martes, 10 de abril de 2012

III Regreso de Estados Unidos en el Crucero 17 de Octubre- Primeras experiencias con el golf-Llao Llao- Primer trabajo- Crisis política y económica de los 50- Olivos Golf club- Amigos en el golf- Lo que me enseñó el golf- El turf-Viajes



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Descender del  tren en la terminal de constitución fue una de las grandes emociones de mi vida. Luego de casi un año, estaba nuevamente en Buenos Aires, mi ciudad. Se me cruzaron por mi cabeza aquellas versos del brasileño, Alfredo le Pera:  “Mi Buenos aires querido/ cuando yo te vuelva a ver, / no habrá más penas ni olvido.”  Y, fueron tan ciertas estas palabras para mí, pues cuando descendí y apoyé mis pies sobre el andén,  se acabó  el dolor que alimenta la distancia y la lejanía e inmediatamente comencé a recordar infinidad de momentos felices vividos bajo el cielo de mi ciudad, ahora más Reina del Plata que nunca.
Maravillado observé todo mientras me encaminaba hacia la boletería del subterráneo. Luego haría combinación en Retiro donde abordaría un tren del Mitre que me dejaría en sólo catorce minutos en  Belgrano R, a unas tres cuadras de mi casa. Sí, catorce minutos. En aquellos tiempos los ferrocarriles de la patria aún  se regían por la velocidad, la limpieza  y el respeto horario impuesto por los odiados británicos. Lo que vendría después es agua de otro pozo.
En el corto trayecto pude admirar los parques, el arbolado de la estación 3 de Febrero y la tranquilidad barrial de Colegiales. Y, al fin Belgrano R. Ya me sentía en mi propia casa. Caminé por Sucre hasta Freire. Me detuve en Pampa extasiado, ya estaba a escasos sesenta metros de casa. Apuré el paso. Cuando llegué al portón enrejado miré la placa con el número 1779. Me produjo una extraña sensación. Se me agolparon en ese instante imágenes y  memorias de un tiempo que yo ya había comprendido no volvería.
Toqué el timbre, pues no tenía  llaves y salió María Muzzi, la fiel colaboradora de mi madre y excelente cocinera. Lo hizo a los gritos: “Patricio, Patricio ha vuelto”, esto pronunciado con un fuerte acento extranjero, era italiana y hablaba en ocasiones un extraño cocoliche. Recuerdo que cuando lavaba la vajilla, en más de una ocasión, la escuché criticar e insultar en un castellano quebrado a Mussolini. 
Un rato después mientras me preparaba de comer, pues me dijo que estaba irreconocible de flaco, me dio las novedades: la familia estaba en Mar del Plata. Era 21 de diciembre y pensé que si me organizaba podría descansar uno o dos días, recorrer el barrio, comunicarme con los amigos, pasar por el club y llegar a la costa para la cena de Nochebuena. Hice todo esto y compre pasajes para viajar el 23  en el tren expreso de las 18 hs. La recorrida por el barrio fue emocionante y deprimente a la vez. Todos me saludaban afectuosamente, pero no dejaban de preguntarme si estaba enfermo, porque me veían pálido y consumido. A todos debía explicarles que era un problema de alimentación, de la mala comida que nos daban, la que me resultaba intragable. Nada más que eso. 
El viaje fue muy placentero, cené muy bien en el coche comedor y luego dormí plácidamente, en mi cómodo asiento de primera clase, la mayor parte del trayecto. Llegamos a Mar del Plata  a las 22.30 aproximadamente. Cada vez que lo recuerdo no dejo de maravillarme, como desde 1952 a la fecha, han progresado en el mundo los sistemas de transporte, cada vez los trenes son más veloces, sin embargo aquí en mi tierra,  es todo lo contrario. En aquella época se tardaba menos en llegar a destino y sin desperfectos varios  como sucede en la actualidad, causando con las demoras  graves  perjuicios al pasajero.
Todos estaban contentos de verme, como supuse sucedería luego de una ausencia prolongada. Mi padre se limitó a preguntarme por mi salud y sobre que pensaba hacer en el futuro cercano ya que era importante que buscara trabajo. La cena de Nochebuena fue realmente deliciosa. Mi madre preparó pavo relleno y un budín de ciruelas (Ploom Pudding) el que comimos con una salsa dulce de crema y vino tinto. La que aún hallo insuperable. Enero transcurrió apacible. Fui con mis hermanos casi a diario a Playa Grande y recorrí aquella magnifica ciudad de los años cincuenta, con sus grandes y destacadas residencias y coloridos jardines. Hacia fines de enero siguiendo los repetidos consejos de mi padre regresé a Buenos Aires para tratar de definir mi futuro.
Estando en mi casa sucedió algo no planeado. Mi amigo Donny Waller me llamó una tarde por teléfono y me propuso que lo acompañe a Bariloche. No lo pensé dos veces saqué mi pasaje de tren, preparé la valija y partí con él rumbo al Sur.
Yo ya había realizado este viaje. Por lo tanto, no era una novedad para mi,  pero debo decir  que en esta ocasión, todo fue realmente diferente, pues veía el paisaje con otros ojos. Algo así como leer años después un libro por segunda vez y sacar de él nuevas conclusiones. 
