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Descender del tren en la
terminal de constitución fue una de las grandes emociones de mi vida. Luego de
casi un año, estaba nuevamente en Buenos Aires, mi ciudad. Se me cruzaron por
mi cabeza aquellas versos del brasileño, Alfredo le Pera: “Mi Buenos aires querido/ cuando
yo te vuelva a ver, / no habrá más penas ni olvido.” Y, fueron tan ciertas estas palabras para mí,
pues cuando descendí y apoyé mis pies sobre el andén, se acabó
el dolor que alimenta la distancia y la lejanía e inmediatamente comencé
a recordar infinidad de momentos felices vividos bajo el cielo de mi ciudad,
ahora más Reina del Plata que nunca.
Maravillado observé todo mientras me encaminaba hacia la boletería
del subterráneo. Luego haría combinación en Retiro donde abordaría un tren del
Mitre que me dejaría en sólo catorce minutos en
Belgrano R, a unas tres cuadras de mi casa. Sí, catorce minutos. En
aquellos tiempos los ferrocarriles de la patria aún se regían por la velocidad, la limpieza y el respeto horario impuesto por los odiados
británicos. Lo que vendría después es agua de otro pozo.
En el corto trayecto pude admirar los parques, el arbolado de la
estación 3 de Febrero y la tranquilidad barrial de Colegiales. Y, al fin
Belgrano R. Ya me sentía en mi propia casa. Caminé por Sucre hasta Freire. Me
detuve en Pampa extasiado, ya estaba a escasos sesenta metros de casa. Apuré el
paso. Cuando llegué al portón enrejado miré la placa con el número 1779. Me
produjo una extraña sensación. Se me agolparon en ese instante imágenes y memorias de un tiempo que yo ya había
comprendido no volvería.
Toqué el timbre, pues no tenía
llaves y salió María Muzzi, la fiel colaboradora de mi madre y excelente
cocinera. Lo hizo a los gritos: “Patricio, Patricio ha vuelto”, esto
pronunciado con un fuerte acento extranjero, era italiana y hablaba en
ocasiones un extraño cocoliche. Recuerdo que cuando lavaba la vajilla, en más
de una ocasión, la escuché criticar e insultar en un castellano quebrado a
Mussolini.
Un rato después mientras me preparaba de comer, pues me dijo que
estaba irreconocible de flaco, me dio las novedades: la familia estaba en Mar
del Plata. Era 21 de diciembre y pensé que si me organizaba podría descansar
uno o dos días, recorrer el barrio, comunicarme con los amigos, pasar por el
club y llegar a la costa para la cena de Nochebuena. Hice todo esto y compre
pasajes para viajar el 23 en el tren
expreso de las 18 hs. La recorrida por el barrio fue emocionante y deprimente a
la vez. Todos me saludaban afectuosamente, pero no dejaban de preguntarme si
estaba enfermo, porque me veían pálido y consumido. A todos debía explicarles
que era un problema de alimentación, de la mala comida que nos daban, la que me
resultaba intragable. Nada más que eso.
El viaje fue muy placentero, cené muy bien en el coche comedor y
luego dormí plácidamente, en mi cómodo asiento de primera clase, la mayor parte
del trayecto. Llegamos a Mar del Plata a
las 22.30 aproximadamente. Cada vez que lo recuerdo no dejo de maravillarme,
como desde 1952 a la fecha, han progresado en el mundo los sistemas de
transporte, cada vez los trenes son más veloces, sin embargo aquí en mi
tierra, es todo lo contrario. En aquella
época se tardaba menos en llegar a destino y sin desperfectos varios como sucede en la actualidad, causando con las
demoras graves perjuicios al pasajero.
Todos estaban contentos de verme, como supuse sucedería luego de una
ausencia prolongada. Mi padre se limitó a preguntarme por mi salud y sobre que
pensaba hacer en el futuro cercano ya que era importante que buscara trabajo.
La cena de Nochebuena fue realmente deliciosa. Mi madre preparó pavo relleno y
un budín de ciruelas (Ploom Pudding) el que comimos con una salsa dulce de
crema y vino tinto. La que aún hallo insuperable. Enero transcurrió apacible.
Fui con mis hermanos casi a diario a Playa Grande y recorrí aquella magnifica
ciudad de los años cincuenta, con sus grandes y destacadas residencias y
coloridos jardines. Hacia fines de enero siguiendo los repetidos consejos de mi
padre regresé a Buenos Aires para tratar de definir mi futuro.
Estando en mi casa sucedió algo no planeado. Mi amigo Donny Waller
me llamó una tarde por teléfono y me propuso que lo acompañe a Bariloche. No lo
pensé dos veces saqué mi pasaje de tren, preparé la valija y partí con él rumbo
al Sur.
Yo ya había realizado este viaje. Por lo tanto, no era una novedad
para mi, pero debo decir que en esta ocasión, todo fue realmente
diferente, pues veía el paisaje con otros ojos. Algo así como leer años después
un libro por segunda vez y sacar de él nuevas conclusiones.
