martes, 10 de abril de 2012

I Infancia- Juventud. Viejo Barrio de Belgrano- Iglesia de San Patricio- Belgrano Athletic Club- Viaje a Irlanda- La familia Roe- Verano en Mar del Plata- Segunda Guerra Mundial- Capilla del Señor- Familia Lennon.


         
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Mi certificado de nacimiento expedido por el Registro Provincial de las Personas, confirma que nací en Olivos, partido de Vicente López, el 16 de septiembre de 1929; localidad en la cual mis padres, luego de su casamiento en 1927, tuvieron casa durante un brevísimo periodo de su vida.
A pesar de este, en mi opinión casual incidente bonaerense o provinciano si se quiere, debo dejar aclarado que me  considero un porteño por derecho propio y hago mías, aunque muchos dirán que no me corresponde tal cosa,  las palabras de Carlos Guido Spano cuando en Trova nos dice: He nacido en Buenos Aires / ¡ Qué me importan los desaires / con que me trate la suerte!/ Argentino hasta la muerte/ He nacido en Buenos Aires. 
Estimo que fue en 1930, si no me fallan  los cálculos, cuando nos mudamos al barrio de  Belgrano ‘R’ ( la R representaba a la ciudad de Rosario, pues ese ramal del ferrocarril llegaba hasta la Chicago argentina; diferenciándolo del Belgrano ‘C’ o Belgrano Costa que tenía su estación terminal en Tigre)  donde adquirieron una casa de dos plantas en la calle Pampa 3132, entre Freire y Zapiola.
Allí surgen mis primeros recuerdos acerca de hechos  que sucedieron en mi infancia. El primero y más traumático, fue el incendio que se desató en la planta alta de nuestra casa, una experiencia terrible. Todos debimos salir a los apurones a la calle mientras los bomberos que llegaron precedidos por las ensordecedoras sirenas se preparaban para apagar las llamas. Luego, ubicado junto a mi familia en la  vereda de enfrente observé el dantesco espectáculo, el humo que en espesas y negras columnas salía por las ventanas del piso superior.  Sin embargo, lo que más me llamó la atención y, aún retengo con nitidez en mi memoria,  es la  conversación de algunos curiosos y vecinos reunidos allí. La cual no se refería al incendio de mi casa, ellos hablaban de otro incendio lejano, ocurrido ese día o el anterior en Medellín, Colombia, donde el fuego, alimentado por el combustible de los dos aviones de pasajeros que chocaron en la pista del aeropuerto de la ciudad de la eterna primavera, en  uno de los cuales viajaba Carlos Gardel, incineró la voz  más representativa de los porteños. 
El barrio en aquellos años se caracterizaba por sus casas de una y dos plantas, los jardines cuidados y sus calles empedradas y arboladas por las que podía caminar tranquilamente con mis hermanos: Ena María y Juan Roe. Un amigo cuyo nombre no delataré, lo llamaba la Pequeña Irlanda, pues  sostenía que Belgrano R  estaba infestado de Irlandeses, en realidad hiberno argentinos de primera, segunda y tercera generación, tan porteños como el que más.
 En nuestra cuadra vivía la familia Oliver, cuyos hijos mayores que nosotros, Eddie, Jack y Jerry, quién moriría posteriormente en combate, se enrolaron en las fuerzas armadas británicas cuando se declaró la Segunda Guerra Mundial  y las dos hijas Elsie y Nora  prestaron servicio como enfermeras durante el conflicto.
En la vereda opuesta vivían los Hughes, padres de Sonia y David, con quienes mantuvimos una duradera amistad y los Forrester, otra de las familias que harían de Belgrano R su patria chica. La esquina de Zapiola y Pampa se caracterizaba por un edificio de planta baja perteneciente al ferrocarril que albergaba locales comerciales, allí funcionaba el almacén Nicomar; sobre la vereda opuesta a escasos metros del paso a nivel y con amplias vidrieras que daban a  Pampa estaba ubicado el Bazar Europa.
En la dirección contraria, es decir hacia Freire vivía la familia Grooves y en la propia esquina cruzando Freire tenían casa los Olivari (aún permanece allí su antigua residencia); esa esquina habría de marcar un hito en la libertad de enseñanza, pues en la mano de enfrente se instalaría definitivamente el Pestalozzi Schüle (actual Colegio Pestalozzi)  fundado por el doctor Ernesto Alemann en 1933, director del Argentinische Tageblatt, el periódico que representaba al sector democrático y liberal de la sociedad alemana en la República Argentina. El doctor Alemann junto a otros miembros de su comunidad se vieron impulsados a tomar este iniciativa cuando comprobaron que en otros colegios germanos de la ciudad,  con  el auspicio del embajador alemán Edmund von Thermann difundían la ideología y los símbolos del nacional socialismo.
El primer director del Pestalozzi fue el doctor Alfred Dang, un profesor  proveniente de una familia católica quien había abandonado la docencia por el periodismo para denunciar al régimen nazi en Europa, hecho que puso en peligro su vida y lo llevó aceptar la invitación que le hiciera Alemann;  trasladarse a nuestro país y retomar su actividades educativas. Otras familias vecinas eran las de los Dickson, Jacobs y Satanowsky (Pampa,entre Freire y Conde) y  Murchison (Freire, entre Pampa y Virrey del Pino). En la manzana delimitada por Pampa, Freire, Sucre y Conde, con entrada por la esquina de Pampa y Conde, existía un predio que ocupaba casi la mitad de la manzana, donde el ferrocarril había construido un imponente chalet de claras reminiscencias inglesas destinado como vivienda de su General Manager (gerente general). Este contaba con   grandes jardines y un gran molino de viento. En la década de los 70 fue demolido y se construyeron allí un conjunto de edificios de vivienda de dudosa belleza conocidos como los monoblocks de  Pampa.
Mi madre, realizaba la compra de alimentos secos y bebidas en El Fénix, donde medio Belgrano tenía cuenta corriente. Este almacén ocupaba dos terrenos en la ochava de Pampa y Superí. Nunca podré olvidar su imponente entrada con puertas vaivén y cristales biselados y el salón de ventas, sus grandes mostradores y alacenas de buena madera, en las que se exponían los mejores productos nacionales e importados. La administración  de este establecimiento, propiedad de la familia Fernández,  quedaría con el paso del tiempo a cargo de los hijos varones Manuel y Arturo que lo explotaron hasta bien entrados los años 60. Actualmente ocupa parte del predio una entidad bancaria cuya arquitectura no mantiene ningún vestigio del elegante Fénix. Los pedidos se hacían la mayoría de las veces por teléfono y eran entregados rápidamente por los repartidores  en unos triciclos impulsados a pedal que tenían al frente una gran caja con tapa con el nombre del comercio propietario del mismo pintado en elegante  caligrafía al frente y los costados. Es extraño, no puedo decir con exactitud donde comprábamos la carne, creo que en el mercado al aire libre  que se montaba semanalmente en Superí  y Virrey Olaguer y Feliú, actual Colegiales, conocido en aquella época como Villa Calabria, por la gran cantidad de calabreses que se habían asentado allí, los que en su mayoría tenían en la zona quintas de verduras que comercializaban en las inmediaciones. Lo que siempre recordaré es la presencia de los carros tirados a caballo del lechero, el panadero, el pollero y huevero, el escobero etc. Estos recorrían las calles del barrio y realizaban sus ventas casa por casa. A medida que se acercaba la Navidad recorría las calles del barrio el pavero que arreaba una treintena de pavos por la calle, increíble pero cierto, los pavos caminaban por la calle libremente y si alguna señora deseaba comprar uno debía elegirlo y el  pavero con un alambre de unos cuatro metros de largo con un gancho en uno de los extremos lo atrapaba de una de las patas, luego se las ataba  con un hilo grueso y hacía entrega del mismo, vivo o muerto. Esto último  de acuerdo a las preferencias de las clientas; si le pedían que lo faenara, allí mismo al borde del cordón de la vereda  lo pasaba a degüello. La recolección de residuos se realizaba por la mañana con grandes chatas  tiradas a caballo. Yo me detenía a mirarlos pues siempre me maravilló observar la habilidad de los conductores para manejar esos enormes percherones con golpes suaves de rienda mientras que en voz alta y clara les ordenaban moverse con un “Vamos..” o detenerse diciéndoles “Quieto caballo”. En muy contadas ocasiones los vi hacer uso de los largos látigos que llevaban sobre el pescante. 