En Bariloche nos quedamos en la casa de los padres de Donny, don Roberto y Sissy, dos personas realmente encantadoras y generosas. La casa, Pirecó,  estaba ubicada  frente al lago Moreno y tenía una vista soñada. Los primeros días, al igual que en el viaje anterior, salimos a pescar. Sólo que esta vez cargábamos la lancha con todo lo necesario para hacer una buena picada y preparar generosos Gin & Tonics. Por las noches cenábamos con los padres de Donny y después íbamos al bar del Hotel Llao Llao que estaba muy cerca. 
Una mañana mientras tomábamos el desayuno Donny  me pregunta si no tenía ganas de ir hasta la cancha de Golf  del Llao Llao pues el quería empezar a practicar este deporte. Yo hasta ese día nunca lo había hecho, pero para no dejarlo solo le dije que sí. Llegamos al Llao Llao Golf, en ese tiempo una cancha de 9 hoyos, ubicada en un lugar privilegiado. Esta cancha es toda una postal turística, en uno de sus lados esta rodeada por el imponente Nahuel Huapi  y desde ella se ven las grandes moles de la precordillera que parecen estar al alcance de la mano.
Ese día improvisamos bastante practicando la salida y luego regresamos a comer a la casa. Pero, sucedió algo imprevisto, el Golf, fue para mi un amor a primera vista. Regresamos al día siguiente y continuamos ejercitándonos en el difícil arte de pegarle a la pelota y darle la dirección apropiada. Hasta que nos sentimos confiados en que podríamos hacer una salida más o menos decorosa y jugar los nueve hoyos. Los resultados no fueron los esperados, nuestro juego era el de principiantes con grandes deficiencias, a pesar de ello no nos acobardamos y fuimos constantes en el aprendizaje. Aún siento la emoción que sentí hace casi ya 60 años cuando un golpe o un put  me salían bien y con el efecto deseado.      
Regresamos  varios veranos  a la cancha del Llao Llao donde jugamos con Donny, Jorge Vigiano y otros amigos  y llegamos a participar de un torneo. Tengo varias anécdotas de esa cancha. Cierta vez estábamos en la salida del hoyo 7, en cuyo fairway el lago hace una entrada, formando una pequeña bahía que hay que sobrepasar, pues el green está del otro lado sobre una loma. Un aficionado que había salido delante de nosotros toma un hierro y golpea la pelota con fuerza pero esta cae al agua. Mira a su caddie y pide otra pelota y vuelve a tirar: agua nuevamente. Repite  la operación cuatro veces,  cuatro pelotas perdidas en el agua. Fastidiado le pide un cambio de palo al caddie y se prepara a probar nuevamente suerte con un hierro distinto. Se concentra, balancea el cuerpo y  ejecuta con todas sus energías su golpe. Y se queda estático buscando con la mirada el vuelo de la pelota en la altura, al tiempo que dice: “La maté,  mi  mejor golpe del día”. Es entonces cuando se da cuenta  que lo que alzó vuelo no fue la pelota que estaba semienterrada en el pasto, sino la parte de metal forjado de su palo, que no obstante la altura que tomó, igualmente cayó en el agua. Molesto, avergonzado el aficionado caminó rápidamente hacia la pequeña bahía seguido por su caddie, cuando llegó a ella,  le pidió la bolsa de palos y la tiró al agua y se retiró de la cancha. 
Luego de mis primeras experiencias golfísticas en la cancha del Llao Llao y a pesar de la poco decorosa actitud del protagonista de la anécdota que acabo de narrar y, de otras dificultades de aprendizaje que debí superar, nunca habría de abandonar este deporte que se ha convertido en parte de mi vida.


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           En los primeros años de la década de los 50 tomé varias decisiones. Decidí no retomar mis estudios en la Facultad Ciencias Económicas y comencé a trabajar en Buxton y Cía. en la sección de venta de tractores y maquinaria. Allí permanecí más de una década y aún recuerdo esa época con gran emoción, pues en esa empresa tuve grandes compañeros de trabajo y, además, aprendí a desempeñarme en el mundo comercial, experiencia  que me permitió tener buenos e interesantes empleos. No obstante hallarme sumamente a gusto en mi trabajo al terminar el día laboral llegaba a  casa rendido de cansancio y con muy pocas ganas de asistir a los entrenamientos, particularmente en los meses de invierno. Por lo tanto me fui alejando lentamente de la práctica del rugby, deporte que hasta entonces había formado parte de mis rutinas semanales, hasta que decidí abandonarlo completamente; aunque nunca dejé de seguir a Belgrano Athletic, en las buenas y en las malas y comencé a frecuentar el  Gluepot, [1]el mítico bar de Belgrano R.
En lo personal mi vida marchaba según lo previsto, tenía trabajo, buenos amigos y muchas ideas y sueños. Lo que contrastaba con la situación económica de aquel período. La  Argentina un país agro exportador  en el que  producción de carnes y cereales estaba postrada debido a un desacertado esquema de precios y controles impuestos por el gobierno, lo que a su vez desalentaba la modernización técnica de la empresa rural; a ello se sumo el fracaso del proceso industrializador que no logró la prometida independencia económica del país; políticas que sumadas a un excesivo gasto público habían vaciado las arcas del Banco Central, acelerando una crisis política.