En Bariloche nos quedamos en la casa de los padres de Donny, don
Roberto y Sissy, dos personas realmente encantadoras y generosas. La casa,
Pirecó, estaba ubicada frente al lago Moreno y tenía una vista
soñada. Los primeros días, al igual que en el viaje anterior, salimos a pescar.
Sólo que esta vez cargábamos la lancha con todo lo necesario para hacer una
buena picada y preparar generosos Gin & Tonics. Por las noches cenábamos
con los padres de Donny y después íbamos al bar del Hotel Llao Llao que estaba
muy cerca.
Una mañana mientras tomábamos el desayuno Donny me pregunta si no tenía ganas de ir hasta la
cancha de Golf del Llao Llao pues el
quería empezar a practicar este deporte. Yo hasta ese día nunca lo había hecho,
pero para no dejarlo solo le dije que sí. Llegamos al Llao Llao Golf, en ese
tiempo una cancha de 9 hoyos, ubicada en un lugar privilegiado. Esta cancha es
toda una postal turística, en uno de sus lados esta rodeada por el imponente
Nahuel Huapi y desde ella se ven las
grandes moles de la precordillera que parecen estar al alcance de la mano.
Ese día improvisamos bastante practicando la salida y luego
regresamos a comer a la casa. Pero, sucedió algo imprevisto, el Golf, fue para
mi un amor a primera vista. Regresamos al día siguiente y continuamos
ejercitándonos en el difícil arte de pegarle a la pelota y darle la dirección
apropiada. Hasta que nos sentimos confiados en que podríamos hacer una salida
más o menos decorosa y jugar los nueve hoyos. Los resultados no fueron los
esperados, nuestro juego era el de principiantes con grandes deficiencias, a
pesar de ello no nos acobardamos y fuimos constantes en el aprendizaje. Aún
siento la emoción que sentí hace casi ya 60 años cuando un golpe o un put me salían bien y con el efecto deseado.
Regresamos varios
veranos a la cancha del Llao Llao donde
jugamos con Donny, Jorge Vigiano y otros amigos
y llegamos a participar de un torneo. Tengo varias anécdotas de esa
cancha. Cierta vez estábamos en la salida del hoyo 7, en cuyo fairway el lago hace
una entrada, formando una pequeña bahía que hay que sobrepasar, pues el green
está del otro lado sobre una loma. Un aficionado que había salido delante de
nosotros toma un hierro y golpea la pelota con fuerza pero esta cae al agua.
Mira a su caddie y pide otra pelota y vuelve a tirar: agua nuevamente.
Repite la operación cuatro veces, cuatro pelotas perdidas en el agua.
Fastidiado le pide un cambio de palo al caddie y se prepara a probar nuevamente
suerte con un hierro distinto. Se concentra, balancea el cuerpo y ejecuta con todas sus energías su golpe. Y se
queda estático buscando con la mirada el vuelo de la pelota en la altura, al
tiempo que dice: “La maté, mi mejor golpe del día”. Es entonces cuando se
da cuenta que lo que alzó vuelo no fue
la pelota que estaba semienterrada en el pasto, sino la parte de metal forjado
de su palo, que no obstante la altura que tomó, igualmente cayó en el agua.
Molesto, avergonzado el aficionado caminó rápidamente hacia la pequeña bahía
seguido por su caddie, cuando llegó a ella,
le pidió la bolsa de palos y la tiró al agua y se retiró de la
cancha.
Luego de mis primeras experiencias golfísticas en la cancha del Llao
Llao y a pesar de la poco decorosa actitud del protagonista de la anécdota que
acabo de narrar y, de otras dificultades de aprendizaje que debí superar, nunca
habría de abandonar este deporte que se ha convertido en parte de mi vida.
2
En los primeros años de la década de los 50 tomé varias decisiones.
Decidí no retomar mis estudios en la Facultad Ciencias Económicas y comencé a
trabajar en Buxton y Cía. en la sección de venta de tractores y maquinaria.
Allí permanecí más de una década y aún recuerdo esa época con gran emoción,
pues en esa empresa tuve grandes compañeros de trabajo y, además, aprendí a
desempeñarme en el mundo comercial, experiencia
que me permitió tener buenos e interesantes empleos. No obstante
hallarme sumamente a gusto en mi trabajo al terminar el día laboral llegaba
a casa rendido de cansancio y con muy
pocas ganas de asistir a los entrenamientos, particularmente en los meses de
invierno. Por lo tanto me fui alejando lentamente de la práctica del rugby,
deporte que hasta entonces había formado parte de mis rutinas semanales, hasta
que decidí abandonarlo completamente; aunque nunca dejé de seguir a Belgrano
Athletic, en las buenas y en las malas y comencé a frecuentar el Gluepot, [1]el
mítico bar de Belgrano R.