Tendría yo alrededor de 5 años cuando mis padres me inscribieron en la escuela de Mrs. Tegner donde hice mis primeras letras en inglés. El salón de clases se hallaba  en su domicilio particular en Pampa y Estomba donde  asistían niños y niñas de diferentes edades, la mayoría provenientes de hogares anglo parlantes.          Tiempo después me inscribieron en el Buenos Aires English High School, donde mi carácter dicharachero me jugó más de una mala pasada. Tenía la costumbre de distraerme, hablar en clase e incluso participar junto con mis compañeros de alguna broma inocente, como ocultarle el cuaderno a alguno de ellos o hacer morisquetas o imitar al profesor mientras este escribía en el pizarrón. Siempre lograba mi propósito, hacer reír a los demás. El único que no lo hacía era el maestro quién invariablemente me llamaba al frente, me obligaba a apoyarme sobre su escritorio y me golpeaba enérgicamente con un largo puntero en las manos o en las nalgas. Esto  variaba de acuerdo a su humor. No obstante, yo continué con mi comportamiento habitual y el castigo corporal se intensificó con el tiempo. Enterados mis padres de ello decidieron trasladarme al colegio Manuel Belgrano de los Hermanos Maristas, en Pampa y Cuba. Allí terminé la escuela primaria junto a Roberto ‘Donny’ Waller,  a quien había conocido en el Buenos Aires High School.
Todos las mañanas repetía la misma rutina iba caminando desde mi casa hasta el colegio, luego regresaba a comer al mediodía y volvía nuevamente, cuatro veces por jornada recorría la calle Pampa hasta Cuba, ida y vuelta.  Me conocía esas calles y veredas de memoria. En ocasiones otros alumnos del Manuel Belgrano como los Britos que vivían en Superí y Pampa  se me unían en esas caminatas.
Los domingos en casa nos levantamos muy temprano, nos vestíamos con nuestras mejores ropas, desayunábamos y caminábamos hasta la Iglesia de San Patricio en la calle Estomba donde regularmente asistíamos a misa con nuestros padres. Debo aclarar que aquellos eran tiempos preconciliares y mis padres que habitualmente comulgaban no desayunaban hasta  regresar  a casa,  pues en aquellos tiempos previos al Concilio Vaticano II los fieles debían, si deseaban comulgar, realizar varias horas de ayuno. Aún resuena en mis oídos la música de las oraciones dichas por el sacerdote en latín.
La Iglesia de San Patricio ocupó un lugar central en nuestras vidas durante muchos años. La construcción del templo actual tiene una larga historia que comienza en 1928 cuando es elegido arzobispo de Buenos Aires fray José María Bottaro quien durante su gestión impulsó la creación de nuevas parroquias, entre ellas, la de Belgrano R que fue  habilitada  por las autoridades religiosas el 1° de enero de 1929. En ella se decidió erigir un templo dedicado a San Patricio el santo patrono de Irlanda.
La tarea le fue encomendada a los sacerdotes de la rama irlandesa de la Sociedad del Apostolado Católico, fundada por Vicente Pallotti quien fuera proclamado santo en 1963 por el papa Juan XXXII, luego de un  proceso de canonización que duró décadas.  El primer cura párroco Tomás Dunleavy, quien fue asistido en las tareas espirituales por  los sacerdotes Tomás Phelan  y Juan Santos Gaynor, inauguró en aquellos días  una pequeña capilla en Echeverría 3773. Posteriormente se adquirirían terrenos sobre Estomba y Echeverría donde se  erigió con el aporte de los fieles una iglesia provisoria construida en su totalidad  con chapa corrugada que  en la actualidad funciona como comedor de la escuela parroquial.  Este templo de arquitectura funcional inaugurado el 30 de marzo de 1930,  fue bendecido por el  obispo auxiliar de Buenos Aires, monseñor Fortunato Devoto.
Siempre sentí cierto afecto  por esa iglesia con algo de galpón portuario, donde semana a semana asistíamos a los servicios religiosos junto a decenas de vecinos; no obstante, la simpatía que despertaba el templo de chapa, la comunidad aspiraba  a contar con un edificio de material y de mayores dimensiones e imponencia arquitectónica. A tal efecto se constituyó la Saint Patrick’s Society of the River Plate (Sociedad San Patricio del Río de la Plata) que se encargaría de recolectar fondos para el nuevo templo parroquial., en la que trabajaron incansablemente Lina Pruden de Petty, Ursula Julia, Elysabeth Carroll  y mi madre Ana Matilde Lennon de Hickey que contaron con la valiosa colaboración de Colin McLeod, esposo de  Ana Luisa Feeney.
 Una de las actividades más recordadas de esta institución fue la realización de kermeses anuales las que comenzaban en las primeras horas de la tarde y terminaban a la madrugada, en las que se montaban puestos de juegos,  de venta de productos donados, de antigüedades, de libros de viejo etc. También se organizaban rifas y las dos actividades centrales que atraían a centenares de personas eran el Five O’clock Tea and Cakes y la gran cena que comenzaba a las nueve de la noche en punto y en la que uno de los platos más requeridos era el pavo relleno. Al finalizar la cena se abría el bar y comenzaba el baile. En los primeros años estas verdaderas fiestas comunitarias se realizaron en los salones de la Sociedad Española de Belgrano.
 

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Algunos años más tarde nos mudaríamos de la casa de Pampa a Freire 1779, a la vuelta de la esquina, una casa de dos plantas, patio interior  y sótano en cuyo frente había un pequeño jardín. La fachada ascética y despojada, en la que las líneas rectas compartían el espacio con las curvas y un portal rematado por un arco de medio punto, daban testimonio del eclecticismo que afectó a los arquitectos locales en las primeras  décadas del siglo XX.
Esta casa en la que habría de transcurrir gran parte de mi vida estaba  a escasas cuatro cuadras de distancia del Belgrano Athletic, el club que sería algo así como mi segundo hogar. Durante el otoño y el  invierno jugaba al rugby y en la primavera al tenis. En octubre, cuando abrían la pileta  y, hasta los primeros días de diciembre, en que partíamos de vacaciones al mar, iba al club todos los días de la semana. Durante la temporada de Rugby, todos los martes y los jueves teníamos entrenamiento obligatorio. Esos días luego de  salir  del colegio me apuraba para llegar a casa, me sacaba el guardapolvo gris, merendaba alguna cosa, cargaba mi bolso con la camiseta y los botines y salía corriendo hacia el club. En los meses de invierno cuando llegaba a la cancha en Virrey del Pino 3456, ya caían las primeras sombras. Nos teníamos que cambiar en el vestuario de la pileta, donde tiritábamos de frío, pues no había ningún tipo de calefacción. Después venía lo más aburrido, correr cuatro veces alrededor de la cancha y  hacer gimnasia durante media hora, antes de organizar una tocata o una tacleata en la que nos divertíamos como locos. Los sábados nos reuníamos en el club y partíamos en los autos de los padres de Hiusman, Milas y otros,  a los distintos clubes donde teníamos partido, los que por lo general estaban en los suburbios. No siempre lográbamos reunir el equipo completo, el rugby no era lo popular que es ahora y además Belgrano tenía pocos socios. Llegamos a salir a la cancha con 12 jugadores; alguna vez éramos tan pocos que no  pudimos  presentarnos,  perdiendo los puntos por “walk over”.
