una oportunidad mientras estaba
pasando el trapo de piso apareció el encargado de supervisar la limpieza, un cabo de aeronáutica apellidado Gay (en el
ministerio de guerra había efectivos de las tres armas) quien al verme comenzó
a gritarme: “¿Qué hace? Hijo de Mitre. ¿Nunca en toda su vida ha pasado el
lampazo? Así no se hace. Tomó el trapo de piso y me dio una lección respecto
del modo en que este debía escurrirse. “Debe enrollarlo, tomarlo de los
extremos, retorcerlos, uno en la dirección de las agujas del reloj y la otra en
contrario.” Sinceramente el tipo sabía lo que hacía en lo que concierne al escurrido del trapo de piso. Luego, me
entregó el trapo de piso y antes de retirarse me dijo: “Proceda. Y conscripto
no se olvide que lo estaré vigilando. Si no quiere ser castigado haga las cosas
como corresponde.”
Sin
embargo, esta rutina cotidiana a la que me había acostumbrado y ya no me
molestaba, tendría un final impensado. Una tarde en marzo de 1951 cuando
solicité permiso para retirarme el capitán Perazzo me dijo: “Hickey, mañana sea
puntual que tenemos que ir a Ezeiza.” Al día siguiente estacioné el auto en la
puerta de su casa a las 5 y cuarenta y cinco minutos en punto. Faltando 1
minuto para las 6 toqué el timbre. Mi jefe salió apresuradamente. Vestía su
uniforme de gala y llevaba su sable a la cintura. Le abrí la puerta y ascendió.
Una vez al volante le di marcha al Ford. Perazzo me ordenó: “Vamos hasta la
avenida general Paz y de ahí diríjase al aeropuerto de Ezeiza. Tomamos la
avenida del Libertador, luego la general Paz y posteriormente la autopista
Ricchieri. No había demasiado tránsito por lo tanto el viaje fue tranquilo. Al
llegar al cruce con el camino de cintura advertí que se estaba asentando una
tenue neblina. Finalmente llegamos al aeropuerto, estacionamos y el capitán
Perazzo me alcanzó su portafolio de cuero, se puso la gorra y comenzó a caminar rápidamente. Lo seguí a
un par de metros de distancia.
Una vez en
el hall principal del aeropuerto se
encontró con un grupo reducido de hombres que conversaban animadamente. Entre
ellos, el doctor Hipólito Jesús Paz, ministro de relaciones exteriores quién
viajaba a Estados Unidos. Los saludó y se integró al grupo. Aproximadamente 40
minutos después el ministro con sus acompañantes se despidieron y se dirigieron
al área de embarque. Entonces nosotros emprendimos el regreso a Buenos Aires.
Tomamos
nuevamente la autopista Ricchieri, la neblina ahora se había transformado en
espesos bancos de niebla que cubrían
trechos de la ruta. Por lo tanto aminoré
la velocidad. Estaría circulando a unos 50 o 60 km por hora. Pensé que a esa
velocidad en una autopista no corría ningún peligro, pues los demás
vehículos iban en nuestra misma
dirección. Al aproximarnos al puesto policial, ese que parece un castillito,
atravesamos un banco que no me permitía
ver a dos metros. A pesar de ello continué la marcha, al salir de la bruma
repentinamente se cruzó un caballo blanco. Clavé los frenos y pegué un
volantazo hacia la izquierda. El auto derrapó sobre el concreto húmedo y le
pegamos al caballo, o el caballo nos pegó a nosotros en el costado derecho de
la trompa del auto y por efectos del golpe pasó por encima del auto. El capitán
Perazzo gritó: “Hiiiiickeeeey...” y luego permaneció callado.
Nos
bajamos para ver los daños. El lado derecho de la trompa destruido, el capot
todo arrugado, la puerta derecha deformada. No volcamos porque Dios existe.
Mientras controlábamos los daños, los
agentes de guardia en el puesto policial se acercaron. Nos preguntaron si
estábamos bien. El pobre caballo tirado sobre el pasto entre los carriles de la
autopista emitía gemidos que desconsolarían a cualquiera. Uno de los policías
con su arma reglamentaria puso fin a su sufrimiento.
Transcurridos
unos 15 minutos le di marcha al auto y traté de sacarlo a un lado de la
autopista, pero estaba como frenado. El choque había roto punta de eje, el
amortiguador estaba incrustado en el chasis y la rueda derecha estaba
totalmente torcida. Perazzo solicitó en el destacamento policial que enviaran
un remolque para llevar el auto al taller. Allí aguardamos en silencio, en
compañía del pobre caballo blanco, mudo testimonio de un mal momento, mientras el sol se elevaba y sus rayos
disipaban la niebla. No habría pasado
una hora cuando llegó el auxilio, levantó al Ford con su grúa por la
trompa y partimos hacia los talleres
navales en la Isla Maciel.
El capitán
Perazzo casi no emitió palabra durante el trayecto. Yo estaba sentado entre el
conductor del auxilio y mi jefe. Cada tanto lo miraba de reojo tratando de
imaginarme que podría estar pensando. Nada silencio de radio. Se limitaba a
observar por la ventanilla el paisaje rural-urbano que rodeaba en aquella época
a la ciudad de Buenos Aires.
El chofer de la grúa manejaba muy despacio y
sólo se limitó a maldecir al conductor de un camión que nos encerró
peligrosamente en la curva de bajada a
la avenida general Paz.
Finalmente
llegamos a los talleres navales. El
capitán Perazzo llamó al oficial encargado de estas dependencias y le indicó que trataran de reparar el auto
lo antes posible. En esos años había cierta escasez de material automotor en el
país y no sería fácil conseguir otro.
Luego firmó unas planillas, habló por teléfono con alguien en el ministerio de
guerra, relató lo sucedido parcamente, y pidió que nos vinieran a recoger.
Perazzo
había reaccionado con tranquilidad, no había perdido la compostura, sin
embargo, cada tanto me miraba con cara de pocos amigos. Yo rezaba mentalmente
pidiéndole a Dios que nos vinieran a buscar rápido, quería volver lo antes
posible a la oficina y olvidarme de todo este asunto. También me preocupaba el
hecho de que se me castigara por haber chocado un ‘vehículo oficial de la
marina de guerra de la nación’.
Nada de
eso sucedió. Esa tarde cuando solicité el permiso para retirarme Perazzo dijo: “Puede retirarse Hickey”. Hice el
saludo correspondiente y cuando acababa de girar sobre mis talones para
dirigirme hacia la puerta escuché mi apellido pronunciado con cierto aire
marcial: “Hiiickey”. Volví a girar, me puse en posición de firmes frente a él
pensando lo peor. Él se limitó a decirme
casi paternalmente pero con una sonrisa que nunca le había visto antes:
“Hickey, ya no tenemos vehículo. Tiene que buscarse otro destino.” Esas
palabras me desarmaron pues yo en realidad no me consideraba chofer sino
traductor. La frase giraba, daba vueltas
en mi cabeza hasta que comprendí todo. En realidad, Perazzo suponía que
cuando le entregaran el auto reparado yo insistiría en recuperar mi puesto de
chofer y que él no podría negarse. No quería correr nuevos riesgos conmigo al
volante, de eso se trataba. Así de simple. Para mantener las cosas en calma
nada dije. Me parecía que la estaba sacando barata.