En lo personal mi vida marchaba según lo previsto, tenía trabajo,
buenos amigos y muchas ideas y sueños. Lo que contrastaba con la situación
económica de aquel período. La Argentina
un país agro exportador en el que producción de carnes y cereales estaba postrada
debido a un desacertado esquema de precios y controles impuestos por el
gobierno, lo que a su vez desalentaba la modernización técnica de la empresa
rural; a ello se sumo el fracaso del proceso industrializador que no logró la
prometida independencia económica del país; políticas que sumadas a un excesivo
gasto público habían vaciado las arcas del Banco Central, acelerando una crisis
política.
El gobierno respondió a las críticas de la oposición con actitudes
autoritarias y el empleo directo de la violencia. Destacados lideres políticos
que no compartían el pensamiento oficial y
obligatorio como el radical Ricardo Balbín y los socialistas Alfredo
Palacios y Nicolás Repetto, entre otros
opositores, fueron encarcelados.
No es mi intención extenderme en este relato acerca de los gobiernos
del General Perón, ya se han derramado océanos de tinta al respecto, pero
no puedo dejar de recordar algunos
episodios que en mayor o menor grado, quedaron
marcados a fuego en mi memoria. Las tensiones políticas comenzaron a
agravarse ya en 1948 con el arresto y tortura del ex diputado nacional Cipriano
Reyes cuando este perdió las simpatías del presidente de la República. Al año
siguiente desde la Confederación General del Trabajo (C.G.T.) comenzaría el
disciplinamiento de los sindicatos que no compartían las directivas de la
poderosa central única y oficial que a
instancias del gobierno intervino la
Federación de Obreros y Empleados
Telefónicos. Varios de sus dirigentes fueron arrestados y luego dejados
cesantes.
La adopción en 1949 de una nueva constitución habría de agravar las
diferencias, la sociedad estaba irremediablemente dividida. A partir de
entonces la unidad nacional pregonada
por muchos, sólo fue un deseo de
imposible realización.
En septiembre de 1951 fracasó un intento de golpe de estado
encabezado por el general Benjamín Menéndez, el poder ejecutivo respondió
reprimiendo a la oposición y a todo
ciudadano sospechoso de no comulgar con la palabra oficial. Luego, en 1953
un grupo de opositores colocaría bombas durante el desarrollo de una
manifestación que se llevaba a cabo en la Plaza de Mayo, matando a un puñado de
personas. La respuesta fue la quema de la Casa Radical, la Casa del Pueblo del
partido socialista y de la sede del Jockey Club. De este modo llegamos a las
revoluciones de 1955, historia que todos deberíamos lamentar.
El 16 de junio de 1955 cuando se produjo el bombardeo a la Casa
Rosada y Plaza de Mayo, yo me encontraba
en la oficina de mi amigo Jorge Vigiano,
en el edificio de la compañía de
seguros Sud América (Diagonal Norte y Rivadavia), desde cuyas ventanas teníamos
una vista privilegiada de la plaza. Nos
preparábamos para ir a almorzar al restaurante Loprete cuando escuchamos una
terrible explosión y pudimos ver una columna de humo que se elevaba desde la
casa de gobierno, aviones de la marina estaban bombardeando el centro de la
ciudad. Salimos a la carrera de la oficina y bajamos por las escaleras a la
calle y comenzamos a alejarnos del centro.
Llegué caminando a Belgrano varias horas después pues ningún medio
de transporte funcionaba. Esa noche la pasamos en vela escuchando la radio y
nos enteramos que en represalia grupos que respondían al gobierno incendiaron varias iglesias.
Aún hoy tengo dificultades
para comprender estos sucesos históricos y toda la locura y violencia de
aquellos años que tanto mal nos han producido, dividiendo nuestra sociedad, la
que una vez más en el curso del tiempo y a raíz de tal pasado, experimentaría el desenfreno de la violencia,
enfrentando a los argentinos. Estas actitudes que nos caracterizan sólo
producirían dolor, desesperanza que
resultarían en la pobreza y la
decadencia en la que ahora vivimos, unos
y otros. Quizás debamos reflexionar y
comprender que las sociedades fragmentadas que viven de la retórica de los
discursos nunca podrán imaginar su propio futuro, mucho menos garantizarle a
todos sus hijos la igualdad de oportunidades que se merecen.
Una de las imágenes que no me he podido borrar de la mente, a pesar
del tiempo transcurrido, es la de un
trolebús que fue alcanzado por una bomba, que fue depositado en
Palermo en un terreno cercano a las
oficinas y talleres de Buxton y Cía, donde
yo trabajaba. Estaba semidestruido y en la parte trasera se podían ver
aún restos humanos (una mano, una oreja) adheridas a los retorcidos
metales. Una verdadera pesadilla
histórica y real.
Entre los muchos compañeros de juego de tantos años no quiero dejar
de mencionar al principe Charles
Radziwill, fallecido hace unos años,
quien me honró con su amistad durante décadas, dentro y fuera de la cancha.