El gobierno respondió a las críticas de la oposición con actitudes autoritarias y el empleo directo de la violencia. Destacados lideres políticos que no compartían el pensamiento oficial y  obligatorio como el radical Ricardo Balbín y los socialistas Alfredo Palacios y  Nicolás Repetto, entre otros opositores, fueron encarcelados.
No es mi intención extenderme en este relato acerca de los gobiernos del General Perón, ya se han derramado océanos de tinta al respecto, pero no  puedo dejar de recordar algunos episodios que en mayor o menor grado, quedaron  marcados a fuego en mi memoria. Las tensiones políticas comenzaron a agravarse ya en 1948 con el arresto y tortura del ex diputado nacional Cipriano Reyes cuando este perdió las simpatías del presidente de la República. Al año siguiente desde la Confederación General del Trabajo (C.G.T.) comenzaría el disciplinamiento  de los sindicatos  que no compartían las directivas de la poderosa  central única y oficial que a instancias del gobierno  intervino la Federación  de Obreros y Empleados Telefónicos. Varios de sus dirigentes fueron arrestados y luego dejados cesantes.
La adopción en 1949 de una nueva constitución habría de agravar las diferencias, la sociedad estaba irremediablemente dividida. A partir de entonces  la unidad nacional pregonada por muchos,  sólo fue un deseo de imposible realización.
En septiembre de 1951 fracasó un intento de golpe de estado encabezado por el general Benjamín Menéndez, el poder ejecutivo respondió reprimiendo a la oposición  y a todo ciudadano sospechoso de no comulgar con la palabra oficial. Luego, en 1953 un  grupo de opositores colocaría  bombas durante el desarrollo de una manifestación que se llevaba a cabo en la Plaza de Mayo, matando a un puñado de personas. La respuesta fue la quema de la Casa Radical, la Casa del Pueblo del partido socialista y de la sede del Jockey Club. De este modo llegamos a las revoluciones de 1955, historia que todos deberíamos lamentar.
El 16 de junio de 1955 cuando se produjo el bombardeo a la Casa Rosada y Plaza de Mayo,  yo me encontraba en la oficina de mi amigo Jorge Vigiano,  en el edificio de  la compañía de seguros Sud América (Diagonal Norte y Rivadavia), desde cuyas ventanas teníamos una vista privilegiada de la plaza.  Nos preparábamos para ir a almorzar al restaurante Loprete cuando escuchamos una terrible explosión y pudimos ver una columna de humo que se elevaba desde la casa de gobierno, aviones de la marina estaban bombardeando el centro de la ciudad. Salimos a la carrera de la oficina y bajamos por las escaleras a la calle y comenzamos a alejarnos del centro.
Llegué caminando a Belgrano varias horas después pues ningún medio de transporte funcionaba. Esa noche la pasamos en vela escuchando la radio y nos enteramos que en represalia grupos que respondían al  gobierno incendiaron varias iglesias.
 Aún hoy tengo dificultades para comprender estos sucesos históricos y toda la locura y violencia de aquellos años que tanto mal nos han producido, dividiendo nuestra sociedad, la que una vez más en el curso del tiempo y a raíz de tal pasado,  experimentaría el desenfreno de la violencia, enfrentando a los argentinos. Estas actitudes que nos caracterizan sólo producirían dolor, desesperanza  que resultarían en la  pobreza y la decadencia en la que ahora  vivimos, unos y otros.  Quizás debamos reflexionar y comprender que las sociedades fragmentadas que viven de la retórica de los discursos nunca podrán imaginar su propio futuro, mucho menos garantizarle a todos sus hijos la igualdad de oportunidades que se merecen.
Una de las imágenes que no me he podido borrar de la mente, a pesar del tiempo transcurrido, es la de un  trolebús que fue alcanzado por una bomba, que fue depositado en Palermo  en un terreno cercano a las oficinas y talleres  de Buxton y Cía, donde yo trabajaba. Estaba semidestruido y en la parte trasera  se podían ver  aún restos humanos (una mano, una oreja) adheridas a los retorcidos metales. Una verdadera  pesadilla histórica y real.
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No puedo precisar exactamente cuando fue que  Jorge Vigiano, con quien ya  había jugado un fourball que integraron también  Luis Vigiano padre y Paddy Graham en el Náutico de San Isidro, me invitó por primera vez a  jugar al golf en la cancha del Olivos Golf Club, en las instalaciones que ocupa actualmente en Los Polvorines, provincia de Buenos Aires.  Este club fue un amor a primera vista y decidí, sin perder el tiempo hacerme socio en 1957. Para mi sorpresa  allí habría de encontrarme  con varios amigos. 
Entre ellos estaba el  secretario de la comisión directiva, Héctor Pineda, a quien conocía desde la infancia,  pues habíamos jugado juntos al rugby en la Sexta del Belgrano Athletic, fue una alegría volver a verlo en esta nueva etapa de mi vida, la de jugador de Golf.