Me retiré,
regresé a casa y no pensé más en todo lo que había pasado. La mañana siguiente
me presenté como de costumbre en la oficina y me dedique a traducir unos textos
en inglés que estaban sobre mi escritorio. Alrededor de las 7.45 llegó Perazzo
y se encerró en su despacho. A los pocos minutos gritó: “Hiiiickeyyyy”. Su voz
me hizo saltar de la silla, me paré y me dirigí a su despacho. Ingresé en su
oficina, cerré la puerta con energía. Saludé reglamentariamente y dije con voz
firme: “Si mi capitán”, chocando el taco derecho de mis botines con el
izquierdo, produciendo ese golpe sonoro que tanto place a la oficialidad. Me
miró fijo y me preguntó que me parecería dar la vuelta al mundo. No titubeé y
respondí que estaba muy interesado en viajar. Pensando que como en tantas otras
ocasiones mi jefe estaba simplemente
iniciando una conversación. Tenía esa costumbre. Me hacía una pregunta que
parecía irrelevante o que no venía al
caso y así comenzaba lo que podríamos llamar una charla amigable. Entonces tomó
un block de papel y escribió en él. Arrancó la hoja enérgicamente me la alcanzó
y mirándome a los ojos dijo: “Vaya ahora mismo a la Dársena donde está amarrada la fragata escuela, pida
hablar con el oficial cuyo nombre escribí en el papel y comuníquele de mi parte
que está interesado de formar parte de la tripulación en su próximo
viaje.”
Así hice.
Llegué hasta la escalerilla de la fragata Libertad. No subí inmediatamente pues
estaban descendiendo algunos guardiamarinas. Uno de ellos, era Jorge ‘el vasco’
Errecaborde, amigo mío, compañero del equipo de Cuarta división del club
Belgrano. Me preguntó que hacía allí. Le comenté que mi jefe me había recomendado solicitar un puesto
como tripulante en esa nave.
“Estás loco Patricio. No sabés en la que te
metés. Vos sos colimba y sos infante, no te conviene. El comandante y la oficialidad de este barco es dura y muy
exigente y no tienen ninguna simpatía por los colimbas. Te van a tener todo el
día subiendo y bajando el mástil principal.” Replicó.
Le
agradecí tímidamente. En ese instante, resolví volver a mi oficina. Abandonando
la idea de realizar un gran viaje alrededor del mundo. ¿Por qué? No lo sé.
Quizás simplemente por el hecho de que no estaba realmente convencido de que
quería nuevas aventuras en mi vida. En el camino de regreso al ministerio pensé
que le diría a Perazzo. Tomé el ascensor
caminé por los largos corredores, llegué a mi oficina y me dirigí sin titubear al despacho de Perazzo. Golpeé
la puerta y entré.
Perazzo
estaba hablando por teléfono. Me cuadré. Cuando colgó, lo saludé
reglamentaria y enérgicamente, golpeando los tacos, inhalé
profundamente, expandí mis pulmones y me jugué,
diciéndole de corrido que había
seguido sus indicaciones al pie de la letra y que se me había respondido que la
tripulación estaba completa y que no tenían necesidad de infantes conscriptos ni de traductores. Al
verlo sonreír pensé que todo estaría bien y que podría continuar trabajando
como de costumbre bajo su mando. Pero, entonces comenzó a remover varios
papeles que estaban sobre su escritorio. Hasta que extrajo del montón algo que
parecía un memorandum. Luego oprimió el botón de su intercomunicador y pidió
que lo pusieran al habla con el capitán Moritán Colman. Yo lo observaba en
posición de firmes sin comprender lo que estaba pasando. Unos minutos después
las campanillas del teléfono sonaron
una, dos, tres veces. Perazzo levantó el tubo del aparato y luego de
intercambiar algunas palabras de cortesía dijo:“Benjamín, tengo aquí sobre mi
escritorio una nota en el que solicitás
traductores. Ahora mismo te mando uno de primer nivel. El infante de marina
conscripto Hickey.”
Después de colgar me indicó que vaya al
despacho del capitán de fragata Moritán Colman y que me presentara con él. Al
salir de la oficina escuché que me decía: “Se salvó Hickey, va a poder realizar
su viaje.”Giré nuevamente lo miré y contesté: “Gracias señor”. No se me ocurrió
otra cosa.
Me senté
unos minutos ordené los papeles en mi
escritorio y me dirigí al despacho del capitán Moritán Colman. Al llegar allí
me presenté ante un suboficial que estaba al tanto de mi llegada, él tomó mis datos, los anotó en lo que parecía
un libro de actas y me dijo que yo estaría asignado al transporte Bahía Buen
Suceso que me trasladaría a los Estados Unidos.
No pude hacerle
ninguna pregunta pues cuando terminó de tomar nota de mis datos casi gritando
ordenó: “Preséntese mañana mismo en este
despacho a primera hora y recibirá sus órdenes y detalles correspondientes a la
misión. Puede retirarse”
De regreso a mi casa
esa tarde me decía a mí mismo ‘para qué
le habré dicho al capitán Perazzo que tenía interés en dar la vuelta al mundo’.
Ahora ya estaba prácticamente embarcado en un transporte de la marina rumbo a
los Estados Unidos, sin saber para qué y
mucho menos cuando retornaría a la Argentina.
4
Siguiendo las
órdenes recibidas me presenté a las seis
en punto de la mañana del día siguiente en el despacho del capitán de fragata Benjamín Moritán Colman. Sólo
encontré allí a un suboficial a quien no conocía. Luego del saludo
correspondiente le expliqué el motivo de mi presencia. Él abrió
el libro de actas que estaba sobre uno de los escritorios, el mismo en el que me habían anotado la tarde
anterior. Tildó mi nombre, me entregó un memo con mis ordenes y me dijo que yo
había sido asignado en mi condición de conscripto de la infantería de marina a la tripulación del transporte ARA Bahía
Buen Suceso.
Cerró el libro de actas y dijo sin mayor entusiasmo: “ Su nuevo
comandante es el capitán de corbeta Rodolfo Saénz Valiente. Mañana debe
presentarse en la Darsena Norte a las 21 horas a más tardar, el barco zarpa
puntualmente a las 22 horas. No olvide
de llevar todo su equipo y efectos personales de aseo en condiciones y la ropa interior lavada
y planchada. Ahora, antes de regresar a su casa debe ir
hasta el Automóvil Club Argentino a retirar su carnet de conductor
internacional que ya ha sido tramitado por esta oficina. Puede
retirarse.”
Recorrí el largo corredor en busca de la
escalera, bajé a la planta baja y una vez en la calle comencé a caminar
lentamente por Paseo Colón. Estaba amaneciendo. El sol otoñal empezaba a
iluminar la ciudad resaltando la amplia gama de ocres propios de esa estación.
La luz que invadía las calles de la ciudad me pareció más blanca que de costumbre.
Tomé por Hipólito Irigoyen. Atravesé la Plaza de
Mayo mirando todo como si fuera un turista. Después caminé por Reconquista,
recorrí el corazón del sector bancario, observé
las imponentes fachadas de la iglesia
de La Merced y del Banco Español. Al llegar a Corrientes me dirigí a la avenida
Leandro N. Alem y allí entré en uno de los bares ubicados en la vieja recova.
Me senté en una mesa cerca de uno de los ventanales y pedí un café con leche y medialunas. Cuando terminé
de desayunar llamé al mozo, le pagué, mientras este buscaba el cambio, le dije
que estaba bien que se lo quede como
propina. “Faltaría más, marinero, a Ud. le hace más falta que a mí.” Le
agradecí, guarde las monedas en el bolsillo,
y salí a la calle.