 El rugby me marcó profundamente, pues me hizo comprender dos cosas fundamentales en la vida, el trabajo en equipo y la importancia de la amistad cuando esta es solidaria y desinteresada. Estos valores nos fueron transmitidos por nuestros entrenadores a través de los años, entre ellos John Knox y George Cavanagh, quienes durante la Segunda Guerra Mundial, combatirían como voluntarios en el ejército británico, participando en combates en distintos frentes.
En las vacaciones de 1937, mi tío Johnny Keenan y su esposa  Alicia Lennon me invitaron  a acompañarlos, junto a mis dos primos y amigos David y Charlie, a Bariloche. Realizamos el viaje por tierra en un flamante Ford, pues mi tío era funcionario de dicha empresa. No puedo determinar en que punto del trayecto la angosta cinta asfáltica  desapareció y la ruta al sur se transformó en  largos trechos de ripio y tierra. En no pocos lugares el camino era apenas una huella que atravesaba profundos guadales en los que el automóvil parecía estancarse, hundirse. Mi tío un buen conductor y  amante de la velocidad controlaba a puro volantazo la dirección y acelerando y desacelerando lograba que el Ford, a puro rugido de sus 8 cilindros, saliera airoso de esas trampas de polvo suelto en las que   podría quedar atrapado, encajado.  Él,  a diferencia de mi tía, se divertía con las dificultades que le ofrecía el terreno. Ella manifestaba su preocupación, preguntándose  en más de una ocasión que haríamos en el caso de quedar varados en la inmensidad de esos páramos desiertos.  Sí, efectivamente eran  páramos, sí páramos desiertos, donde podían horas antes de que viéramos algún otro automóvil o camioncito, circulando en dirección contraria. En el trayecto pasamos algunos sulkys y carros detenidos al costado del camino y con mis primos saludamos efusivamente, agitando los brazos y gritando adioses a los paisanos que los conducían. Este viaje duró  varios días e hicimos tres o cuatro paradas, no tengo grandes memorias de los sitios en que hicimos noche, eran hospedajes bastantes primitivos de baño compartido. En la última etapa del viaje a media mañana  se produjo una gran tormenta y comenzó a llover grueso y fuerte, obligándonos a detenernos en la estación de servicio de un pequeño poblado donde esperamos a que pasara el temporal. Los lugareños que estaban allí le recomendaron a mi tío que hiciera noche y reiniciara su viaje al día siguiente cuando los caminos estuvieran más secos y el agua se hubiera escurrido. Él  asumió estas recomendaciones como un reto. Mandó a colocarle las cadenas a las ruedas y partimos cruzando charcos, barriales y ripios enlodados. El Ford ahora obligadamente rugió de continuo, en ocasiones sus roncos rugidos se transformaban en  agudos gemidos,  parecía un león herido, sin embargo no se rindió, transportándonos heroicamente hasta Bariloche.
Esta ciudad de la que tanto habíamos oído hablar durante el viaje, era entonces un pueblito idílico donde vivían muchos extranjeros a la orilla del Nahuel Huapi, en el que sólo nos animamos con mis primos a mojarnos los pies, no sólo por la baja temperatura de sus aguas, sino por otra clase de temor, pues en el hotel Italia donde nos quedamos, una señora en un castellano quebrado nos relató fantásticas historias de monstruos increíbles que habitaban sus profundidades. Esas vacaciones en compañía de mis primos fueron divertidas, realizamos varias excursiones por los alrededores, escalamos un cerro que no nos impresionó como una gran montaña y fuimos de picnic a diferentes sitios siempre  a la vera de esos lagos de desproporcionado tamaño, desde donde observábamos en la distancia los altos y nevados picos de las grandes moles de piedra. Una de las imágenes que tengo grabadas en mi mente son los pequeños arroyos que cruzaban algunos caminos de ripio y piedras y que ante la ausencia de puentes debíamos vadear con el automóvil muy lentamente.  El regreso a Buenos Aires no fue tan  interesante, ya todo nos era conocido y la extendida llanura patagónica tendiéndose interminable hacia el horizonte  no lucía  ahora tan amenazante.
A comienzos del verano de 1939, mi padre me dio una gran noticia, dijo que me llevaría con él y mi madre a Europa. La idea de cruzar el océano en barco me pareció maravillosa e imaginé que esta sería una gran aventura. En los primeros días de diciembre abordamos en Dársena Sud un barco de la Blue Star Line que algunas horas después y, luego de hacer sonar sus potentes bocinas, comenzó a moverse lentamente guiado por los remolcadores hacia las aguas abiertas del Río de la Plata. El cruce del océano que en el pasado habían navegado descubridores, conquistadores y piratas no fue tan divertido como pensé en un principio. Todo transcurrió con mucha lentitud, el Atlántico no se acababa nunca, no había demasiados juegos para niños y  mis padres me obligaban  a pasar muchas horas en el camarote. En las noches después de la cena mientras los adultos se reunían en el salón comedor a conversar, escuchar música o jugar a las cartas, yo ya estaba en mi camarote durmiendo. Fueron días sumamente aburridos.
Una de las escalas fue Tenerife donde cargaron a bordo una gran cantidad de cajas de  tomates frescos que fueron colocados en la cubierta, si mal no recuerdo, fue en la de proa.  A las pocas horas de zarpar  rumbo a Inglaterra el cielo comenzó a oscurecerse amenazante y se desató una gran tormenta. El mal tiempo duró tres días, tres días inolvidables, en que las grandes olas y el viento parecían jugar con el barco zarandeándolo de un lado a otro. El comedor se cerró y tuvimos que permanecer en nuestros camarotes comiendo sandwiches que luego devolvía con exacta regularidad. Un verdadero asco. Cuando todo volvió a la normalidad escuché decir en el comedor que la mayoría de los pasajeros se habían enfermado como yo. Uno de los camareros con una mirada adusta y un tono de pocos amigos me dijo: “Muchachito si no sabías lo que es una tormenta en alta mar, ahora lo sabés.” Al subir a cubierta comprobé que la mayor parte de las cajas de tomates había desaparecido, sólo quedaban algunas bastantes maltrechas y muchos tomates aplastados por todas partes. Finalmente y para mi alivio llegamos al puerto de Liverpool, donde pasamos la noche en un hotel, antes de abordar el  Ferry a Dublín. Allí visitamos a los familiares de mi padre y pasé algunos días memorables por su aburrimiento. Cierto día mi tío Gerald me llevó junto a unos amigos suyos a cazar patos a unas lagunitas llenas de juncales en las afueras de Dublín. Mi tío me  dio un silbato que imitaba el graznido de los patos y me dijo que me ocultara en una mata de juncos y lo soplara regularmente. Me pasé toda larde soplando ese artefacto sin mayores resultados, los patos aparentemente habían decidido volar en otras direcciones. 
Algunos días después abordamos el tren hacia Belfast, donde nos hospedamos en casa de Eileen, la hermana de mi padre. Él,  transcurridos unos pocos días debió regresar a Londres por negocios, mi madre lo acompañó,  dejándome allí con mi tía y  mi abuela Ada Cristine, quien luego de enviudar en 1934 se había mudado a casa de  su hija. Los días que permanecí con ellas, a pesar de la amabilidad de mi abuela y de la libertad de movimientos que me permitía mi tía, transcurrieron entre el aburrimiento y la añoranza de Buenos Aires. Mi tía Eileen cuando estaba en casa pasaba horas y horas en su  escritorio contestando su correspondencia, montones de cartas, creo que nunca había visto tantas juntas.