Él fue durante varios años embajador en la Argentina de la Soberana Orden de
Malta, por lo tanto tenía innumerables compromisos sociales con distintas
instituciones nacionales y extranjeras que en muchos casos coincidían con las
mías, pues durante más de veinte años me desempeñe como asesor comercial de una
nación perteneciente a la Mancomunidad de Naciones Británica. Así que
compartimos cientos de fiestas y cocktails del mundillo diplomático en los que
siempre me deslumbró con su humor e ironía y con el desparpajo con el que se
dirigía a todos aquellos que él denominaba ‘pequeños burócratas’. Lo aburrían
hasta el desprecio los pequeños problemas administrativos y la política
cotidiana que eran tema obligado de conversación en esas ocasiones. Él había
combatido como piloto en la sección polaca de la Real Fuerza Aérea Británica durante
la Segunda Guerra Mundial obteniendo el grado de coronel, distinciones y el
reconocimiento a su valor en los combates aéreos sobre el cielo de
Inglaterra. Esta experiencia me confesó
en varias ocasiones le había enseñado a ver con otros ojos la vida y solía
decirme: “Patricio, después de la guerra, todo es gratis”.
Pero,
para volver estrictamente al golf, quiero recordar un partido en particular en
la cancha de Sierra de los Padres, en el
que Radziwill ejecutó un golpe en el que la pelota cayó en un bunker de arena,
uno de cuyos lados estaba rodeado por unos arbustos. Él comenzó a caminar
enérgicamente hacia la trampa de arena, a pesar de las advertencias del
caddie quien le dijo muy suelto de
cuerpo que era mejor dejar la pelota
allí, pues en ese sector de la cancha solían anidar víboras de la cruz. “Son
muy venenosas y malas”, agregó el muchacho.
Haciendo caso omiso de la recomendación de su caddie, llegó al bunker, tomo posición calculó sus
movimientos y con un golpe certero logró
sacar la pelota hacia el fairway,
mientras que yo con los dos caddies lo observábamos a una prudente distancia.
Luego diría en voz alta, riéndose y mirando a su caddie: “Víboras no vi ni una.
Sí muchísimas pelotas abandonadas allí, parece que a esta cancha vienen a
jugar muchos cago.....”
Sí el golf, me ha dado muchísimos amigos. Este deporte tan
singular que posee sus normas de etiqueta
y cortesía en la cancha que impone el respeto mutuo entre los jugadores,
presenta también severas dificultades de aprendizaje. Una de las cosas que he
observado en mi vida de golfista es que son muy pocos, los que habiendo
comenzado a practicarlo, lo abandonan.
Al contrario, se comprometen con el juego, analizan el suyo propio y regresan,
una y otra vez, con el pensamiento puesto en corregir su estilo, su drive,
su approach o su juego sobre el green. Para esto se necesita
concentración mental y mucha perseverancia.
Y pienso, luego de tantos años de práctica, que entre el
juego que desearíamos desarrollar y el que efectivamente desarrollamos; entre
lo que querríamos hacer en la cancha y lo que realmente hacemos, existe una
gran diferencia. Es allí cuando surgen los límites que te impone la cancha en
toda su inmensidad, realidad que en más de una manera te da una lección de humildad,
la cual es necesario aprender para desarrollar un juego razonable.
En mi caso particular siempre me ha gustado observar
detenidamente a los grandes jugadores y pegadores, ya sean profesionales o
amateurs. Y, siempre he disfrutado enormemente cuando un compañero de juego
pega su drive al medio del fairway dirigiendo la pelota con precisión
hacia la bandera. No soy un lector de
libros de golf, ni he tomado clases. Hice muy poca práctica en jaulas o en driving
ranges. Lo mío siempre ha sido la observación atenta. Soy, lo que podría
decirse un perfecto autodidacta en la
materia.
Y, si alguien me pidiera un consejo, no lo daría;
simplemente trataría de compartir una síntesis de mis propias experiencia y algunos secretitos que he
aprendido “the hard way” es decir con la práctica directa en la cancha.
He
comprendido que para presentar una tarjeta aceptable es fundamental tener un
buen juego en el green, resueltos los problemas en el green con un uso correcto
del putter creo que se podrá lograr una actuación razonable en la
cancha. En el green creo que es
fundamental la posición del cuerpo, la que debe ser lo más cómoda posible,
relajada, evitando el movimiento de brazos, piernas o cabeza; con el tiempo he
logrado una postura lo suficientemente erguida, evitando encorvarme, lo que me
permite ver la pelota con una perspectiva de mayor claridad y su posible trayectoria.
Seguidamente
el otro aspecto que he debido trabajar y que me ha dado resultados, es como se
toma el putter, el grip. Yo me inclino por utilizar un grip convencional,
tomando el palo con mucha suavidad para poder sentir el peso de la cabeza del
mismo. Intento al máximo de mis propias posibilidades seguir el ejemplo de
Tiger Woods: la mano derecha paralela a la izquierda y ambos pulgares bien
extendidos sobre el mango.