Mientras caminaba hacia el Automóvil Club tuve la sensación de que ya me estaba
alejando de Buenos Aires. La ciudad
estaba despertando, el tráfico se hacia más intenso. Una vez allí observé el
monumental y moderno edificio inaugurado en 1943. Después de retirar el
registro de conductor internacional decidí caminar hasta Retiro para tomar un
tren a Belgrano R.
Habré llegado a mi casa cerca del mediodía, almorcé y dormí
la siesta. Luego fui a la farmacia El
Indio en Conde y Elcano, donde compré pasta de dientes, un cepillo nuevo, jabón
, desodorante y hojas de afeitar (marca ‘Sarita, para afeitar la
barbita’, como rezaba el jingle radial)
El farmacéutico, el gallego Rodríguez Molas me preguntó si salía de
viaje, le conteste que si: “en misión oficial en un barco de la marina de
guerra y por largo tiempo.” Me recomendó llevar también aspirinas,
desinfectante, agua oxigenada y alcohol: “Nunca están demás.” Me pareció
razonable y le pedí que incluyera aquello que a él le pareciera esencial y
necesario. Por la noche fui al club donde
me despedí de algunos amigos, después regresé a cenar a mi casa y hablé por
teléfono con mi tía Alicia Lennon de Keenan para contarle las últimas
novedades. Mis padres estaban en Europa, por lo que ella se ofreció a llevarme
al barco.
Finalmente llegó el día de la partida, 16 de
mayo de 1951. Me desperté relativamente temprano, desayuné y no pensé demasiado
en el viaje, ni en la marina, ni en lo que podría suceder en el futuro
inmediato. Ordené todo mi equipo, le saqué unas manchas al uniforme y lustré
mis zapatos y borceguíes. A las cinco de la tarde mi tía Alicia llamó por teléfono y me dijo que a
las siete y media me pasaría a buscar. Así lo hizo, vino acompañada por su
esposo, a quien antes de salir de casa le serví un whisky. Al tocar ocho
campanadas el reloj, mi tío Johnny me dijo que era mejor salir con tiempo.
Llegamos a Darsena Norte
faltando unos minutos para las
nueve de la noche. Allí estaba el Bahía Buen Suceso, un transporte de tropas y carga comprado al
Canadá que desplazaba un tonelaje de 5000 toneladas, desplegando toda su
iluminación. Frente al barco se había reunido una pequeña multitud: familiares,
esposas, hijos y novias que habían ido a despedir a los tripulantes.
Me dirigí
hacia la planchada y antes de ascenderla mi tío me dio un buen apretón de
manos. Mi tía me abrazó, me recomendó cuidarme y, lo que es más importante,
comportarme como un caballero en toda ocasión. Me puso un sobre en el
bolsillo, en el que luego al abrirlo
hallaría un Franklin, 100 dólares todo un platal para la época. Demás está
decir que además de unas monedas argentinas que de nada me servirían durante el
viaje, este era mi único capital.
Una vez en sobre el barco un teniente de fragata
me indicó que me dirigiera a la cubierta de proa. Allí había otros oficiales y
algunos marinos. Al ser uno de los primeros en abordar debí esperar a que el
resto de los tripulantes hicieran lo propio.
Posteriormente fueron conduciendo
a los distintos grupos a los dormitorios, ubicados en una bodega que había sido
acondicionada para albergar a unos cuatrocientos tripulantes. Todas las camas
eran de cuatro pisos. Cuando me señalaron cual era la sección que me
correspondía, observé que era el primero en llegar, pues ninguna de las
cuchetas había sido ocupada aún. Estas tenían, a diferencia de muchas otras,
los colchones arrollados y atados con unas soguitas.
Contemplé la estructura de caño y los
elásticos de flejes, planos y duros.
Pensé, la más cómoda y la más segura, es
sin duda la más cercana al piso. Sin embargo, me incliné por ocupar la más
alta, la cual a pesar de estar muy cerca
del techo y de estar apoyada sobre una de las paredes del gran cubículo, tenía
una gran ventaja sobre las otras, desde ella y sin estirar demasiado el brazo,
podría alcanzar la manivela que controlaba un respiradero de ventilación. No me
equivoqué. En los meses siguientes fui uno de los pocos con el privilegio de
gozar de aire puro de primera mano.
En mi sector del sollado se alojaron también los conscriptos Johnny
Lawrence, Rodríguez, Dipietro, Bonifacio y Gerardo Fagin. Éramos los únicos
conscriptos de todo el contingente, que en su mayoría eran enganchados y
suboficiales. Nuestro función sería la de chóferes y traductores. No obstante,
se nos advirtió que también como soldados de la patria deberíamos realizar el
entrenamiento que realizaban los marinos y participar de las tareas de
mantenimiento y limpieza de la nave.
Finalmente a las 22 horas, sonó una sirena y un remolcador comenzó a
sacar al ARA Bahía Buen Suceso de puerto y nos internamos en las mansas aguas
del Río de la Plata. La mayoría de los tripulantes estaban en cubierta
observando como se alejaban lentamente las luces de Buenos Aires que brillaban
intensas en las aguas.
La mañana siguiente luego de desayunar formé
parte del grupo que debía baldear la cubierta de popa. Era un día claro y el
Atlántico se extendía hasta el infinito. Este sería el paisaje que se repetiría
durante días.
La rutina diaria me aburría intensamente. Y, lo más grave, el mate
cocido y la comida sin sabor y grasosa
no me caían bien. Una vez a la semana nos daban pizza, entonces aprovechaba y
comía todo lo que podía. Pero, un día tuve un golpe de suerte. Me comunicaron
que debía presentarme a las 10 horas de la mañana en la sala de oficiales donde
trabajaría como traductor. Así lo hice. Allí estaban reunidos un capitán de
corbeta y dos tenientes de fragata. El capitán me entregó un ejemplar de Civilization and its Discontents (El malestar de la cultura) de Sigmund
Freud y me dijo que diariamente tendría
que asistirlos desde las 10 hasta las
11.30 horas en la lectura de este libro,
ya que ellos tenían conocimientos limitados de la lengua inglesa. El golpe de
suerte que mencioné anteriormente nada tiene que ver con la traducción
simultánea de Freud del inglés al castellano. Todo lo contrario. Para llegar a
la sala de oficiales debía ascender la escalera de proa que llegaba a la
cubierta principal. Esta escalera estaba ubicada sobre la cocina de los
oficiales que tenía un respiradero, una pequeña compuerta en su parte superior.
Luego de la primer sesión de traducción, para ir al comedor a almorzar,
descendí esa escalera bendita y vi el
humo que salía de esa compuerta que ahora estaba abierta, su aroma era
inconfundible, carne a la parrilla. Me
acerqué, metí la cabeza por la abertura y vi una treintena de bifes asándose.
Esa noche soñé con los bifes a la parrilla. Durante dos días pensé
como podría hacer para apropiarme de uno de ellos. Hasta que hallé la solución,
me conseguí un palo de escoba. Lo llevé a uno de los talleres y con un alambre
duro le adosé una especie de anzuelo bastante abierto en uno de los extremos.
Luego lo lleve a escondidas y lo oculté bajo una lona que cubría cabos y sogas debajo
de la escalera.