 Eileen Mary Hickey, nació en 1886 en la ciudad de Pembroke , en el sur de Gales, en un período en que su familia residió allí. Al finalizar sus estudios primarios  y secundarios en Belfast, ingresó en la administración pública, renunciando poco tiempo después para inscribirse en la Queen’s University  de Belfast, donde estudió medicina y realizó estudios de postgrado, doctorándose con honores. Posteriormente ejercería durante décadas su profesión en el Hospital  Mater Infirmorum de esa ciudad, donde además perteneció al consejo de administración. No obstante, nunca descuidó sus vínculos con la universidad, donde practicó la docencia  y formó parte de su consejo directivo.  Presidió la Asociación Médica del Ulster y fue  miembro del Colegio Real de Medicina, asimismo participó en más de una docena de asociaciones de ayuda a los necesitados.
 En 1949 las autoridades del Ministerio de Salud de la República de Irlanda (Eire)  la eligieron para integrar el Concejo Nacional de Salud, constituyéndose en el único miembro de ese cuerpo que  residía en Irlanda del Norte. En las elecciones legislativas generales de 1948, presentó su candidatura aspirando a una  banca en el parlamento de Irlanda del Norte en representación de la universidad. En su discurso de aceptación de la candidatura se comprometió a dar una vigorosa batalla legislativa por la salud, la vivienda y  la seguridad. Sin embargo, fue derrotada por el candidato unionista y protestante Sir Samuel Irwin. Al año siguiente por la renuncia de un parlamentario se llama  a elecciones y  la universidad nuevamente la distinguió eligiéndola su candidata.
Su discurso de aceptación en  esta oportunidad, sin obviar sus anteriores preocupaciones, se caracterizó por un encendido tono político en el que se declaró, al igual que los candidatos nacionalistas, una ferviente opositora de la partición del país. Considerando que cualquier posición  en defensa de la división de Irlanda era en su opinión reaccionaria y en extremo equívoca, pues sólo colocaba los intereses de un sector  por encima del bienestar de la comunidad en su conjunto. En esta ocasión fue electa, iniciando así una destacada participación política. Sería reelecta en 1953 y al termino de su segundo mandato decidió, debido a su edad y a una creciente sordera retirarse de la política activa. Murió en 1960 y en la actualidad es reconocida por sus contribuciones en los campos de la salud y la política.
Mi abuela paterna Ada Cristina Roe, una mujer afable y algo distante, descendía de James Roe,  un militar quien en  1645 en  tiempos de la guerra civil, en la que Oliver Cromwell y sus seguidores enfrentaron a la monarquía, partió del condado de Kent hacia Irlanda. Una vez allí militó en el regimiento de Lord Inchiquin, un tradicional jefe tribal irlandés cuyo verdadero nombre era Murrough O’Brien. Este soldado de fortuna    que originariamente puso su espada al servicio de la causa revolucionaria más tarde combatiría en defensa de la monarquía.
 La restauración monárquica de 1649 que siguió a la muerte de Cromwell, fue generosa con Lord Inchiquin, le otorgó  tierras en propiedad  a él y sus  seguidores. Las que le correspondieron a  James Roe estaban ubicadas en Ballymacdonofin, en las cercanías de Wexford. Donde sentó residencia y formó su familia. Su hijo mayor Andrew se dedicó al comercio en Dublín  donde hizo fortuna lo que le permitió comprarle a James Butler,  duque de Ormond y  virrey de Irlanda  unas 700 hectáreas en Tipperary. A la muerte de Andrew, James su segundo hijo heredó una de estas propiedades ubicada en Bancreavy, la que bautizó Roesborough (actualmente el pequeño poblado del lugar aún lleva este nombre). En ellas se dedicó a la cría de ovejas y de caballos para el ejército.
No son demasiados los datos que poseo de la historia de la familia Roe pero según un semanario de la época,  el Faulkner's Dublin Journal,  correspondiente al  23 de abril  de 1765, tenemos noticia que George Roe, hijo del primer James Roe de Roesborough falleció en el condado de Cork ese año. Dejando un hijo, James, quien murió en 1814, el que a su vez dejó otro hijo nacido circa 1800, a quien también bautizaron James. Tengo en mi poder una copia manuscrita de una breve historia familiar redactada en  por el último de los James Roe mencionados anteriormente. En cuya primera página escribió a modo de introducción: “El orgullo por la propia familia, cuando se excede en sus límites,  expone la más de las veces a aquel que lo personifica, al ridículo que al respeto; y también impone la carga adicional de sostener un nivel de grandeza, cuando quizás, dada la imprudencia o descuido de nuestros ancestros, los medios para lograrla han sido menoscabados. Sin embargo, en estos tiempos cuando todo hombre es considerado un caballero por vestir el atuendo de tal, es agradable poder mostrar que nuestras pretensiones pueden incluirse en la categoría de lo indubitable y a menos que los registros familiares privados sean de tiempo en tiempo  renovados, es probable que se vuelvan tan oscuros que eludan la más diligente de las investigaciones. Este ha sido el caso de la familia en la cual estoy a punto de concentrarme en este momento, pues la exigua información que existe al presente de lo contrario se perderá irremediablemente.   Roesborough, octubre, 1821.
 Esta trascripción fue realizada por mi abuela Ada Christina Roe de Hickey, posiblemente en 1911 y  le fue entregada a mi padre cuando él decidió emigrar a la Argentina. En ella el último James Roe de Roesborough nos dice que al momento de firmar este texto existían tres ramas de la familia Roe; la suya propia en Roesborough,  la de Robert Roe en Grantstown y la de John Roe en Rockwell, Irlanda.
 James Roe, tataranieto de Andrew Roe, se casó en 1824 con Catherine Chadwick y  fueron padres de Margaret Methetable, James Fenton, George Charles Lionel, Adelaide Nanette y Alicia Rebecca. George Charles Lionel Roe (mi bisabuelo), contrajo matrimonio en 1848 con Elisabeth Letitia Mauleverer, la hija de un pastor protestante de la localidad y fueron padres de: Florence Maria, Lionel James Damer, Richard Mauleverer, George Charles, Helen Kathleen, Ada Christina (mi abuela), Marie Lucille e Inez (la abuela de John Harris, un primo carnal a quien no conocía que vive en California y  descubrí en Internet, quien posee valiosa información de la familia).
Mi tatarabuelo James Roe parece haber tenido una vida sumamente agitada debido a su posiciones políticas. El historiador Michael O’Donnell en una conferencia dictada en 1986 sostiene que a partir de 1830, James Roe compartió los ideales de Michael Doheny, uno de los fundadores del Movimiento Feniano, organización política  que lucho por el autogobierno de Irlanda; además de financiarle a Doheny sus viajes y estudios en Londres. A pesar de sus raíces protestantes y de pertenecer a la burguesía terrateniente, él se involucró en una causa revolucionaria y católica. El movimiento feniano que abogaba por la  toma del poder a través de un levantamiento armado, es el antecedente inmediato de Hermandad Republicana Irlandesa (Irish Republican Brotherhood) organización predecesora del Ejercito Republicano Irlandés ( Irish Republican Army). Sus simpatías e inclinación  por este movimiento político, según John Harris, lo convirtieron a los ojos de sus pares en un traidor a su propia clase. También fue un amigo cercano de Thomas Wyse, un católico que como miembro del Parlamento Británico luchó incansablemente por los derechos de los católicos irlandeses.
Es probable que su hijo George (mi bisabuelo)  haya profesado las  ideas  libertarias de su padre. George con su esposa Letitia y sus hijos dejaron en 1868 su casa de Roesborough y la propiedad circundante de aproximadamente 630 acres y partieron hacia Heidelberg, Alemania. En los registros de la propiedad de Irlanda  correspondientes a 1876 se consigna el domicilio de George Roe: 5, Frederick Strasse, Heidelberg, Alemania.  Esta no fue la primera vez que abandonaban su país, anteriormente habían residido en St. Helier,  la ciudad principal de la isla de Jersey, en el Canal de la Mancha, frente a las costas de Francia. Allí nacieron  Lionel James Damer Roe (Octubre, 1852) y Richard Mauleverer Roe (Noviembre, 1854). Por lo tanto no es aventurado sostener que en esa década vivieron al menos dos años en esa localidad. Desconocemos la razón de tal decisión, quizás debieron abandonar su tierra luego del fracaso de la insurrección organizada por Michael Doheny en 1848 quien aún contaba con el apoyo financiero de la familia, o simplemente, ante la escalada de la violencia en Irlanda  resolvieron partir en busca de horizontes más tranquilos y pacíficos donde vivir. Lo cierto es que George Roe había sido atrapado por las ideas revolucionarias que encendieron, a partir de 1848, las pasiones en toda Europa,  e incluso mantuvo correspondencia con Giuseppe Garibaldi (1807-1882), uno de los forjadores de la
reunificación de Italia; algunas  de esas cartas se mantienen actualmente en poder de la familia.    