Pero,
sin ninguna duda y por sobre todas las cosas creo que es el swing el aspecto definitorio, al que
podríamos definir como la armonía y equilibrio de los movimientos de las
distintas partes del cuerpo, piernas, cintura, brazos, la rotación de los
mismos, en estudiado equilibrio, lo que te permitirá ejecutar un buen golpe con
efecto y dirección. Para ello es
fundamental mantener en todo momento la vista clavada en la pelota, lo que
requiere del jugador experimentado sostener la posición de la cabeza, lo que
llamamos en la jerga “no sacar la
cabeza”. Solo una vez ejecutado el golpe, el jugador puede variar la posición
de la cabeza y observar el vuelo de la pelota en el aire.
4
He dicho que el golf fue y es para mi un ritual, lo sostengo; pero
también debo decir que por distintas circunstancias en ocasiones a través de
los años me dejé llevar por ciertas distracciones, si se quiere, despistes u
obligaciones del momento que rompieron mi rutina habitual de los fines de semana.
Trataré ordenarlas tal cual se fueron
sucediendo.
La primera de ellas fue el deporte de los reyes, el turf; llamado
extrañamente de esta manera, aunque en el transcurso de mi vida nunca vi a
ningún soberano del reino que fuera que lo practicara.
Los hechos sucedieron de la
siguiente manera, mi amigo Donnie
Waller, a mediados de los 50 me llamó por teléfono y me dijo que tenía la
intención de comprar un caballo de carrera y quería que yo me asociara con él.
En un primer momento el proyecto no me convenció, sin embargo y debido a su
insistencia, decidí acompañarlo en sus
deseos de ser propietario de un pura sangre de carrera. Cuando le pregunté cómo
elegiríamos un caballo que sirviera, ya que no teníamos mayor experiencia en el
asunto, me tranquilizó diciéndome que había un tercer socio que aportaría
conocimientos de primer nivel.
El 13 de octubre de 1954, Irineo Gallo, nuestro socio, aún un
desconocido para mí, adquirió en un remate en Adolfo Bullrich y Cía “el
ejemplar pura sangre de carrera” llamado Rover, hijo de Chiseller y de Pinocho,
nacido el 17 de septiembre de 1952, por un valor total de $ 27.000 moneda
nacional” de la época, según consta en el acta notarial que confeccionó el
abogado, Dr. Juan Carlos Rinaldi en su estudio de la calle Cangallo 461. En
dicho convenio consta que yo debía
aportar $ 6750 m/n., aporte que me convertía en propietario de una cuarta parte
del caballo, una pata como le dicen. Luego de esta operación y de la firma de
los contratos decidí organizar una cena para festejar el suceso. Luego de
consultar con mi madre, invité a Donnie y a mi nuevo socio a comer a casa.
Finalmente llegó el día en que mis padres conocerían al socio de los
muchachos, un turfman de experiencia, como lo habíamos descrito. Esa noche
Donnie, un amigo desde la infancia llegó temprano, vestido informalmente para
la época, saco corbata y mocasines. Eran otros tiempos, nadie osaría en los años 50 disfrazarse de turista
norteamericano o de fanático futbolero estilo barra brava para salir a la
calle.
Todos aguardábamos impacientes la llegada del Sr. Gallo, quien tocó
el timbre puntualmente a la hora convenida. Yo salí a abrirle el portón de la verja del frente y quedé impresionado
por su elegancia, vestía traje oscuro, corbata y sombrero al tono; parecía
Marcelo T. de Alvear en la inauguración de una asamblea legislativa. Luego de
las presentaciones de rigor nos sentamos a la mesa en el comedor principal y
pasamos una agradable velada conversando sobre las futuras victorias de nuestro
caballo. La cena seguramente estuvo muy bien, aunque no recuerdo el menú, mi
madre era una excelente cocinera. Se inclinaba por servir sopa, luego una
suculenta entrada y el plato principal al que le seguía el postre y el café.
Aunque nunca le faltó ayuda en la casa, la cocina era su territorio.
Sin embargo, como la moneda que tiene dos caras, toda historia tiene
más de una versión. De acuerdo a lo que atestigua mi hermana Ena, los hechos no
sucedieron como yo los relato. Según ella esa noche existió un cierto e indudable malestar y tensión pues el Sr. Gallo quien
además de sus inclinaciones turfísticas se ganaba el pan de cada día en una
portería del barrio y hacía changas en
sus ratos libres, había, apenas tres
días antes de esta reunión cumbre, sido llamado por mi padre para arreglar el
calefón del baño principal. El que dejó de
funcionar nuevamente apenas dos horas después del referido arreglo. Por
lo tanto, en palabras de mi hermana, cuando se lo presentamos a mi padre en
calidad de socio nuestro, este exclamó “ pero este es el ‘ingenieri’ que no
solucionó el problema del calefón, sino que lo dejó peor
de lo que estaba. Así las cosas.