Desde ese momento mi dieta cambió. Todos los días cuando terminaba
con mis sesiones como traductor, descendía las escaleras tomaba el palo con su
gancho y lo introducía en la pierna del
pantalón. Luego, ascendía nuevamente las escaleras, un escalón a la vez pues el
palo dentro del pantalón no me permitía flexionar la pierna derecha. Me detenía
frente al respiradero mirando en todas direcciones, sacaba el palo lo
introducía rápidamente por el respiradero
y ensartaba el bife que me parecía más jugoso. Una vez que tenía el bife en mi
mano lo introducía en una bolsita de nylon que metía en el bolsillo. Finalizada
la operación introducía el palo en la pierna del pantalón y lo llevaba nuevamente a su escondite. Todo el
procedimiento no me llevaba nunca más de dos o tres minutos. Después bajaba
velozmente a los dormitorios comiéndome el bife a los tarascones por un pasillo
mal iluminado. Durante los almuerzos algunos de mis compañeros de mesa comentaron
que estaba dejando mucha comida en el plato. Uno de ellos me preguntó si me
sentía bien: “No estarás enfermo Hickey”. Yo nada decía, pues si divulgaba mi
secreto, seguramente nuestro suboficial no tardaría en enterarse del asunto.
Los bifes me alegraron el espíritu y el corazón. Incluso mis
traducciones de Freud mejoraron sensiblemente. Hasta que un día mientras
trataba de capturar mi presa, el deseado bife, a través de la abertura, tiré
del palo para arriba, mientras miraba hacia todos lados para asegurarme que no
me estaba viendo nadie, y este no salió. Pensé que se abría enganchado en la
parrilla, entonces introduje la cabeza por la abertura para ver que estaba
pasando y vi al cocinero que tenía al palo agarrado con las dos manos y me
miraba con un brillo intenso en los ojos.
“ Así que vos sos el hijo de tu madre que me afana los bifes.
¡¡¡¡Guacho de mierda!!!!
Después el capitán me caga a puteadas porque me faltan bifes
y me dice que soy un boludo
que no sabe contar y todos se
ríen de mí.” Gritó.
Solté el palo y salí corriendo. Algo
preocupado pues temía que le dijera al capitán que él no era culpable de la
falta de bifes, sino que en la tripulación había un ladrón. Aunque me
tranquilizaba la idea de que no me hubiera visto bien la cara y no pudiera
identificarme. Durante un par de días, tomé mis precauciones, subía esas
escaleras a toda velocidad y después las bajaba a los saltos. No quería que el
cocinero me viera.
El tercer día, la tercera siempre es la vencida, cuando descendía
apuradamente me topé con el cocinero al pie de las escaleras. UUUyyyy!!!!!!
cagaste Patricio, pensé. La escena debió resultar divertida para un teniente de
fragata que pasaba. Yo estaba ahí, duro, los pies clavados al piso, sin atinar
a hacer nada mirando al cocinero, un tipo grandote y con cara de Bull-Dog. No
sé exactamente cuantos segundos pasaron
pero me parecieron horas. Entonces el cocinero me dijo: “Pibe, si podés,
después del almuerzo de los oficiales pasa por la cantina de popa que te
preparo un sandwich.
“Gracias”, dije al
borde del tartamudeo.
Él dio media
vuelta y descendió por una compuerta hacia
su cocina.
Medité mucho todo lo que había pasado. También pensé en el cocinero
quien era el único en toda la tripulación que podría ser considerado un
intocable, alguien que estaba más allá del bien y del mal. El único que podía
llamarle la atención era el capitán. Y, ello se debía en gran parte a que el cocinero, quien hacia más de veinte años
que estaba en la marina se consideraba a sí mismo un hombre sumamente
respetuoso de la jerarquía. Sin embargo, hasta el capitán cuando se dirigía a
él en un lenguaje impropio, lo hacía en tono de chanza; demostrando con ello
que en realidad no quería herir su amor propio, ni ponerlo de mal humor. Los
demás oficiales mantenían su distancia y hasta podría aseverar que le tenían un
poco de miedo pues no eran pocos los rumores
que circulaban entre la tripulación acerca de sus venganzas. Se decía
que si estaba molesto con alguien le escupía
la comida o quizás llegara a
condimentarla con otros líquidos excrementicios.
Pero, como dicen, la curiosidad es una fuerza incontrolable, por lo
tanto, me armé de coraje y decidí hacerle una visita en la cantina de popa.
Allí estaba sentado a una de las mesas y lo estaba atendiendo el camarero
personal del capitán. Ya había comido, estaba fumando un cigarrillo y tomándose
un whisky, seguramente de la bodega de los oficiales. Cuando me vio me dijo que
me sentara mientras le ordenaba al mozo que me prepara un buen sandwich de blanco
de pollo. Me ofreció un whisky. Decliné la oferta. Me preguntó que quería tomar
y le dije que un vaso de leche fría estaría bien. Me miró de reojo y permaneció
callado. El sandwich era algo monumental, pechuga de pollo, lechuga y tomate.
No lo podía creer. Lo engullí en tiempo record y me tomé el vaso de leche.
Habría transcurrido media hora cuando le dije que mejor me iba porque en
cualquier momento me estarían buscando. Pues, el capitán varias veces al día me
hacía llamar por los altavoces para que
le tradujera algún texto o despacho. “Está bien pibe. Cuando quieras, ya
sabés.” Le agradecí varias veces el sandwich y me retiré. En las semanas
siguientes me convertí en un asiduo visitante de la cantina donde podía comer
la misma comida que le servían a los
oficiales. A cambio de estas atenciones yo debía enseñarles inglés al cocinero
y a sus dos ayudantes quienes no sabían una palabra y esto los preocupaba
sobremanera. Me repetían constantemente: “Cuando lleguemos a Norteamérica como
vamos a hacer para hablar con las
chicas.” Mi esfuerzo, que no fue poco,
los preparó para esa eventualidad.
No son pocas las ocasiones en años posteriores en las que recordé a
ese correntino de pocas palabras que me salvó de la mala comida en ese barco.
No era demasiado afecto a la conversación, le molestaba que lo interrumpieran,
sus monólogos eran largas narraciones en las que relataba sus experiencias de
cocinero en la marina de guerra, anécdotas acerca de los oficiales a los que
había servido y sus historias de puertos y viajes. Una vez me confesó que los
rumores que existían acerca de él no eran ciertos. Eran totalmente falsos, me
aseguró: “Tengo respeto por mi oficio, nunca haría cosas así.” Pero, me explicó que él había hecho correr
esas historias para mantener a raya a los oficiales recién salidos de la
escuela naval que en su opinión: “Se querían llevar el mundo por delante.”
5
Transcurridos
nueve días de navegación, atravesamos la
línea ecuatorial, fue todo un acontecimiento. A la madrugada del 25 de mayo,
las bocinas de los altoparlantes nos
despertaron informándonos de la novedad. El oficial que se encargó de hacerlo asimismo explicó: “Este es el
círculo máximo de la tierra, perpendicular a su
eje y la divide en dos hemisferios. Su posición es equidistante a ambos
polos.” Cerró su breve alocución diciendo: “ Seguro habrán sentido el barquinazo
cuando la cruzamos.”Todo esto sucedió antes del toque de diana.
Las mañanas, debo decir, eran sumamente
complicadas a bordo pues no había cantidad suficiente de baños y duchas. No
pocas veces esto era motivo de discusiones y a veces hasta de peleas. Yo
acostumbraba cuando me despertaba ir directamente a los mingitorios, después me
daba una ducha a la carrera, me mojaba, me enjabonaba y me enjuagaba en menos
de dos o tres minutos y todavía mojado me afeitaba a toda velocidad y como
mejor podía, y me dirigía al comedor.
Aquellos que se demoraban en su aseo personal corrían el riesgo de quedarse sin
desayunar, aunque el mate cocido con leche en polvo de horrible sabor y la
galleta dura, no eran gran cosa, eran mejor que nada. Por otra parte, andar
hasta el mediodía con el estomago vacío no me hacía mucha gracia.