          Hacia 1880, la familia se instaló en Inglaterra. En los primeros años vivieron en una casa que llamaron Arnecliffe Villa, Hampton (1881) y luego se mudaron a una residencia a la que le dieron el nombre de la casa ancestral de los Maulevers en Irlanda, Allerton, ubicada en la calle Wellington, Teddington (1891). George Roe falleció en 1884. 
La única integrante de la familia en regresar definitivamente  a Irlanda fue mi abuela Ada Christina quien se casó en 1883 en la ciudad de Dublín con Maurice Patrick Hickey. Podemos suponer con cierta certeza que se conocieron en su juventud  en Tipperary donde los Hickey también poseían tierras en las cercanías de Roesborough. Este matrimonio se realizó bajo la condición de que los hijos serían bautizados en la fe católica dado que Ada Christina era protestante. Fueron los padres de: Gerald, Hubert, Lionel Eileen. 
Las tierras de Roesborough permanecieron en poder de miembros de la familia hasta 1922, año en que el gobierno de la recién nacida república independiente los adquirió a cambio de bonos del estado. Inez Roe, hermana de Ada Christina que falleció en 1954 confirmo el hecho y agregó que  parte de esos bonos que heredó le produjeron intereses hasta el año 1950. En la actualidad de lo que fuera una magnifica residencia de campo sólo quedan ruinas. Existe la versión que la misma fue incendiada premeditadamente, aunque no he podido confirmar las razones ni el año de los hechos.


           3


            El viaje de regreso no fue menos monótono, con el agregado de que en la conversación de los adultos, se percibía la misma tensión que intuí en las casas de mis familiares en Irlanda e Inglaterra. Ésta era producto de sus temores de que la  Alemania de Hitler, no conformándose con la anexión de Austria y de la región de los Sudetes  pertenecientes a Checoeslovaquia, continuaría su expansión territorial, acción
que sin ninguna duda arrastraría a Europa a una nueva guerra.
Mi padre como en las semanas anteriores continuaba escribiendo cartas a distintas horas del día, en no pocas ocasiones lo vi en el camarote concentrado en su escritura. Pasarían muchos años antes de que descubriera el motivo de su dedicación al género epistolar. Entre sus papeles hallé algunas cartas viejas en respuesta a las suyas. Entre ellas, una de John O’Grady escrita en una hoja de papel que lleva el membrete de F.B. O’Grady & Cía, Av. R. Saénz Peña 576, Buenos Aires, pero enviada los primeros días de marzo de 1939, desde Cincinnatti, Ohio, Estados Unidos. En ella O’Grady responde a mi padre diciéndole que coincide plenamente con sus opiniones respecto de las intenciones de Alemania; agregando que el salvajismo, crueldad y tiranía de su gobierno parecen no tener límites, como lo demuestra la persecución y la apropiación de los bienes de la comunidad judía y de la Iglesia Católica en Alemania. Asimismo, manifiesta su preocupación  por la actividad de aquellas organizaciones que financiadas desde Berlín, tienen por objetivo diseminar el ideario nazi a través del mundo. 
Llegamos a Buenos Aires a mediados de febrero de 1939 y al día siguiente partimos en tren a Mar del Plata donde estaban mis hermanos Ena y John, quienes se habían quedado al cuidado de mis tías María Rosa y Alicia.
Allí pasé muchos veranos con mis hermanos y mis primos David y Charlie Keenan. Los primeros años mi tía María Rosa alquilaba, desde diciembre hasta marzo, un chalet ubicado en la avenida Colón y Gascón. Luego adquiriría dos terrenos en la calle Viamonte  al 2465 ( entre Falucho y Gascón),  en uno de ellos construyó un chalet  con un amplio balcón al frente en la planta superior que se apoyaba en dos columnas, estas contenían un  arco de medio punto que conformaba el portal del  porche de la entrada principal. La casa estaba techada con tejas españolas, poseía cerramientos de madera y los postigos, las  puertas de acceso y el portón del garaje hacían gala de su madera hachada. Los muros exteriores estaban recubiertos con piedra Mar del Plata. El otro terreno lindero que llegaba hasta el corazón de la manzana fue utilizado para extender el jardín e instalar en su fondo una huerta que fue cultivada por décadas por el jardinero, un siciliano llamado Elpidio.
 Esta casa fue inaugurada en 1934, el año en que nació mi hermano Juan, debido a ello la llamaron Villa San Juan. Tengo innumerables recuerdos de aquellos días y de las andanzas por la ciudad con mis hermanos y mis primos. Por las mañanas si hacia buen tiempo caminábamos hasta la playa en el Torreón y nos instalábamos en nuestra carpa. El concesionario a quien llamábamos el Negro Pescador, quien también era bañero (actualmente denominados guardavidas) nos daba clases de natación. Las carpas vecinas eran ocupadas, entre otras, por las  familias: Smart, García Calvo, De Luine y  Nazar. Una de las atracciones era caminar hasta las rocas al borde de la pedana del Mardel Plata Pidgeon Club ( tiro a la paloma) en el Torreón a buscar cangrejos, mejillones y caracoles. Aún siento escalofríos cuando recuerdo las palomas muertas y heridas que la marea depositaba en la orilla. Este mal llamado deporte, el tiro a la paloma, siempre me pareció inhumano y salvaje. Nunca pude comprender como ciertos adultos que se llamaban a sí mismos deportistas podían incurrir en prácticas de tan pronunciada crueldad.    
Rutinariamente al dar las doce del mediodía regresábamos a Villa San Juan para almorzar. Durante la semana nos sentábamos en la mesa principal, los fines de semana en que llegaban mi padre y mi tío Johnny, nos ubicaban en una mesa auxiliar, donde debíamos comer sin hacer alboroto. Mi padre tenía una máxima al respecto: “los pequeños pueden ser vistos, pero jamás oídos”. Los sábados y domingos después de misa en Stella Maris íbamos a la playa con mi padre y mi tío quienes luego de un baño no demasiado prolongado nos ordenaban que nos cambiáramos para ir a  Don Pipo, un restaurante que estaba en el extremo de la rambla cercano al Torreón. Ellos pedían Gin & Tonic y nosotros una bebida gaseosa de la época, Bolita, llamada así pues  bajo la tapita traía una bolita. Las bebidas eran acompañadas por docenas de platitos de mariscos, pescados, aceitunas, quesos, fiambres etc. y más etc. No he podido olvidar todos esos manjares.
Las siestas después del almuerzo eran obligatorias y por las tardes mi tío Johnny siempre nos llevaba en su automóvil a recorrer distintos puntos de la ciudad. A medida que fuimos creciendo la barra de Villa san Juan extendía su campo de operaciones. Todos teníamos bicicletas y recorríamos el barrio de la loma de Stella Maris y descendiendo su pendiente llegábamos más allá del cementerio. No había por aquella época muchas casas en aquella zona, proliferaban los terrenos baldíos y  la zona de la actual avenida Paso era campo y había caballos y algunas vacas que pastaban allí. Si teníamos algún percance, pinchábamos una goma o se nos rompía la cadena, íbamos a la bicicletería  de don Piazzola, en la calle Alberdi, quien amablemente siempre solucionaba nuestros problemas.