En poco tiempo logré obtener handicap nacional de 22. Lo recuerdo como si fuera ayer pues mi padre 2al enterarse me invitó a jugar con él en su club el San Andrés. Nunca me voy a olvidar de ese día. Todavía guardo la tarjeta del score. La que prueba fehacientemente que mi padre casi al borde de cumplir los 70 años de edad  y con un handicap de 14  me dio una paliza memorable. Sólo pude empatar la cantidad de golpes en algunos hoyos y sacarle un golpe de ventaja  en el 16 y el 18 pues él, debo admitirlo, se distrajo en estas dos ocasiones saludando a viejos amigos. Asimismo,  tengo que confesar que a mi padre no le agradaba demasiado que yo jugara al golf, él sostenía que no era para mí, pues, él pensaba  que  me convendría practicar un deporte en el que pudiera desarrollar mi musculatura.
Desde que me hice socio del Olivos casi todos los fines de semana de mi vida he jugado al golf.  En los años 50 y 60, los sábados trabajaba hasta el mediodía, el sábado inglés, como se lo llamaba. Pero, mi fin de semana empezaba el viernes por la tarde cuando llamaba a alguno de mis compañeros de juego para organizar que me pasaran a buscar por la oficina, la que estaba en la calle Oro a pocas cuadras de Avenida del Libertador. Luego tomábamos Libertador hasta San Isidro, de allí a Bancalari y finalmente por la ruta 197 hasta la entrada del club. Qué tiempos y qué caminos, angostos y poceados. La Panamericana todavía era un sueño por cumplirse.
Todavía conservo una fotografía de Jorge Vigiano haciendo su salida. En ella se puede apreciar lo que era la cancha del  Olivos  en el año 1958 aproximadamente. Se podía ver a lo ancho y lo largo, pues había muy pocos árboles y muchísimos arbolitos plantados recientemente. No había muro perimetral, sólo un alambrado de seis hilos, y en invierno se podían ver las liebres atravesando a la carrera la cancha, algunas veces perseguidas por algún hambriento perro callejero de la zona.
Ahora cada vez que camino los fairways y recuerdo los comienzos del club no puedo creer como ha progresado, como se ha mejorado la cancha hasta convertirla en una de las mejores de América del Sur. Progreso que fue posible gracias a la visión de un grupo de tenaces hacedores. Los que con solidaridad,  trabajo sostenido, una  paciencia casi oriental, grandes sacrificios y por supuesto a una planificación  de objetivos a largo plazo y el  decidido apoyo de los socios, lograron darle forma cierta a sus sueños. 
Uno de aquellos pioneros fue  Tingy Sly capitán del club, quien en los años fundacionales hacía en su casa, una de las primeras en construirse, grandes asados acompañados con buenos vinos, los que  terminaban a la hora del té, en el que se servían exquisitas tortas caseras, hechas por su esposa.  Él aprovechaba estas ocasiones para presentarnos a los nuevos socios y convencer a otros invitados de que en el Olivos hallarían su paraíso terrenal.
 Mis principales compañeros de juego de aquellos días eran mi primo Charlie Lennon, mi hermano John, Jorge y Luis María Vigiano. Si alguno de ellos faltaba armábamos el foursome con  Roberto Aguirre, Alfredo Cantilo, Charlie Cloppett, Rolo Clusellas, Horacio Giménez Zapiola, Jimmy Carmody, Hilacha Bustillo y  Julio  Moreno Hueyo, entre otros.
El club crecía, aumentaba el número de socios, los árboles se desarrollaban y yo hacía nuevos y entrañables amigos dentro y fuera de la cancha. Entre ellos Juan Carlos Lorenzo, un verdadero caballero propietario de la sastrería Casa Castro donde durante décadas se vistieron algunos de los hombres más elegantes de Buenos Aires;  el Bebe Di Pietro, Bobby Romer,  Delio ‘Pipón’ Aguilar, a quien conocí en mis años de rugbier, pues él jugaba en el Club Atalaya y Eduardo ‘Lalo’ Beloqui, un jugador disciplinado y constante, difícil de vencer. Todos ellos debo decir  tenían un swing seguro y prolijo, recorrían la cancha con seguridad y siempre hacían buenos partidos.
 No puedo precisar exactamente quien fue el que propuso que en el hoyo 19 los perdedores  debían pagar las copas. Pero, eso sí, solamente una sola ronda. Al día de hoy esta regla es mi undécimo mandamiento, al que le he dado fiel cumplimiento y, me he ocupado, de que todos los demás también la cumplan.
La construcción de la Panamericana, habría de cambiar definitivamente el paisaje natural,  casi rural que rodeaba al club,  iniciando  una etapa de transformaciones que continúa hasta el día de hoy. Se construyó la  nueva entrada sobre la autopista, muy cerca de la casa  donde viven hace décadas  Jorge y Bunty Fascetto, amigos entrañables  con quienes en el correr de los años hemos compartido tantos y  buenos momentos.
 Esta nueva vía de acceso, fue fundamental para el club, pues desde su inauguración al facilitar la llegada al mismo, impulsó la venta de lotes  y la construcción de nuevas casas, transformándolo en la comunidad familiar de la actualidad. Asimismo no puedo dejar de señalar un hecho que no es menor,  el club con el paso de los años se ha convertido en una fuente  de trabajo para decenas de personas.
No  quiero continuar hablando del club, hoy tenemos un muy buen libro que reseña su historia oficial, debido a la buena pluma de Jorge Tartarini, de quien desconozco si es jugador de golf, de no serlo le recomiendo que haga el intento,  estoy seguro de que  no se va a arrepentir.