Esa madrugada, se nos había informado que:
“Toda la tripulación, antes del desayuno, debía formar en cubierta,
perfectamente uniformada.” Algunos de mis compañeros se preguntaban si habría
pasado algo, pues esta era la primera vez que nos ordenaban tal cosa. En menos
de media hora el misterio quedó aclarado. Celebraríamos el 25 de Mayo en
cubierta, cantando el Himno Nacional. Debo confesar que cuando los primeros
acordes de nuestra canción patria comenzaron a salir de los altavoces, sentí
una profunda emoción. Y, cuando toda la tripulación comenzó a cantar, allí en
el medio del profundo y azul Atlántico, se me puso la piel de gallina.
Luego, por unos instantes
reinó el silencio, un profundo silencio, allí en la soledad de alta mar,
bajo un sol que ascendía a estribor y una luna fantasmal que a babor se iba hundiendo en el horizonte,
hasta que el oficial de turno gritó “Viva la patria”. Entonces todos los
miembros de la tripulación instintivamente se quitaron las gorras, se llevaron la mano al corazón y gritaron a coro con toda su energía: “Viva
la patria”. Fue emocionante, todos
sentimos que teníamos algo en común. En ese momento no existieron ni el rango o
la jerarquía o las clases. Poco importó si éramos de origen provinciano o
capitalino, fuimos por unos segundos, que me parecieron una maravillosa
eternidad, argentinos.
Finalizada
la ceremonia el capitán nos felicitó.
Debimos bajar a cambiarnos el uniforme por la ropa de fajina nuevamente
y luego nos dirigimos al comedor donde
nos sirvieron una taza de chocolate y nos dieron un churro por cabeza. El
chocolate parecía aceite y el churro estaba reseco, pero al menos era un cambio
en la dieta.
La semana
siguiente no hubo ninguna novedad. El barco se desplazó suavemente sobre las
aguas tranquilas. El 31 de mayo, con las primeras luces del día, un marino que
se hallaba en cubierta divisó las costas de Puerto Rico y comenzó a dar la
buena nueva gritando, como lo hiciera
Rodrigo de Triana siglos antes: “Tierra, Tierra.”
A las ocho de la mañana de ese día el Bahía
Buen Suceso comenzaba a atracar en los muelles del puerto del Décimo Distrito Naval, ubicado en San Juan.
Al finalizar las maniobras se colocó la planchada y ascendió el teniente
comandante Robert D. Arnott, quien en representación del contralmirante
Marshall Greer, jefe de la frontera naval del Caribe, recibió oficialmente a la
nave y su tripulación.
A la gran
mayoría de los tripulantes se nos permitió desembarcar, mientras un grupo
reducido se encargaba de la operación de reabastecimiento de agua potable,
combustible y alimentos. Fuimos recibidos por un grupo de ciudadanos y
ciudadanas portorriqueños que se encargaron de organizar excursiones y otras
actividades. Recorrimos el centro colonial de la ciudad, el morro y el
viejo fuerte. Por la noche una familia
me invitó a cenar a su hogar. Esta fue una velada inolvidable, pues era la
primera vez en muchos días que habría de saborear verdadera comida casera. Me
agasajaron con sopa de pescado, luego sirvieron puerco asado con banano frito,
arroz, frijoles y de postre flan de
coco. Comí todo lo que me sirvieron y en cantidad y tomé varias cervezas bien
heladas. Tanto, que casi no podía moverme, razón por la cual, después del café
( liviano y aromático) le pedí al dueño de casa que por favor me llevara de
regreso al barco. Esa noche dormí muy bien y al día siguiente continué
explorando la ciudad.
Esta
escala en esta isla del caribe, rodeada por el Mar de las Antillas y el Océano
Atlántico, fue sumamente inspiradora. Allí, no solamente descubrí un paisaje
exuberante, cubierto de flores silvestres, orquídeas, gran variedad de
helechos, árboles, palmas y palmeras, totalmente distinto al de mi país, sino
que habría de conocer también una de las tantas variedades culturales de las
Américas. Una, que compartía la misma lengua, lo que de alguna manera me hacía
sentir en casa, como si no hubiera
salido de mi patria; o quizás como si estuviera en esa otra patria: la del
lenguaje.
El centro
histórico de San Juan con su barrio de coloridas construcciones coloniales,
protegido en el pasado por el gran fuerte español que con su artillería
controlaba la bahía, conformaba un paisaje urbano que le brindaban a la ciudad
una hidalguía hispano-criolla que no percibí en Buenos Aires.
Todos aquellos
con quienes conversé se mostraron sumamente amables y muy interesados en que
les contara como era la Argentina y, en particular, la ciudad de Buenos Aires.
Muchas de las preguntas que me hicieron se relacionaban con el tango y Carlos
Gardel.
El 1° de
junio el Bahía Buen Suceso puso proa
hacia los Estados Unidos y unos
días más tarde atracaríamos en uno de
los muelles de la base naval de Filadelfia, en la bahía Delaware, nuestro destino final.
Allí nos
reunieron en cubierta con todas nuestras pertenencias y bagajes. Nos ordenaron desembarcar y formar en el muelle.
Luego, marchando en perfecto orden, nos condujeron hacia un dique seco
donde se hallaba nuestro nuevo hogar, el
U.S.S Phoenix (posteriormente
rebautizado como ARA 17 de Octubre y ARA
General Belgrano respectivamente) adquirido ese año por el gobierno argentino.
En él nos alojaríamos durante los próximos meses. Este era este un crucero
liviano de la clase Brooklyn botado el 12 de marzo de 1938. Su armamento
sumamente poderoso estaba compuesto de una batería principal de 15 cañones de
152 mm. de calibre, dispuestos en cinco torres de tres bocas de fuego cada una,
tres ubicadas en la proa y dos a popa. Contaba asimismo con una importante
cantidad de armas destinadas a la defensa antiaérea.
El Phoenix
era un verdadero sobreviviente, había logrado salir indemne del ataque a la
base de Pearl Harbor, donde el 7 de
diciembre de 1941 sin aviso previo la fuerza aérea japonesa hundió varios
buques de guerra que integraban la flota
del pacífico de la armada norteamericana. Posteriormente sobreviviría a la
Guerra del Pacífico donde participó de la batalla de Guadalcanal y en varias
operaciones de desembarco.
Abordamos
la nave, formamos en la cubierta y un oficial asignó los sectores en los dormitorios
que ocuparía cada grupo. A mí, junto con los otros conscriptos traductores y
chóferes, me enviaron a los dormitorios del cuarto sollado, en la cuarta
cubierta de popa, a un lado de la santabárbara y debajo del hangar y las
catapultas del avión de reconocimiento de la nave. Como en el Bahía buen suceso
elegí la cucheta más alta. Pocas horas más tarde me informaron que revistaría
en el cuarto batallón de defensa antiaérea a las órdenes del teniente de navío
Brizuela, un oficial eficiente y amable, respetado por todos sus subalternos.
Con el paso de los días desarrollé cierto grado amistad con él, al igual que
con el teniente de navío Gilmore. Las conversaciones que mantenía con ellos
cotidianamente me ayudaron a sobrellevar la aburrida rutina y los momentos de
soledad.
La primera
tarea que realicé fue la de rasquetear la pintura del casco y otras dependencias, un trabajo
agobiante. Lo hice durante unos días, luego nuestro comandante, el capitán de
navío Adolfo B. Piva, ordenó que me
enviaran a su oficina para cumplir tareas como traductor y chofer. Esta no era
una tarea fácil, pues debía traducir distintos textos y despachos y servirle el
café cuando él así lo solicitara. Piva
tomaba algo así como cuarenta cafés durante su jornada de trabajo en su despacho.