A medida que se sucedían los veranos la ciudad comenzó a asombrarnos con sus constantes cambios. Hacia fines de la década de los 30 comienzo de los 40 teníamos  como vecinos de temporada a Tiny Ruiz Guiñazú, a los Padilla, los Palacios y en la esquina veraneaba Lola Membrives. En un inmenso  baldío de la cuadra con los Palacios instalamos un toldo, donde nos reuníamos e imaginábamos aventuras y  travesuras. Uno de los pasatiempos que se nos ocurrió allí fue armar un carrito de rulemanes, una vulgar tabla con dos ejes, el trasero fijo y el delantero movible, con el cual nos lanzábamos por la bajada de  de Gazcón imaginándonos corredores de autos. El artefacto tomaba una velocidad bastante apreciable, sin embargo, pensamos distintas maneras de incrementarla; buscamos madera más liviana, aceitábamos los rulemanes y decidimos que en los primeros metros había que empujar con fuerza al conductor de turno. Así, duplicamos la velocidad de descenso, esto me entusiasmo durante unos días, hasta que por una mala maniobra derrapé y rodé varias veces por el asfalto quedando hecho un harapo con inmensos raspones en piernas y brazos. Debo confesar que esto me convenció de que la búsqueda de un record de velocidad  bajando la loma de Gazcón, en un carrito de rulemanes, no era cosa importante y decidí buscar otras fuentes de entretenimiento. Por lo tanto, comencé a frecuentar con más regularidad el bar El turista, donde por las tardes me tomaba una Bolita y me comía unos sandwiches gigantes de jamón y queso en pan francés.
De aquellos veraneos de mi infancia me han quedado grabados en la mente varios hechos. Los domingos después del almuerzo, mi padre y mi tío iniciaban el regreso a Buenos Aires, antes de partir salían al jardín y tiraban al aire montones de monedas y con mis hermanos y primos me zambullía a tratar de rescatar la mayor cantidad posible, si la cosecha era buena significaba que podría ir más seguido al Turista.
 Las navidades en Villa San Juan son aún para mí inigualables, por las sorpresas de los regalos, las comidas que preparaba mi madre, principalmente el pavo relleno y el ploom pudding y la llegada de mi tío Johnny que en esas fechas traía el Ford cargado hasta el techo con paquetes de todo tamaño, envueltos en coloridos celofanes.
Luego con la juventud vendrían las fiestas y bailes en el Ocean y en el Yacht y el cambio por  Playa Grande donde estaban las chicas más lindas y los sandwiches más ricos que comí en mi vida: El Gran Monarca. Estas exquisiteces, preparadas por el señor Monarca quién recorría la playa y las carpas con una gran caja llena de sus productos, son aún inolvidables.
   Ahora con  el paso del tiempo, a medida que evoco el pasado, comprendo que también he sido testigo, entre otras cosas, de la transformación de una pequeña ciudad balnearia en la importante urbe de hoy día. He visto a medida que transcurrían los veranos  la demolición de la  Rambla Bristol, de ella  aún retengo vívidamente su extendida columnata y las cúpulas que se alzaban majestuosas sobre las rotondas del paseo y, la erección en su lugar, del monumental complejo del Casino y Hotel provincial proyectado por el arquitecto Alejandro Bustillo, actualmente uno de los sitios emblemáticos de Mar del Plata.
La Segunda Guerra Mundial  guerra tuvo para nosotros, a pesar de la distancia que separa a nuestro país de Europa, una presencia cierta. El 13 de diciembre de 1939, se libró en aguas territoriales de  la República Oriental del Uruguay, frente a las costas de Punta del Este, la batalla del Río del la Plata. La primera batalla  naval del conflicto, librada sin el apoyo de aviones de combate o submarinos, por lo tanto, la última en desarrollarse de acuerdo a las tácticas clásicas de la guerra en el mar. 
En la madrugada de aquel día una flotilla de barcos británicos, compuesta por los cruceros ligeros Ajax y Achilles y el crucero pesado Exeter, al mando del almirante Henry Harwood, lograron ubicar la posición del acorazado de bolsillo Admiral Graf Von Spee, una de las naves más veloces de su época que contaba con un armamento que superaba en poder y alcance de fuego al de sus contrincantes. El encuentro no fue casual la  Real Armada Británica hacía semanas que perseguía al Graf  Spee, cuya misión en el Atlántico era la de destruir las líneas de abastecimiento de Gran Bretaña, hundiendo o capturando los buques mercantes que transportaban alimentos y materias primas esenciales para el esfuerzo bélico hacia puertos ingleses. Siendo las 6.18  de la mañana y con las primeras luces del día el capitán del Graf Spee, Hans Wilheim Langsdorf comenzó el ataque. Luego de un intenso cañoneo y distintas maniobras que cesaron a las 10 hs que produjo grandes daños en el Exeter y averías en el Ajax y Achilles, el capitán Langsdorf  debió retirarse envuelto en una cortina de humo artificial hacia el puerto de Montevideo. El Graf Spee necesitaba reparaciones urgentes. Los artilleros británicos habían dado de lleno en el sistema de bombas de combustible limitando el funcionamiento de sus máquinas.  
Las noticias de la batalla que eran comentadas en todo Buenos Aires, nos llegaban a través de la radio. Cada estación brindaba su propia versión de los hechos, basándose en sus simpatías por uno u otro bando. Mientras tanto, en las sombras se libraba un verdadero combate de rumores y trascendidos del que saldrían airosos los servicios de inteligencia de los aliados. Estos lograron convencer al alto mando alemán que habían reunido una poderosa flota que incluía un portaaviones, la que estaba esperando pacientemente en la boca del Río de la Plata la salida del Graf Von Spee a aguas internacionales para rematarlo. El capitán Langsdorf  recibió órdenes de Berlín que le indicaban que debía hundir su propio barco antes de que lo hiciera el enemigo. Así lo hizo. Posteriormente se entregó a las autoridades uruguayas que decidieron enviarlo junto con otros oficiales y marinos de su tripulación a Buenos Aires donde se quitaría la vida. Algunos han sostenido que tomó esta decisión por vergüenza, otros refieren que lo hizo para que Hitler que consideraba la estrategia y las acciones de este honorable marino de la vieja escuela como un gran fracaso, no tomara represalias contra su familia en Alemania.
Posteriormente aproximadamente 300 tripulantes del Graff Von Spee fueron alojados hasta el fin de la contienda en Sierra de la Ventana, provincia de Buenos Aires. En este paraje bonaerense habitaron el Club Hotel, un gran emprendimiento turístico construido por el Ferrocarril Central Sur e inaugurado en 1911. El cual debido a problemas económicos fue cerrado en 1920. El Club Hotel, era  una amplia construcción de estilo Tudor, enclavada  en las serranías que contaba con dos plantas de 3200 metros cuadrados cada una, lujosos salones y una esbelta torre mirador. Este complejo turístico dotado de todas las comodidades de la época,  contaba con un   solarium, pileta de natación,  salones de juego, una cancha de golf de 18 hoyos y canchas de fútbol y tenis. Al pie de uno de los cerros que rodeaba el hotel se erigió una capilla a la que dotaron de un magnifico altar con la imagen de la  Santísima Virgen tallado en roble. Su interior estaba revestido en mármol y el solado era de laja serrana trabajada. Para comodidad de los turistas se construyó una línea férrea de trocha angosta que llegaba a la estación de Sauce Grande del Ferrocarril Central Sur. 
En la década de los 80 visité  Villa General Belgrano donde cené varias veces en la cervecería El Ciervo Rojo donde conocí a algunos marinos del buque alemán  que se quedaron a vivir en  nuestro país. Ellos me relataron que cuando llegaron al Club Hotel de Sierra de la Ventana éste estaba abandonado y decaído y que ellos con esfuerzo y paciencia lo reacondicionaron, arreglaron techos, cañerías, pusieron en funcionamiento las grandes cocinas y el sistema de calefacción, entre otras cosas.