Rover nos dio muchas alegrías. Participó en muchas carreras y logró
llegar en primera posición en seis, conducido por los jockeys J.O. Baldo y F. Quinteros bajo la dirección
de su cuidador Carlos Casalini. Luego habría de lesionarse y permanecer
inactivo una temporada. Finalmente cuando pudo competir nuevamente surgió la
idea de venderlo al exterior. Luego de varias idas y venidas, radiogramas y
cartas William Patrick Kyne
importador de caballos y propietario del hipódromo de Bay Meadows
de San Mateo, localidad cercana a la ciudad de San Francisco,
California, se interesó en Rover y concretamos la venta y posterior
exportación.
La venta me reportó una ganancia más de veinte veces superior a la
inversión inicial, una cantidad muy
interesante para la época, además
Rover también había ganado premios importantes y los boletos que le jugué me
dieron, descontando las pérdidas, jugosos dividendos.
Mis andanzas en el mundo del
turf incluyeron también la compra de una mitad de una yegua de cuatro años de
edad, Ongamira, hija de Optimista y Miraflor, que ganó una carrera, el premio
Favella y luego no hizo gran cosa. Decidí vender mi parte a causa de los gastos
de mantenimiento e invertí ese dinero en otro caballo, Paiticú, que según me
dijeron sería un gran ganador. Pero, no tuve gran suerte con él. El día de su
debut en el hipódromo de San Isidro se lesionó gravemente no pudiendo
recuperarse para regresar a las competencias. Paiticú, no me reportó ninguna
ganancia, sólo perdidas y terminó sus días como padrillo en un campo de la
provincia de Buenos Aires. Para terminar con este episodio del turf quiero agregar que cuando recuerdo esas
experiencias, lo que se destaca entre todas las cosas en mi recuerdo es el hecho estético, la belleza de los caballos
lanzados en velocidad en la pista, corriendo hacia la bandera final, una imagen
para mí imborrable, por la esbeltez de
los movimientos de los animales conjugándose en perfecto equilibrio con los
movimientos de sus jinetes..
La otra actividad que en muchas ocasiones me distrajo de mi práctica
del golf fueron los viajes. He viajado y mucho. Lo he hecho por placer,
obligaciones laborales y fundamentalmente por ansias de ver de qué se trataba
la cosa, saciar mi curiosidad respecto de paisajes y culturas diferentes.
Siendo un niño mis padres me llevaron a Irlanda a conocer a la rama
de la familia irlandesa, adonde regresé cuando terminé la escuela secundaria.
Luego durante el servicio militar obligatorio como he relatado anteriormente,
permanecí un año en los Estados Unidos de Norteamérica, donde recorrí la costa
Este. A partir de estas primeras experiencias quedé vacunado contra la
inmovilidad y realicé decenas de viajes por el mundo.
Mis ojos se han asombrado ante el gran desierto australiano, las
abruptas costas de Nueva Zelanda, las pirámides egipcias, la represa de Asuán
el delta del Nilo, la gran muralla china, el muro de Adriano en Gran Bretaña,
el canal de Panamá, las pirámides de Teotihuacan, el Partenón en Atenas, la gran
mezquita en Estambul, el Vaticano, la majestuosa Basílica de San Pedro, las playas de
Normandía (lugar donde en 1944 desembarcaron las tropas aliadas que habrían de
liberar Francia e iniciar la invasión de
Alemania para derrotar al nazismo) la Torre de Londres, el Arco del Triunfo en
París, entre tantas otras maravillas del mundo.
Hacia fines de la década de los 80, planeamos con mi esposa un viaje
a Irlanda. Este viaje inaugura lo que
llamo mis viajes con Verónica, que habrían de ser muchos pues decidí también
acompañarla a todos los congresos en que ella
presentaba trabajos en su especialidad, la oftalmología pediátrica.
Nuestro primer viaje fue a Irlanda vía Londres y Edimburgo, en
Escocia visitamos la cuna del golf el
Saint Andrew’s Golf Club, por falta de
tiempo no pude alquilar palos y despuntar el vicio, sin embargo caminé por una
de sus canchas, soñando que algún día regresaría con mis palos. Luego
recorrimos el norte de Inglaterra y
Glasgow desde donde nos dirigimos por
tren a Stranaer, donde abordaríamos el
ferry al puerto de Larne en el Norte de Irlanda y luego nuevamente otro tren a Belfast, distante unas pocas millas de
allí. Aún hoy recuerdo vívidamente la campiña escocesa y la pequeña estación de Stranaer, donde el encargado de la estación tenía un
pequeño tambo a unos metros de la estación donde las lecheras pastaban
tranquilamente en una loma.
El cruce del mar de Irlanda, batido por los fuertes vientos del
Norte que levantaban grandes olas fue todo lo movido que se imaginan y una vez que desembarcamos y ascendimos a
nuestro tren, me dije a mi mismo, respirando profundamente, en un rato
llegaremos a nuestro destino y allí sí podremos descansar.