Lo cual significa que yo me pasaba el día corriendo entre la cocina y sus
oficinas. En los momentos que estaba en la oficina tenía que traducir todo
aquello que él dejaba en una bandeja sobre un pequeño escritorio. Sin embargo,
los momentos de mayor inquietud y nerviosismo que viví allí, ocurrían
cuando llegaba de visita algún miembro
de la armada norteamericana. Él siempre me decía lo mismo, Hickey, aproveche a hacer su trabajo mientras vamos a
recorrer la nave. No terminaba de colocar una hoja de papel en la máquina de
escribir (norteamericana, cuyo teclado no tenía ñ, ni tilde, hecho que me
obligaba a colocar las tildes y las virgulillas posteriormente a lápiz) que ya me estaban llamando por los altavoces:
“Hickey, presentarse ante el comandante en la cubierta principal,” o “Hickey el
comandante solicita su presencia en la popa.” Esto sucedía todos los días, me
tenía corriendo por el barco como bola sin manija. No había un solo tripulante
que no me conociera. Y cuando me veían pasar corriendo repetían riéndose la
orden transmitida: “ Hickey presentarse ante el comandante en ....” Reconozco
que a pesar de terminar el día exhausto, mi trabajo tenía sus ventajas, pues el
único que me daba órdenes a mi era el comandante, lo que me ponía a salvo de la
inequidad e injusticias y mal trato de algunos suboficiales.
El capitán
Piva vivía en el barco de lunes a viernes y el fin de semana lo pasaba en un
hotel céntrico de la ciudad de Filadelfia donde se alojaba su esposa. Yo debía
llevarlo allí todos los viernes por la tarde y recogerlo los lunes por la
mañana muy temprano.
A
principios de julio el calor se volvió insoportable y con él sucedió algo muy
extraño. Miles de pulgas que tenían sus nidos dentro de los caños de las
estructuras de las cuchetas comenzaron a salir, se metieron en colchonetas y
almohadas y durante las noches nos atacaban incansablemente. Algunos teníamos
tantas ronchas en el cuerpo que daba la impresión que teníamos escarlatina o
sarampión. Dos o tres días después vino un equipo de desinfección de la marina
norteamericana y fumigó el sector de los dormitorios y lo clausuró durante 48
horas, esas noches debimos dormir en cubierta. Gracias a Dios, no llovió y
pudimos descansar tranquilamente.
La vida en
el Phoenix, en apariencia tranquila, ocultaba algunas tensiones que habían
surgido en la tripulación, que nos afectaban directamente. Este barco tenía
una cocina y un comedor de grandes
proporciones donde comíamos todos, salvo los oficiales quienes lo hacían con el
capitán en un coqueto salón. Los suboficiales estaban muy molestos por
tener que comer con el resto de la tripulación y, lo que más les agriaba el
humor, era el hecho de que no se les sirviera en la mesa pues existía un
sistema de autoservicio, para lo cual debían hacer cola junto a sus
subordinados. Y, como todos saben, si los suboficiales no están felices, le
hacen la vida imposible a todos aquellos de rango inferior.
En esos
meses se reacondicionó y modernizó el Phoenix, se le instaló moderno
instrumental para coordinar las acciones de tiro de sus poderosas baterías, un
nuevo sistema eléctrico, fue pintado y revisadas y reparadas cada una de sus
partes y botado en la base de Filadelfia.
El 17 de
octubre de 1951 se llevo a cabo en el muelle 6 de dicha base la ceremonia de
entrega oficial del crucero a las autoridades navales argentinas: La
transferencia de dos cruceros de la
armada norteamericana a la argentina, había sido acordada por los gobiernos de
ambos países. El memorandum de entendimiento había sido firmado en enero de ese
año por el almirante Carlos J.
Martínez (jefe de operaciones navales) y
el Subsecretario de la Marina de los
Estados Unidos Dan A. Kimball en el
marco de un programa de asistencia mutua.
Ese día llegó
desde Washington, nuestro embajador Jesús Hipólito Paz a quien al acercarse al
barco se le rindieron honores militares.
Posteriormente sobre cubierta hicieron
uso de la palabra el capitán P.C.
Creasor, comandante del subgrupo Dos de la Flota de Reserva del Océano
atlántico; el obispo Hugh lamb, de la arquidiócesis de Filadelfia; el capitán
Willard Suits, de la Flota de Reserva
del Océano Atlántico; el almirante John H. Brown, comandante del Cuarto Distrito
Naval; el Capitán P.H. Fitzgerald, de la División de Asuntos Panamericanos
y Archibald R. Randolph de la Oficina de Asuntos Interamericanos del
Departamento de Estado, quién tenía a su cargo la sección Río de la Plata. Una
vez finalizados estos discursos introductorios el capitán Willard Suits realizó
la transferencia formal de la nave al Almirante Pedro Insausarry, quien en su
condición de jefe de la delegación naval argentina pronunció un discurso de
agradecimiento en el que destacó la amistad entre ambas naciones y luego hizo
entrega del mando del U.SS Phoenix rebautizado como 17 de Octubre
(posteriormente sería rebautizado nuevamente como Crucero general
Belgrano) al capitán Adolfo B. Piva. El
acto fue cerrado con las motivas palabras
de nuestro embajador y se izó en el
mástil principal el pabellón nacional y la nave fue bendecida por el capellán Gabriel Naughten de la marina norteamericana.
Finalizado el acto protocolar hubo una gran recepción en la cubierta de popa
para los oficiales y los invitados.
El Phoenix que habíamos conocido en un dique seco con la
pintura desteñida y manchas de óxido brotando de sus lados y torretas se
hallaba ahora estaba totalmente restaurado y reequipado y lucía gallardo sus estandartes y banderas,
cuando levamos anclas y salimos a mar abierto, dirigiéndonos hacia la Estación
Naval de Norfolk, en el estado de Virginia. La distancia entre una base y la
otra es de aproximadamente unas 400 millas, un viaje de unas pocas horas. Pero,
en esa primer prueba de navegación se produjo un desperfecto en la sala de
máquinas. Obligando a desplazar a una
velocidad mínima demorando nuestro arribo a Norfolk donde la nave sería
reparada.
En la bahía de
Chesapeake el estuario más grande de los Estados Unidos la tripulación
argentina fue instruida respecto de todos los aspectos técnicos del barco por
ingenieros y mecánicos de la armada norteamericana. También se realizaron
zafarranchos de combate, de abandono del barco y aprendimos a utilizar el
sistema para combatir incendios a
bordo.
Y, finalmente cuando el comandante estimó que estaban
dadas las condiciones se realizaron las pruebas de máquinas y los ejercicios de
tiro naval y antiaéreo. Salimos a la bahía de Chesapeake donde a una distancia
de varios kilómetros se había colocado una balsa con un blanco y el capitán dio
la orden a los artilleros que ocuparan sus puestos de combate, cargaran los
poderosos cañones de 152 mm., pues íbamos a abrir fuego. Todas la torretas
giraron a babor, perfectamente coordinadas por el nuevo sistema de tiro, en dirección
al lejano blanco, imposible de
ver desde la cubierta y a la voz del capitán abrieron fuego al unísono. El
ruido fue atronador y el barco se sacudió fuertemente, haciéndonos
trastabillar. Yo, como asistente del capitán, me hallaba en el puesto de mando
y pude observar con unos binoculares que me prestaron la caída, varios segundos
después, de los proyectiles a metros del blanco levantando enormes columnas de
agua. Luego de varias andanadas logramos dar en el blanco pulverizándolo, todos
los oficiales estaban felices pues habíamos pasado la prueba con honores.