  En aquellos años en mi  casa y en  tantos otros hogares de la ciudad se hablaba de la guerra con profunda  preocupación, pues no eran pocos los hijos de familias que conocíamos que habían partido hacia Inglaterra, donde se alistaron voluntariamente en las fuerzas armadas  para combatir al nazismo. Asimismo, en el club Belgrano muchos socios participaban de campañas de ayuda y recolección de fondos destinadas principalmente a Gran Bretaña. Los niños colaborábamos juntando el papel de aluminio de las envolturas de distintos productos, el producto de su venta  era destinado a la construcción de aviones de guerra.
 La épica batalla del aire en los cielos ingleses, en la cual la Real Fuerza Aérea libró una desigual y victoriosa gesta, atrapó nuestra imaginación, pues en ella participaron decenas de pilotos argentinos que integraron distintos escuadrones, entre ellos, el escuadrón Argentino británico y el escuadrón Alpargatero, pues lo componían voluntarios que trabajaban en  la empresa Alpargatas de Buenos Aires. Lo que más me atraía eran los nombres con los cuales habían bautizado algunos aviones. Había varios Patoruzú que llevaban en la trompa la imagen y el nombre de nuestro héroe patagónico, varios Pamperos;  otro había sido denominado El espíritu de don Pancho, al que le habían  pintado en su costado, la  figura de un gaucho a lo Molina Campos. No debo olvidarme de El entrerriano, del Santa azúcar y de aquel que se llamaba simplemente El rompeculos.
Los integrantes de la comunidad británica en América Latina  fundaron una sociedad,  la que llamaron The Fellowship of the Bellows,  la traducción de bellow  al castellano es fuelle, el artefacto que se utiliza para atizar el fuego en los hogares. Esta organización tenía por objetivo la recaudación de fondos para la fabricación de aviones caza. Los que fueron construidos con los aportes de la rama argentina de esta sociedad fueron destinados al escuadrón Argentino-Británico.  A los aportantes se les entregaba un distintivo con la reproducción de un pequeño fuelle que con orgullo lucían en la solapa del  saco. El uso de esta divisa motivaba enfrentamientos y refriegas con los integrantes de una facción que se autodenominaba “los pinchafuelles”, partidarios de las fuerzas del eje, quienes ostentaban en sus solapas un prendedor con un círculo o bolilla de color rojo. En algunas de ellas debió intervenir la policía.

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El relato de los años de mi infancia, no estaría completo si no narrara  mis primeras experiencias en el campo. Todo comienza con una imagen de mi abuela Matilde Culligan sentada, una tarde de sol en un sillón de mimbre, bajo la galería de su casa en  la estancia La Lucía, en Capilla del Señor. La que en los últimos meses me ha perseguido hasta en sueños. Esto me resulta sumamente extraño pues mi abuela falleció en 1933, yo sólo tenía entonces cuatro años, por lo tanto considero que no es mucho lo que podría recordar.  No obstante, retengo además de esa imagen de ella  otras de un día que fuimos a visitarla a  La Lucía y a los postres nos invitaron a salir afuera donde en una pequeña mesa habían colocado una gran olla de cobre, calculo que de unos veinte litros de capacidad, llena hasta el borde con un dulce leche bastante liquido, al que le habían agregado crutones de galleta de campo cocidos en manteca.  Nunca olvidaré ese festín, ni la lucha a brazo partido con mis primos y hermanos, cuchara en mano, para comer ese manjar. Luego, mis tíos ensillaron con recado criollo unos caballos muy mansos y me subieron a uno de ellos.  Alguien, no recuerdo quien, guiaba el caballo de las riendas muy despacio para que no me cayera.
Mi abuela Matilde, nació en Capilla del Señor, siendo bautizada en esa ciudad el 1° de abril de 1865, sus padres fueron Eduardo Culligan, argentino,  nacido en Capilla del Señor en 1831, quien contrajo matrimonio con Kathleen Kennedy, nacida en Irlanda en 1848, hija de Peter Kennedy y Mary Barry, quien murió en 1910 en la ciudad de Buenos Aires. Eduardo Culligan fue el fundador de la estancia Santa Brígida, un establecimiento moderno para la época.
Matilde Culligan se casó con John Lennon, don Juan, y tuvieron una numerosa descendencia: María Rosa; Eduardo; Juan; Lucía; Diego (Joe); Patricio; Luis Patricio; Elisa (Alicia); Ana Matilde; Gerónimo; Alfredo y Alberto. Don Juan, nació en Irlanda en 1842.  Ese mismo  año sus  padres,  Edward Lennon y Rose Kenny, quienes ya  habían tomado la decisión de probar suerte en la Argentina, se embarcaron  hacia el Río de la Plata en la goleta Countess of Durham
Los relatos familiares sostienen que el matrimonio con su hijito de meses se instaló en Merlo, provincia de Buenos Aires. Allí Edward explotó un saladero y curtiembre que le fuera otorgado en concesión por las autoridades de la provincia, en tiempos que gobernaba con mano de hierro, el Brigadier General don Juan Manuel de Rosas.
El matrimonio tuvo otros hijos: Rosa, Tomás, Teresa, Carlos, Eduardo, Diego y María. Algunos años más tarde Edward compró tierras en Capilla del Señor, Partido de Exaltación de la Cruz  y se estableció definitivamente allí donde se dedicó a la cría de ovejas y a la producción de lana. Murió en Buenos Aires en 1890 y fue sepultado en la bóveda familiar del cementerio de Capilla del Señor.
Su primogénito, don Juan, también se dedicó a la crianza de ovejas en la estancia La Lucía, establecimiento ubicado en las cercanías del viejo puente de Hierro de Capilla del Señor, la que lindaba con el Arroyo de la Cruz, llamado también por los lugareños, en tiempos remotos,  Arroyo Lennon, distante unos 85 km de la Capital Federal. En la vecindad y del otro lado de la actual ruta nacional 8, estaba la estancia La Paterna de Gerónimo Tormey, lugar en el que  chocaron las tropas del caudillo santafecino Estanislao López con las tropas porteñas al mando del general Soler. El combate de La cañada de la Cruz, de corta duración y favorable a López,  dejó en el campo de batalla centenares de muertos.  En 1970, las autoridades municipales colocaron allí un monolito recordatorio con la siguiente inscripción: “En este lugar el 28 de junio, 1820 se enfrentaron los ejércitos de la patria a las órdenes de los generales Miguel Estanislao Soler y Estanislao López, libraron batalla entre el mediodía y las cuatro de la tarde siendo derrotado el ejército de Buenos Aires por el ejército libertador dirigido por López. Más de doscientos muertos en el combate  están sepultados en estos campos donde hoy surge en paz el futuro de la nación argentina.
Este hecho despertaba mi afiebrada imaginación, recreando en mi mente las furiosas cargas de caballería, el tronar de los cañones y el estampido de la fusilería y, cuando niño, nunca descarté la posibilidad de hallar en mis visitas a aquellos parajes algún fusil o sable, perdido al galope de los caballos.
En unas pocas cartas que poseo que intercambiaron, entre 1881-1885,  Juan Lennon (Capilla del Señor)  con su hermana Rose (Rojas) se destacan entre sus preocupaciones, el estado del clima, falta o exceso de lluvias y, fundamentalmente, el precio de la lana. Puesto que ellos como la mayoría de los integrantes de la comunidad irlandesa de aquella época poseían principalmente majadas de ovejas, posteriormente se dedicarían a la agricultura y a la cría o engorde de ganado vacuno. E.T. Mulhall,  quien en 1861 fundó el diario The Standard y produjo las primeras estadísticas económicas de la Región del Plata, describe la importante participación de los estancieros irlandeses en las exportaciones argentinas. La lana producida por ellos ya  representaba en 1860, casi la mitad del total de nuestras exportaciones, en las que estaban incluidas las ventas al exterior de carnes saladas, tasajo y cueros. Asimismo, ya en los primeros años del siglo XX, la primera generación de argentinos de origen irlandés ya soñaban con la industrialización de los productos primarios. Un buen ejemplo es Eduardo Tormey, quien en 1910, en  las tierras dela estancia La Paterna, fundó la fábrica El Descanso, una  moderna usina  láctea, la que creó en la zona  nuevas fuentes de trabajo y convenció rápidamente a muchos de sus vecinos de las ventajas económicas que acompañaban la industrialización de la producción lechera. 