Fueron tantos años y tantos los amigos que hice en esa cancha que en la redacción apresurada de estas líneas temo olvidar alguno. He compartido esos fairways con Tito Padilla, Mario Kenny, los Elizalde, el escribano Hugo Fernández Favarón con quien recorrimos el Noroeste del país, Enrique Alvarado, Héctor García, Jorge Baeza y Enrique Waterhouse. 
A partir de los años 90 he jugado con un grupo de primera integrado por hombres conocedores de la cancha y de los códigos normas y etiqueta del golf: Bernardo Drucarof, sus hijos Pablo y Guillermo, el Nene Zen, Roberto Bacanelli y Eduardo Seferian con quien he compartido inolvidables jornadas en  el club de golf Tipoití, en  Corrientes; allí en un torneo en un hoyo par 3  anoté 20 golpes, por esa hazaña en la cena me dieron un premio al jugador más torpe y chambón del día. Otros compañeros de juego y figuras señeras del Olivos con quienes he pasado gratísimos momentos  son Bautista Bachi Pampuro ,   Jorge Marinaro  y los Rovira padre e hijos, quienes a pesar de su juventud cuando le pegan a la pelota le sacan lágrimas. Y también Alberto Fandino, Héctor McEwan, José Miguel Gómez Bello y Domingo Cabado,  dueños  de un drive largo y precisión para dirigir la pelota hacia la bandera, a quienes menciono especialmente por los dolores de cabeza que me han dado cuando he intentado superarlos en la cancha.
Capítulo aparte en mi historia golfística y finalmente pero no menos importante (last but not least), es la actuación de mi esposa Verónica quién a instancia mía se asoció al club y aprendió rápidamente lo esencial de este deporte y en poco tiempo sacó handicap nacional. En la actualidad participa en torneos, ha ganado varios,  con un firme 26 de handicap, posee un swing sólido, perfectamente equilibrado; lo que le ha valido hacer un  hoyo en uno con una madera 5, en el  hoyo 8 de la Azul con Hahne y Pepe Martínez Seeber como testigos presenciales de su logro. Habitualmente ella sale a la cancha con sus amigas Carola Mazzini, Shirley Cook, Elda Vallaco y M. Piqué.
He dicho que el Olivos posee una gran cancha, esto lo sostengo pues he jugado, pudiendo hacer las comparaciones del caso, en  las de Villa Allende (Abierto del Centro de la República, invitado por mi amigo Aníbal Don Vigil), Mar del Plata,  Sierra de los Padres, Punta del Este, Miramar, Necochea y en todas las canchas del gran Buenos Aires. Debo agregar que también despunté el vicio, con palos alquilados,  en Suiza e Irlanda.
Hoy con 80 cumplidos, los que festejé con un asado con los muchachos del fourball 2010, Héctor McEwan,  José M. Gómez Bello, Alberto Fandino, Domingo Cabado, mi hermano John, Charlie Lennon, Pipón Aguilar, Lalo Beloqui,  a los que se sumaron A. Canovi, Jorge Souto, Macagno,  Tito Padilla, Mario Kenny, J. García Santillán, Pedro Escudero y  Sergio Sedmark; puedo decir sin temor a sonrojarme que el golf ha sido más que un hobby o una práctica, un verdadero ritual.
Entre los muchos compañeros de juego de tantos años no quiero dejar de mencionar  al principe Charles Radziwill, fallecido hace unos años,  quien me honró con su amistad durante décadas, dentro y fuera de la cancha. Él fue durante varios años embajador en la Argentina de la Soberana Orden de Malta, por lo tanto tenía innumerables compromisos sociales con distintas instituciones nacionales y extranjeras que en muchos casos coincidían con las mías, pues durante más de veinte años me desempeñe como asesor comercial de una nación perteneciente a la Mancomunidad de Naciones Británica. Así que compartimos cientos de fiestas y cocktails del mundillo diplomático en los que siempre me deslumbró con su humor e ironía y con el desparpajo con el que se dirigía a todos aquellos que él denominaba ‘pequeños burócratas’. Lo aburrían hasta el desprecio los pequeños problemas administrativos y la política cotidiana que eran tema obligado de conversación en esas ocasiones. Él había combatido como piloto en la sección polaca de la Real Fuerza Aérea Británica durante la Segunda Guerra Mundial obteniendo el grado de coronel, distinciones y el reconocimiento a su valor en los combates aéreos sobre el cielo de Inglaterra.  Esta experiencia me confesó en varias ocasiones le había enseñado a ver con otros ojos la vida y solía decirme: “Patricio, después de la guerra, todo es gratis”.
Pero, para volver estrictamente al golf, quiero recordar un partido en particular en la cancha de  Sierra de los Padres, en el que Radziwill ejecutó un golpe en el que la pelota cayó en un bunker de arena, uno de cuyos lados estaba rodeado por unos arbustos. Él comenzó a caminar enérgicamente hacia la trampa de arena, a pesar de las advertencias del caddie  quien le dijo muy suelto de cuerpo  que era mejor dejar la pelota allí, pues en ese sector de la cancha solían anidar víboras de la cruz. “Son muy venenosas y malas”, agregó el muchacho.  Haciendo caso omiso de la recomendación de su caddie,  llegó al bunker, tomo posición calculó sus movimientos y con un golpe certero  logró sacar  la pelota hacia el fairway, mientras que yo con los dos caddies lo observábamos a una prudente distancia. Luego diría en voz alta, riéndose y mirando a su caddie: “Víboras no vi ni una. Sí muchísimas pelotas abandonadas allí, parece que a esta cancha vienen a jugar  muchos cago.....”