No fue así pues unos 1500 metros antes de llegar a Belfast el tren
se detuvo y el guarda nos informó que debíamos descender con nuestro equipaje y
caminar el resto del trayecto pues el IRA (Ejército Republicano Irlandés) había
colocado una bomba que había destruido parte de la estación terminal. No hubo
más remedio que cargar las valijas y caminar hasta la estación. Los andenes
estaban cubiertos de cristales rotos que casi nos destruyeron los zapatos.
Finalmente abordamos un taxi y nos dirigimos en busca de hospedaje hacia la
zona de la ciudad donde yo había pasado largas temporadas en la casa de mi tía
Eileen (31 College Gardens). Ya instalados en un cómodo Bed &
Breakfast me pregunté qué hacía allí:
¿realmente quería recorrer esa ciudad, la ciudad de la familia de mi padre,
donde había pasado gratos momentos en mi infancia y juventud ?
No supe que responderme. En
los días siguientes me invadió algo así como un sentido de pérdida. Ya no tenía
familiares en esa ciudad, muchos de aquellos que había conocido en mis visitas
anteriores tampoco vivían más allí o
habían muerto. Todo lo que recordaba se había esfumado en el tiempo. Para colmo de males me engripé, lo que agravó mi
morriña, saudades o tristeza, como
quieran llamarla. Y ciertos aromas de la ciudad (toda ciudad tiene su olor
particular) acentuaban mi estado de ánimo, pues, aunque parezca extraño me
devolvían imágenes del pasado que poco tenían que ver con el presente. Pero,
quizás lo que me convenció de que debía acelerar el regreso fue la tensión
política que se percibía en el ambiente, la Belfast que idealicé durante tantos
años, no existía ya para mí. Esto culminó nuestra primer experiencia europea
con Verónica, como habrán visto, no fue demasiado auspiciosa, pero,
antecedería a muchas otras que me depararon días de intensa felicidad.
John, mi hermano, me advierte que no cuente anécdotas de mi propia
cosecha porque según él, no le interesan a nadie. Pero, sin embargo debo
retrucarle que en mis viajes me han pasado algunas cosas interesantes.
En la década de los 60 conocí en los talleres de Buxton y Cía a un
norteamericano Ham Hamilton quien en compañía de su esposa y cuatro hijas
estaban recorriendo el mundo en un
vehículo anfibio militar multipropósito. Atravesaron el mar Caribe y luego
descendieron por las costas del Océano Pacífico, cruzaron los Andes, llegando a Buenos Aires, donde
debían reparar el inusual vehículo, llamado Araña de Agua. Hamilton me invitó a
acompañarlos en el cruce del Río de la Plata
y si lo deseaba acompañarlos hasta Brasil. Acepté gustoso y partimos
hacia Colonia, pasamos por Montevideo, donde los Hamilton debían tramitar el
permiso correspondiente para ingresar en territorio brasileño, lo cual les fue
denegado por las características del vehículo. Decepcionados nos dirigimos a
Punta del Este donde pasamos unos espléndidos días de playa antes del regreso a
Buenos Aires.
Aunque el regreso no sería tan tranquilo como la ida. Hamilton
haciendo algunas reparaciones menores se había cortado la mano, un corte
profundo, que se infectó, y ya en el medio del río le produjo una fiebre
altísima, teniendo que permanecer en su cucheta todo el viaje. Por lo tanto yo
me tuve que hacer cargo de la conducción del anfibio en el medio del Río de la
Plata. Timonear en dirección de Buenos Aires el anfibio que podía navegar en
aguas bajas, no parecía tan difícil. Pero,
repentinamente el motor comenzó a levantar temperatura, el sistema de
refrigeración no funcionaba, y se detuvo. “Ay, Dios mío, ahora qué diablos
pasa”, me dije. Lo recuerdo como si fuera hoy.
Hamilton me gritaba desde el
lecho: “ Se debe haber roto alguna manguera o la bomba de circulación de agua.
Bajá a la sentina y fijate a ver que pasa.” Me metí en la sentina, una de las
mangueras había estallado y estaba inundando la embarcación. Yo, que nunca
había empuñado hasta ese día una Stilson o una llave inglesa, logré, no se
como, pero lo hice, reparar el
desperfecto, ante el aplauso de Mrs. Hamilton y sus hijas. Luego pulsé el
arranque y el motor milagrosamente comenzó a funcionar a la perfección. Cuando,
después de varias horas, divisé la torre
del Yatch Club Argentino, respiré aliviado. Y, les digo, y en especial a mi
hermano, que cuando se trata de cruzar
el Río de la Plata, hay cruces y cruces, una cosa es el rápido de Buquebús y
otra un anfibio de desembarco de la Segunda Guerra Mundial.