  De acuerdo a los relatos de mi madre en  Capilla del Señor  y sus alrededores existía una numerosa población de hiberno-argentinos. Ella recordaba las estancias La Estrella, de los Scully; Las Casuarinas, de los Culligan; Los Paraísos, de los  Gaynor y  La Esperanza , de los Maguire.  Relataba el espectáculo de las majadas de ovejas que al atardecer, los puesteros mayormente irlandeses, encerraban, en los corrales con la ayuda de sus perros.
Los irlandeses, no sólo se ocupaban de sus establecimientos rurales y negocios, me decía mi madre; fueron los artífices hacia 1864-1865 de la construcción del actual templo parroquial, pues aportaron una gran parte de los fondos recaudados entre los vecinos destinados a tal fin. Posiblemente bajo la influencia del entonces cura párroco, Guillermo Grennan, nacido en Irlanda en 1821. Este sacerdote  llegó a Capilla a cumplir las funciones que desde 1857 realizaba el padre  John Cullen,  el  primer capellán de los irlandeses en esa localidad, cuando este decidió regresar a Irlanda
El diseño del templo le fue comisionado al estudio de l os arquitectos Henry Hunt y Hans Schroeder; quienes en Buenos Aires realizaron importantes obras, entre ellas, el emblemático edificio de la antigua Bolsa de Comercio (1862) donde en el presente  tiene su sede el museo numismático del Banco Central de la República. 
Esta imponente iglesia cuenta con una torre con reloj y campanario,  posee una  nave única en la que se destaca la decoración interior que contrasta con su sobrio exterior revestido en símil piedra.  El amplio atrio elevado que se extiende hasta la casa parroquial, en el que se reúnen a conversar los feligreses  después de los servicios religiosos,  realza el volumen del conjunto. Y, por supuesto, en su interior hay una bella figura de San Patricio traída desde la isla esmeralda. La inauguración se realizó en marzo de 1866 con la presencia del arzobispo de Buenos Aires León Federico Aneiros y del gobernador de la provincia de Buenos Aires Mariano Saavedra los que llegaron a Luján y fueron transportados desde allí  en  carruajes pertenecientes a estancieros irlandeses.  El gobernador Saavedra lo hizo en el de James Scully, conducido en la ocasión por su hijo Lucas.
El padre Grennan, cuyos restos se hallan sepultados en el atrio, guió espiritualmente a los habitantes de Capilla del Señor durante más de dos décadas. La placa recordatoria  destaca su abnegación y los sacrificios que realizó en 1868 durante la epidemia de fiebre amarilla que diezmó la población. Thomas Murray, quien visitó la zona a principios del siglo XX recogió la siguiente historia que involucra a este sacerdote. Según relata en su Historia de los irlandeses en la Argentina, el padre Grennan  (circa 1874) decidió por razones de salud regresar a su patria. Por lo tanto se le encargó al  padre O’Reilly, destinado en Luján, hacerse cargo temporalmente de sus responsabilidades espirituales, hasta tanto llegara el reemplazante. Transcurrido unos meses llegó el nuevo sacerdote el padre Davis, un misionero y reconocido orador, cuyos sermones en la capilla de San Roque en la Capital gozaban de gran prestigio. Sin embargo, al cabo de unos meses el padre Davis solicitó su traslado. La feligresía irlandesa nunca terminó de aceptarlo pues era inglés. Las autoridades eclesiásticas ante estos hechos decidieron reenviar al padre Grennan quien falleció en el lugar en 1888. 
Los viajes a Capilla del Señor se realizaban a pedido de mi madre, mi padre no era demasiado afecto a ellos. Él, sin ninguna duda, preferiría quedarse en Buenos e ir a jugar al golf con sus amigos. No obstante, la acompañaba, pues para ella era muy importante visitar periódicamente a sus hermanos, parientes y a las hermanas Essie y Massie Welsh a quienes conocía desde niña. Una vez decidido el día, todo se organizaba prolijamente. había que madrugar e ir a la primer misa en San Patricio, fuera sábado o domingo. Luego regresar sin pérdida de tiempo, desayunar y esperar a don López, el remisero, quien rutinariamente nos pasaba a buscar puntualmente a las 9 hs en su viejo Chevrolet,  cuyo interior disponía de una mampara de cristal que dividía el interior en dos, separando al conductor de  los pasajeros. Luego atravesábamos gran parte de la ciudad y de los suburbios y tomábamos la vieja ruta 8, por aquellos tiempos una angosta cinta de asfalto con banquinas poceadas que se perdía en la inmensidad de la llanura. Los primeros descampados y chacras no tardaban en aparecer. La primer parada era la ciudad de Capilla donde mi madre sin demorarse  hacía algunas visitas que incluían el cementerio donde depositaba flores en la bóveda familiar y la iglesia, pues siempre llevaba algún presente para el párroco de turno. Si no había llovido y los caminos de tierra estaban transitables nos dirigíamos al campo a visitar a  mis tíos, de lo contrario merendábamos algo en el pueblo y emprendíamos el regreso que era algo más largo pues antes de regresar a Belgrano siempre pasábamos por  San Antonio de Areco donde vivía nuestro tío Alberto (Bertie) en una casona de blancos muros muy cercana al río. Estos viajes  constituían un verdadero  tour de force.    
 Siempre me maravillaron estas salidas pues me acercaban a un mundo que sin saberlo,  pronto llegaría a su fin: chacareros trabajando la tierra con arados tirados a caballo, las grandes estibas de bolsas de trigo, los paisanos bien montados al costado del camino, familias enteras trasladándose en sulkys, carros y,  los boliches, en cuyos palenques siempre había caballos bien emprendados. Y, los criollos viejos que parecían salidos de nuestro pasado cerril. Como aquel que vi cruzando la plaza de Capilla, mientras esperábamos que mi madre saliera de la iglesia.  Un anciano de rostro adusto, barba blanca  y una mirada oscura que imponía respeto. Vestía corralera, bombachas negras y calzaba botas de potro y espuelas. En la cintura llevaba una rastra de plata y oro muy ancha y un facón, grande como una espada, en cuyo mango llevaba colgado el rebenque. Nunca olvidaré su porte y elegancia al caminar.
 En esa misma esa plaza donde vi a ese personaje, un grupo de jóvenes  en los primeros años del siglo XX  jugaban al Hurling, deporte irlandés parecido al hockey sobre césped, el  que se practica con 15 jugadores por lado. Mi primo Carlos Lennon me regaló una fotografía tomada en esa plaza (ca.1909) de uno de aquellos equipos en el cual formaban mis tíos Luis, Gerónimo y Jack (Juan) Lennon: el Capilla Boys Hurling Team.
En las décadas siguientes continué realizando mis viajes a Capilla del Señor donde mi madre tenía una propiedad. En estas ocasiones siempre pasaba por el cementerio para pagarle al encargado de cuidar la tumba familiar. Luego iba a almorzar a la estancia Santa Brígida, entonces en manos de mi primo y amigo Patricio “Paky” Lennon.
Paky tenía un ayudante, un ex paciente del hospicio Open-Door que se hacía llamar Cardenal Copello, un buen conversador que era sumamente habilidoso en la cocina. Preparaba unos guisos realmente exquisitos, cada vez que los recuerdo, puedo afirmar sin temor a equivocarme, que nunca nadie pudo igualarlos en consistencia y sabor.

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