Sí el golf, me ha dado muchísimos amigos. Este deporte tan singular que posee sus normas de etiqueta  y cortesía en la cancha que impone el respeto mutuo entre los jugadores, presenta también severas dificultades de aprendizaje. Una de las cosas que he observado en mi vida de golfista es que son muy pocos, los que habiendo comenzado a practicarlo,  lo abandonan. Al contrario, se comprometen con el juego, analizan el suyo propio y regresan, una y otra vez, con el pensamiento puesto en corregir su estilo, su drive, su approach o su juego sobre el green. Para esto se necesita concentración mental y mucha perseverancia.
Y pienso, luego de tantos años de práctica, que entre el juego que desearíamos desarrollar y el que efectivamente desarrollamos; entre lo que querríamos hacer en la cancha y lo que realmente hacemos, existe una gran diferencia. Es allí cuando surgen los límites que te impone la cancha en toda su inmensidad, realidad que en más de una manera te da una lección de humildad, la cual es necesario aprender para desarrollar un juego razonable.
En mi caso particular siempre me ha gustado observar detenidamente a los grandes jugadores y pegadores, ya sean profesionales o amateurs. Y, siempre he disfrutado enormemente cuando un compañero de juego pega su drive al medio del fairway dirigiendo la pelota con precisión hacia  la bandera. No soy un lector de libros de golf, ni he tomado clases. Hice muy poca práctica en jaulas o en driving ranges. Lo mío siempre ha sido la observación atenta. Soy, lo que podría decirse  un perfecto autodidacta en la materia.
Y, si alguien me pidiera un consejo, no lo daría; simplemente trataría de compartir una síntesis de mis propias experiencia y  algunos secretitos que he aprendido “the hard way” es decir con la práctica directa en la cancha.
He comprendido que para presentar una tarjeta aceptable es fundamental tener un buen juego en el green, resueltos los problemas en el green con un uso correcto del putter creo que se podrá lograr una actuación razonable en la cancha.  En el green creo que es fundamental la posición del cuerpo, la que debe ser lo más cómoda posible, relajada, evitando el movimiento de brazos, piernas o cabeza; con el tiempo he logrado una postura lo suficientemente erguida, evitando encorvarme, lo que me permite ver la pelota con una perspectiva de mayor claridad  y su posible trayectoria.
Seguidamente el otro aspecto que he debido trabajar y que me ha dado resultados, es como se toma el putter, el grip. Yo me inclino por utilizar un grip convencional, tomando el palo con mucha suavidad para poder sentir el peso de la cabeza del mismo. Intento al máximo de mis propias posibilidades seguir el ejemplo de Tiger Woods:  la mano derecha  paralela a la izquierda y ambos pulgares bien extendidos sobre el mango. 
 Pero,  sin ninguna duda y por sobre todas las cosas creo que es el  swing el aspecto definitorio, al que podríamos definir como la armonía y equilibrio de los movimientos de las distintas partes del cuerpo, piernas, cintura, brazos, la rotación de los mismos, en estudiado equilibrio, lo que te permitirá ejecutar un buen golpe con efecto y dirección. Para ello es  fundamental mantener en todo momento la vista clavada en la pelota, lo que requiere del jugador experimentado sostener la posición de la cabeza, lo que llamamos en la jerga  “no sacar la cabeza”. Solo una vez ejecutado el golpe, el jugador puede variar la posición de la cabeza y observar el vuelo de la pelota en el aire.
Esta armonía y equilibrio, que muchos denominan técnica y que en muchos casos también podría denominarse talento natural,  indispensable en el golf, es comparable a la que ponen en práctica los tenistas al momento del saque, los polistas cuando se afirman en los estribos de su montura, arqueando la espalda y levantando su brazo para ejecutar un tiro de distancia, o los boxeadores cuando toman el centro del ring bailoteando, los pies separados, buscando afirmarse para lanzar sus  golpes. Es más, creo que en la mayoría de los deportes conocidos estas cualidades son necesarias y no sólo por razones estéticas. Todo parece tan simple y sin embargo me he demorado 60 años en lograr esta síntesis.

4

He dicho que el golf fue y es para mi un ritual, lo sostengo; pero también debo decir que por distintas circunstancias en ocasiones a través de los años me dejé llevar por ciertas distracciones, si se quiere, despistes u obligaciones del momento que rompieron mi rutina habitual de los fines de semana. Trataré ordenarlas  tal cual se fueron sucediendo.
La primera de ellas fue el deporte de los reyes, el turf; llamado extrañamente de esta manera, aunque en el transcurso de mi vida nunca vi a ningún soberano del reino que fuera que lo practicara.
 Los hechos sucedieron de la siguiente manera, mi amigo  Donnie Waller, a mediados de los 50 me llamó por teléfono y me dijo que tenía la intención de comprar un caballo de carrera y quería que yo me asociara con él. En un primer momento el proyecto no me convenció, sin embargo y debido a su insistencia,  decidí acompañarlo en sus deseos de ser propietario de un pura sangre de carrera. Cuando le pregunté cómo elegiríamos un caballo que sirviera, ya que no teníamos mayor experiencia en el asunto, me tranquilizó diciéndome que había un tercer socio que aportaría conocimientos de primer nivel.