Y tengo otra para John que también ha viajado y mucho, aunque
siempre lo hizo por cuestiones de trabajo. Vamos a ver si me emparda esta. En
un viaje a Marruecos, en Tanger, veníamos caminando por la calle en
inmediaciones de un mercado y frente a una iglesia nos llamó la atención un
encantador de serpientes. Nos acercamos a observarlo y tuve la certeza de que
de su flauta (Tumarit) atada con un hilo finísimo pendía lo que parecía un
trozo de carne o una carnada de algún tipo para atraer al reptil. Se lo comenté
en voz alta a unos ingleses que observaban extasiados al encantador en plena
tarea, ellos no hicieron comentario alguno. Pero, como el espectáculo de la
víbora que se alzaba al compás de la música valía la pena, allí permanecimos. Estoy seguro, que mi hermano me diría
que millones de personas han visto eso.
Sí, pero a pocos les pasó lo que a mí. Finalizado el espectáculo el encantador
se puso de pie, disponiéndose a pasar la gorra. En ese momento me distraje y el
encantador aprovechó la situación y sacando a la serpiente de su canasta,
tomada por la base de su cabeza con un
aparato metálico, me la enroscó del cuello. El bicho tenía sus fauces abiertas
en actitud amenazante. Demás está decir que quedé paralizado, mientras un frío
intenso me bajaba por la espalda. Mientras tanto el sujeto al tiempo que movía
la serpiente alrededor de mi cuello me susurró al oído en un ingles quebrado
pero entendible: “Si querés que te saque
la víbora de tu cuello me tenés que dar 25 euros, o preferís que te
muerda”. No había otro remedio que
pagarle. Lentamente, muy lentamente fui moviendo mi mano hacia el bolsillo del
pantalón y con las puntas de los dedos saqué el dinero. Él lo tomó, separó un
billete de 50 dólares y me volvió a poner el resto en el bolsillo. No era lo
estipulado, pero me la tuve que aguantar. No había otra solución. Era evidente
que el tipo había escuchado mis comentarios y estaba decidido a darme una
lección. Cuando relaté esa noche en el hotel la dramática situación que había
vivido todos se rieron. El conserje me dijo entonces: “Mr. Hickey, esas
serpientes son perfectamente inofensivas pues les extraen los colmillos.” Haberlo sabido y me habría ahorrado 50
dólares norteamericanos.
He visto la salida del sol y su ocaso en países de Europa, Asia,
África, Oceanía, América del Norte y del Sur; pero no he descuidado mi
propio país. He recorrido la Argentina
de Sur a Norte y de Este a Oeste, lo he
hecho en tren, ómnibus, avión y automóvil.
Miles y miles de kilómetros
hechos en mi vida, la mayoría de ellos al volante de más de 30 autos de
distinta de marca y modelo. Pensándolo
ahora en perspectiva y según pasan los años, creo que los viajes realizados en
territorio nacional son los que me han resultado más interesantes, era como
recorrer la casa propia, para decirlo de alguna manera descubriendo las
diferencias geográficas y culturales que nos caracterizan.
Haciendo un cálculo bastante conservador a razón de 20.000 km por
años, puedo decir sin exagerar que en unos 60 años de vida al volante tengo
hechos por rutas de asfalto, caminos de tierra, de ripio, entoscados y
mejorados más de 1.200.000 km. Y hoy con 81 bien cumplidos continúo al volante.
Aunque manejar en el pasado era una experiencia totalmente distinta,
los caminos eran otros, en ocasiones desastrosos. Los autos de las décadas de
los 40, 50 y 60, no tienen nada que ver con los actuales. Los frenos a disco no
existían. Eran pesados, no doblaban y frenaban como los actuales. La
calefacción y aire acondicionado eran una fantasía inimaginable en aquellos tiempos
lejanos. Y qué decir de las cubiertas, salíamos a la ruta siempre con más de
una rueda de auxilio pues era muy normal pinchar varias veces. Hoy todo eso ha
cambiado.
Esos fueron tiempos de aventura por los caminos argentinos y de
solidaridad criolla pues siempre se podía encontrar una mano amiga que te
sacara del apuro o te remolcara al
pueblo más cercano. Si estabas varado en la banquina con el capó levantado por
un desperfecto mecánico no pasaba mucho tiempo antes de que algún automovilista
o camionero se detuviera a preguntar si necesitabas ayuda. Eso ha cambiado y
mucho.
Sí, los automóviles modernos
con todo su confort son sumamente cómodos, veloces y confiables. Hemos
progresado en ese aspecto. Pero, en lo
que hemos sufrido una involución es en nuestro comportamiento social, no
respetamos nada, ni las normas de tránsito, ni las de seguridad. A ello hay que
sumarle la inseguridad reinante, hay caminos y rutas en las que luego del
anochecer si se rompe el auto es probable que lo pierdas y también quizás tu
vida, pues los amigos de lo ajeno y los delincuentes que ya no respetan códigos
como en otras épocas están esperando en
las sombras. Estos son los tiempos que vivimos.
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