Las semanas siguientes permanecimos en Norfolk poniendo
a punto los últimos detalles de la nave. Los sábados y domingos con algunos
compañeros íbamos a descansar a una playa cercana, Virginia Beach. Allí la infantería de marina norteamericana,
U.S. Marine Corps, estaba preparándose para realizar maniobras de desembarco de
las que participaría como invitado un pelotón del 17 de Octubre.
El capitán Piva me comisionó para que actuara como
enlace con los oficiales norteamericanos pues los integrantes del pelotón que
nos representaría en el ejercicio no hablaban
inglés. Así fue que me pase varios días descendiendo por unas
escalerillas de soga de un gran barco de
transporte a las barcazas de desembarco, las que al llegar a la primera
rompiente abrían sus compuertas. Entonces debíamos saltar al agua que nos
llegaba a la cintura. Esto que parece simple, no lo era, pues todos llevábamos
equipo completo, casco y fusil, lo que dificultaba hacer pie. Cuando llegamos a
la playa debimos arrastrarnos unos 150 metros sobre la arena sorteando
distintos obstáculos y alambres de púas, hasta llegar a unos montículos y
casamatas que representaban las defensas enemigas. Repetimos todo esto varias
veces. No veíamos la hora de que las
maniobras terminaran pues estábamos
hartos de tragar agua salada y comer
arena.
En los primeros días de diciembre la tripulación del
crucero 17 de Octubre fue sorprendida
por la noticia de que en los próximos días emprenderíamos el regreso a la patria,
esto levantó el ánimo de la tripulación, la que
estaba algo deprimida, luego de varios meses en tierras extranjeras.
En los primeros días del mes el 17 de Octubre zarpó a toda máquina rumbo
al Atlántico Sur, la proa enfilada definitivamente hacia Bahía Blanca, destino
final: Puerto Belgrano. El regreso, a pesar de la alegría del retorno a casa,
fue un infierno, el comandante Piva ya no tuvo utilidad para un traductor y me
destino a la comisión de víveres donde pelé papas toda una semana y como si esto
no fuera suficiente me ordenaron sacar los pollos de la cámara frigorífica,
para ello era necesario ponerse unos guantes de cuero gruesos y romper los
bloques de hielo, dentro de los cuales estaban congeladas las aves, con un hacha de mano. Un día me olvidé de
ponerme los guantes y agarré un pollo súper congelado de las patas, una de sus
uñas me cortó la palma de la mano, la que se infectó. Tuve que pasarme ocho
días visitando la enfermería, donde un enfermero con ínfulas y aires de gran
doctor gozaba inyectando penicilina.
No puedo precisar con exactitud cuándo divisamos las
costas argentinas, considero que fue entre el 17 y 18 de diciembre de 1951, el
19 atracamos en la Base naval de Puerto Belgrano y al día siguiente, el 20 de
diciembre de 1951, el teniente de navío
Luis E. Bellitti, jefe de licenciamiento, me firmó la baja y me devolvió
ceremoniosamente la Libreta de
Enrolamiento, diciéndome que ahora que regresaba a la vida civil no olvidara
todo aquello que aprendí bajo bandera.
Inmediatamente me dirigí al baño más cercano, me saqué el uniforme, me
vestí con un traje todo arrugado que tenía en mi bolsa y me dirigí a Bahía
Blanca donde tomé un tren hacia Plaza Constitución, Buenos Aires, hacia mi
hogar en el barrio de Belgrano.
6
Este relato no es el punto final de mis experiencias en
la marina. Dos largos años. El primero rutinario y aburrido, trabajando en el
Ministerio de Guerra, el restante prestando servicio en el destructor 17 de
Octubre, a miles de kilómetros de mi país y en condiciones de vida que no eran
del todo aceptables. Este es el punto al que quería llegar pues incluso para
alimentarme correctamente debí recurrir a mi imaginación y creatividad.
El grupo de conscriptos que yo integraba, a diferencia
de los suboficiales y enganchados,
percibía lo que podríamos llamar un salario de hambre, unos pocos pesos
que al ser cambiados a dólares, no nos servían para nada.
Los primeros meses estando en Filadelfia gane algún
dinero traduciendo la correspondencia de muchos tripulantes que habían hecho
amistad con muchachas norteamericanas. Yo cobraba por carta. Las escritas en
inglés que recibían los marinos no presentaban mayores inconvenientes pues hacia una rápida traducción simultánea
mientras las leía. El problema residía en las respuestas que incluían complejas
proposiciones y declaraciones de amor eterno que yo debía redactar en inglés y
que debían ser “muy románticas”. Esto me llevaba más tiempo, debía hacerlo en
la oficina y a escondidas del comandante que en una ocasión me había dicho que
no perdiera tiempo en esas cosas distrayéndome de mi trabajo oficial. Por lo
tanto lo que podría haber sido un trabajito rentable no lo era pues mi producción estaba limitada.
Todas las noches me dormía pensando que podría inventar
para mejorar mis ingresos. Cierto día un compañero me ofreció hacerme socio en
las ganancias de unas máquinas expendedoras de gaseosas que habían colocado en
la nave. Le pregunté de que se trataba. Me dijo que era muy simple. Lo habían
destinado a recargar las máquinas con las botellas y había descubierto que
modificando unos tubos que transportaban el cambio en monedas, él podía
redirigirlas a una bolsa que iba a colocar dentro de la máquina, y todas las
mañanas cuando le entregaban la llave para abrir las máquinas y reponer las
botellas faltantes, lo único que habría
que hacer era sacar la bolsa y repartir las ganancias. Pero, necesitaba un
ayudante, quien debería pasar casualmente por allí cuando él hacía este trabajo
y llevarse las monedas recaudadas, porque él al terminar tenía que ir y
entregar la llave a la sala de oficiales y no podía correr el riesgo de que
descubrieran que tenía los bolsillos llenos de monedas. Todo parecía muy fácil,
sin embargo, le dije que no y él se busco otro ayudante más osado. Menos mal.
A los dos o tres días que comenzó a quedarse con las monedas del cambio
sucedió lo previsible, jaurías de marinos furiosos comenzaron a patear las
máquinas descontroladamente y a gritar e insultar a la empresa proveedora. Mi
amigo se salvó, pues antes de que interviniera algún oficial, se las ingenió
para arreglar las máquinas para que funcionaran normalmente.
Los fines de semana teníamos licencia y yo recorría
Filadelfia, allí descubrí que existían
en el centro de la ciudad albergues y cafeterías de la Cruz Roja Internacional y de la organización hibernoamericana Caballeros de Colón donde
los uniformados podían desayunar o
merendar gratuitamente. Para ello había que ir de uniforme, esto tenía sus
inconvenientes pues en la mayoría de bares y tabernas de la ciudad no admitían
uniformados. La solución a este dilema se presentó casualmente un viernes por
la tarde. Yo estaba desembarcando para ir al centro de la ciudad cuando un
suboficial me llamó y me dijo que varios suboficiales querían hablar conmigo.