El 13 de octubre de 1954, Irineo Gallo, nuestro socio, aún un desconocido para mí, adquirió en un remate en Adolfo Bullrich y Cía “el ejemplar pura sangre de carrera” llamado Rover, hijo de Chiseller y de Pinocho, nacido el 17 de septiembre de 1952, por un valor total de $ 27.000 moneda nacional” de la época, según consta en el acta notarial que confeccionó el abogado, Dr. Juan Carlos Rinaldi en su estudio de la calle Cangallo 461. En dicho convenio consta que  yo debía aportar $ 6750 m/n., aporte que me convertía en propietario de una cuarta parte del caballo, una pata como le dicen. Luego de esta operación y de la firma de los contratos decidí organizar una cena para festejar el suceso. Luego de consultar con mi madre, invité a Donnie y a mi nuevo socio a comer a casa.
Finalmente llegó el día en que mis padres conocerían al socio de los muchachos, un turfman de experiencia, como lo habíamos descrito. Esa noche Donnie, un amigo desde la infancia llegó temprano, vestido informalmente para la época, saco corbata y mocasines. Eran otros tiempos, nadie osaría  en los años 50 disfrazarse de turista norteamericano o de fanático futbolero estilo barra brava para salir a la calle.
Todos aguardábamos impacientes la llegada del Sr. Gallo, quien tocó el timbre puntualmente a la hora convenida. Yo salí a abrirle el portón  de la verja del frente y quedé impresionado por su elegancia, vestía traje oscuro, corbata y sombrero al tono; parecía Marcelo T. de Alvear en la inauguración de una asamblea legislativa. Luego de las presentaciones de rigor nos sentamos a la mesa en el comedor principal y pasamos una agradable velada conversando sobre las futuras victorias de nuestro caballo. La cena seguramente estuvo muy bien, aunque no recuerdo el menú, mi madre era una excelente cocinera. Se inclinaba por servir sopa, luego una suculenta entrada y el plato principal al que le seguía el postre y el café. Aunque nunca le faltó ayuda en la casa, la cocina era su territorio.
Sin embargo, como la moneda que tiene dos caras, toda historia tiene más de una versión. De acuerdo a lo que atestigua mi hermana Ena, los hechos no sucedieron como yo los relato. Según ella esa noche existió un  cierto e indudable  malestar y tensión pues el Sr. Gallo quien además de sus inclinaciones turfísticas se ganaba el pan de cada día en una portería del barrio y hacía changas  en sus ratos libres, había,  apenas tres días antes de esta reunión cumbre, sido llamado por mi padre para arreglar el calefón del baño principal. El que dejó de  funcionar nuevamente apenas dos horas después del referido arreglo. Por lo tanto, en palabras de mi hermana, cuando se lo presentamos a mi padre en calidad de socio nuestro, este exclamó “ pero este es el ‘ingenieri’ que no solucionó  el  problema del calefón, sino que lo dejó peor de lo que estaba. Así las cosas.
Rover nos dio muchas alegrías. Participó en muchas carreras y logró llegar en primera posición en seis, conducido por los jockeys  J.O. Baldo y F. Quinteros bajo la dirección de su cuidador Carlos Casalini. Luego habría de lesionarse y permanecer inactivo una temporada. Finalmente cuando pudo competir nuevamente surgió la idea de venderlo al exterior. Luego de varias idas y venidas, radiogramas y cartas William  Patrick  Kyne  importador de caballos y propietario del hipódromo de  Bay Meadows  de San Mateo, localidad cercana a la ciudad de San Francisco, California, se interesó en Rover y concretamos la venta y posterior exportación.
La venta me reportó una ganancia más de veinte veces superior a la inversión inicial, una cantidad muy  interesante para la época,  además Rover también había ganado premios importantes y los boletos que le jugué me dieron, descontando las pérdidas, jugosos dividendos.
Mis  andanzas en el mundo del turf incluyeron también la compra de una mitad de una yegua de cuatro años de edad, Ongamira, hija de Optimista y Miraflor, que ganó una carrera, el premio Favella y luego no hizo gran cosa. Decidí vender mi parte a causa de los gastos de mantenimiento e invertí ese dinero en otro caballo, Paiticú, que según me dijeron sería un gran ganador. Pero, no tuve gran suerte con él. El día de su debut en el hipódromo de San Isidro se lesionó gravemente no pudiendo recuperarse para regresar a las competencias. Paiticú, no me reportó ninguna ganancia, sólo perdidas y terminó sus días como padrillo en un campo de la provincia de Buenos Aires. Para terminar con este episodio del turf  quiero agregar que cuando recuerdo esas experiencias, lo que se destaca entre todas las cosas en mi recuerdo es el  hecho estético, la belleza de los caballos lanzados en velocidad en la pista, corriendo hacia la bandera final, una imagen para mí  imborrable, por la esbeltez de los movimientos de los animales conjugándose en perfecto equilibrio con los movimientos de  sus jinetes..