Me citó en el bar de un modesto hotel
céntrico donde tenían alquilado una habitación que utilizaban para cambiarse a
ropas civiles y así poder ingresar en
todos aquellos centros de diversión vedados a los que vestían uniforme. Allí me
explicaron que necesitarían de mis servicios como traductor y chofer durante
los fines de semana. Varios de ellos querían hacer algunos tours a otras
ciudades, pero no sabían el idioma y no tenían registro de conductor, por lo
tanto si yo aceptaba ellos me pagarían una suma fija, los gastos durante el
viaje y también me darían una llave a la
habitación del hotel para que pudiera cambiarme el uniforme.
Acepté encantado, y así nació Patricio Hickey tours. Los
viernes por la noche se reunía el
dinero, el sábado muy temprano yo alquilaba un auto y transportaba a cuatro
pasajeros al lugar elegido. Así pude conocer
Nueva York, Washington, las cataratas del Niágara, Nueva Jersey y Atlantic City, entre otras ciudades. Y,
además, recorrer minuciosamente Filadelfia e ir varias veces a Camden (Nueva
Jersey) y a Virginia beach, donde había excelentes tabernas y salones de
baile.
Los nuevos ingresos me facilitaron la vida. Podía comer
en restaurantes, comprar diarios y revistas, ir al cine, darle una propina al
cocinero y al pastelero del comedor de oficiales para que me dejaran comer con
ellos el mismo menú que los oficiales. Y, algo más importantes comprarme algo
de ropa.
Entre los miembros de la tripulación estaba el cabo
mayor de máquinas García, el Chiquito
García, apodo engañoso porque el hombre medía 1, 94 cm y pesaba 110 kgs. y era el campeón de box de la flota de mar
argentina. Debido a ello gozaba de un permiso especial para realizar todas las
mañanas ejercicios en la cubierta de proa. Una mañana en la que el comandante
estaba en tierra fui a mirarlo realizar su entrenamiento y él me preguntó si me
interesaba el box. Le conté que un amigo mío en Buenos Aires, Wency Escalante,
tenía un instructor personal de box y yo participé de varias clases e incluso hice guantes con ellos. Sus ojos se iluminaron y me preguntó si no me
animaba a hacerle de sparring, con el cuidado del caso, dada la
desproporcionada diferencia de peso y altura. Sólo necesitaba, me explicó un
sparring para marcar los movimientos y ablandar la cintura. Le contesté que lo
consultaría con el comandante. Así lo hice y el capitán Piva accedió de
inmediato, informándome que en pocos días el cabo García debía enfrentar al
campeón de la marina norteamericana y que debería colaborar al máximo de mis
habilidades para que García tuviera una excelente condición física.
De este modo comencé mis días de sparring y asesor
boxístico. El primer día que hicimos guantes, en un descuido García tiro una
derecha que me dio de frente y me dejó la nariz totalmente inflamada (medio
siglo más tarde un examen médico descubriría que tengo el tabique nasal
desviado) pero, después de ese incidente Chiquito midió sus golpes y todo
anduvo bien.
El día de la pelea nos trasladamos al gimnasio de la
base con un grupo grande de tripulantes de nuestro barco. Esa noche debuté como
asistente, yo ocupé su rincón, lo asesoré lo mejor que pude, colocaba el banco
y le refrescaba con agua la cabeza y el torso entre round y round, en una pelea
pactada a cinco vueltas. El oponente era negro y el público, en su mayoría
norteamericano, blanco. Por lo tanto se inclinaron por el argentino que desde el primer round salió con una clara
vocación ofensiva, acorralando al norteamericano contra las cuerdas. El publicó
estalló en ovaciones y al ritmo de
Garcia, Garcia (pronunciado sin acentuar la silaba final) gritaba: “kill him, kill him...” (matálo, matálo). No
obstante los pedidos del público, García no se extralimitó cuando su oponente
daba muestras de cansancio y todo terminó en un salomónico empate. Esta pelea
le dio cierto renombre a García y cuando nos trasladamos a la base de Norfolk
hizo varias más. Los boxeadores, a pesar de estar bajo bandera, recibían como pago un porcentaje de las
entradas. Chiquito a pesar de mi dedicación no hacía grandes progresos con el
inglés, por lo tanto tuve que actuar como su
asistente y representante. Yo colaboraba
en la organización y el cobro de cada pelea y el me daba un pequeño porcentaje
de sus ganancias. No era gran cosa pero era una ayuda.
Debo reconocer que en aquellos días ya lejanos me
entusiasmé con el boxeo y a mi regreso a Buenos Aires decidí practicarlo. El
Bebe Jarolasky me recomendó ir Martínez Boxing Club, ubicado en la localidad
homónima. En esa institución la que hasta el día de hoy recuerdo con afecto,
aprendí las normas establecidas por el marqués de Queensbury y realicé la
intensa preparación física que demanda ese deporte. También hice guantes y fui sparring
de varios boxeadores profesionales. En el campeonato nacional amateur de
aquella época gané una pelea, en la
categoría Medio Mediano (hasta 72 kgs) que fue transmitida por Canal 7. Hecho
que trajo algunos problemas porque mi padre se enteró de mis actividades
boxísticas y se molestó muchísimo. Me decía que ese deporte no era para mí.
Tenía razón. Después de mi primera pelea que fue a tres rounds comprendí lo
duro que era este deporte. No había un sólo músculo del cuerpo que no me
doliera.
Hacia el final de mi estadía en los Estados unidos el
capitán Ierbollino, encargado de llevar las finanzas del buque y de pagar los
sueldos decidió que era tiempo de que el grupo de cinco conscriptos recibieran
una mejor remuneración. En nuestra condición de chóferes y traductores nos
equiparó el salario al de los cabos.
Han pasado casi seis décadas y no he logrado olvidar dos
momentos que produjeron malestar y tensión en la tripulación durante aquel año
vivido a bordo del General Belgrano. El primero ocurrió en septiembre de 1951
cuando tuvimos noticias de la fallida sublevación del general Benjamín
Menéndez. Este hecho produjo una división entre los tripulantes y no fue
simplemente una división signada por la clase a la que pertenecía cada uno.
Entre los oficiales había legalistas y opositores al gobierno del general Juan
Domingo Perón. Lo mismo sucedía entre los suboficiales y la marinería. La mayor
preocupación de aquellos que no tenían simpatías por el gobierno se produjo
cuando recibieron noticias que se había declarado el ‘Estado de guerra interna’
que le brindaba al gobierno atribuciones
para detener personas y allanar domicilios sin respetar las normas legales
vigentes. Ellos temían por la suerte que pudieran correr los opositores al
gobierno, entre los que tenían amigos y familiares.
El otro suceso que causó revuelo, fue un rumor, que se
esparció a la velocidad del rayo entre todos. En octubre, todos comentaban que
existía la posibilidad de que nuestra nave una vez que zarpara enfilaría hacia
el Lejano Oriente. Allí, nos integraríamos, se decía, a las fuerzas militares
conjuntas de las Naciones Unidas que combatían en la Guerra de Corea, la que se
había iniciado en junio de 1950. Esto finalmente fue solamente una falsa
noticia. No obstante produjo bastante malestar en las tripulaciones del 17 de
Octubre y del 9 de Julio, no me referido a este último barco, pues no teníamos
comunicación con sus tripulantes. Se dijo asimismo, en los días previos a
nuestra partida de regreso a la Argentina que unos diez marinos suboficiales y
enganchados frente a la posibilidad de que tuviéramos que combatir en la Guerra
de Corea desertaron, huyeron de la base y se quedaron ilegalmente en los
Estados Unidos. De esto se habló mucho en el barco. La mayoría de los marinos
estábamos dispuestos a cumplir con las
órdenes, fueran las que fueran, sin importar donde nos enviaran.
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