La otra actividad que en muchas ocasiones me distrajo de mi práctica del golf fueron los viajes. He viajado y mucho. Lo he hecho por placer, obligaciones laborales y fundamentalmente por ansias de ver de qué se trataba la cosa, saciar mi curiosidad respecto de paisajes y culturas diferentes.
Siendo un niño mis padres me llevaron a Irlanda a conocer a la rama de la familia irlandesa, adonde regresé cuando terminé la escuela secundaria. Luego durante el servicio militar obligatorio como he relatado anteriormente, permanecí un año en los Estados Unidos de Norteamérica, donde recorrí la costa Este. A partir de estas primeras experiencias quedé vacunado contra la inmovilidad y realicé decenas de viajes por el mundo.
Mis ojos se han asombrado ante el gran desierto australiano, las abruptas costas de Nueva Zelanda, las pirámides egipcias, la represa de Asuán el delta del Nilo, la gran muralla china, el muro de Adriano en Gran Bretaña, el canal de Panamá, las pirámides de Teotihuacan, el Partenón en Atenas, la gran mezquita en Estambul, el Vaticano, la majestuosa  Basílica de San Pedro, las playas de Normandía (lugar donde en 1944 desembarcaron las tropas aliadas que habrían de liberar Francia  e iniciar la invasión de Alemania para derrotar al nazismo) la Torre de Londres, el Arco del Triunfo en París, entre tantas otras maravillas del mundo.
Hacia fines de la década de los 80, planeamos con mi esposa un viaje a  Irlanda. Este viaje inaugura lo que llamo mis viajes con Verónica, que habrían de ser muchos pues decidí también acompañarla a todos los congresos en que ella  presentaba trabajos en su especialidad, la oftalmología pediátrica.
 Nuestro primer viaje  fue a Irlanda vía Londres y Edimburgo, en Escocia  visitamos la cuna del golf el Saint Andrew’s Golf Club,  por falta de tiempo no pude alquilar palos y despuntar el vicio, sin embargo caminé por una de sus canchas, soñando que algún día regresaría con mis palos. Luego recorrimos el norte de Inglaterra  y Glasgow desde donde  nos dirigimos por tren a  Stranaer, donde abordaríamos el ferry al puerto de Larne en el Norte de Irlanda y luego nuevamente otro  tren a Belfast, distante unas pocas millas de allí. Aún hoy recuerdo vívidamente la campiña escocesa  y la pequeña estación de Stranaer,  donde el encargado de la estación tenía un pequeño tambo a unos metros de la estación donde las lecheras pastaban tranquilamente en una loma.
El cruce del mar de Irlanda, batido por los fuertes vientos del Norte que levantaban grandes olas fue todo lo movido que se imaginan  y una vez que desembarcamos y ascendimos a nuestro tren, me dije a mi mismo, respirando profundamente, en un rato llegaremos a nuestro destino y allí sí podremos descansar.
No fue así pues unos 1500 metros antes de llegar a Belfast el tren se detuvo y el guarda nos informó que debíamos descender con nuestro equipaje y caminar el resto del trayecto pues el IRA (Ejército Republicano Irlandés) había colocado una bomba que había destruido parte de la estación terminal. No hubo más remedio que cargar las valijas y caminar hasta la estación. Los andenes estaban cubiertos de cristales rotos que casi nos destruyeron los zapatos. Finalmente abordamos un taxi y nos dirigimos en busca de hospedaje hacia la zona de la ciudad donde yo había pasado largas temporadas en la casa de mi tía Eileen (31 College Gardens). Ya instalados en un cómodo Bed & Breakfast  me pregunté qué hacía allí: ¿realmente quería recorrer esa ciudad, la ciudad de la familia de mi padre, donde había pasado gratos momentos en mi infancia y juventud ?
 No supe que responderme. En los días siguientes me invadió algo así como un sentido de pérdida. Ya no tenía familiares en esa ciudad, muchos de aquellos que había conocido en mis visitas anteriores  tampoco vivían más allí o habían muerto. Todo lo que recordaba se había esfumado en el tiempo. Para  colmo de males me engripé, lo que agravó mi morriña,  saudades o tristeza, como quieran llamarla. Y ciertos aromas de la ciudad (toda ciudad tiene su olor particular) acentuaban mi estado de ánimo, pues, aunque parezca extraño me devolvían imágenes del pasado que poco tenían que ver con el presente. Pero, quizás lo que me convenció de que debía acelerar el regreso fue la tensión política que se percibía en el ambiente, la Belfast que idealicé durante tantos años, no existía ya para mí. Esto culminó nuestra primer experiencia europea con Verónica, como  habrán visto,  no fue demasiado auspiciosa, pero, antecedería a muchas otras que me depararon días de intensa felicidad.
John, mi hermano, me advierte que no cuente anécdotas de mi propia cosecha porque según él, no le interesan a nadie. Pero, sin embargo debo retrucarle que en mis viajes me han pasado algunas cosas interesantes.
En la década de los 60 conocí en los talleres de Buxton y Cía a un norteamericano Ham Hamilton quien en compañía de su esposa y cuatro hijas estaban  recorriendo el mundo en un vehículo anfibio militar multipropósito. Atravesaron el mar Caribe y luego descendieron por las costas del Océano Pacífico, cruzaron  los Andes, llegando a Buenos Aires, donde debían reparar el inusual vehículo, llamado Araña de Agua. Hamilton me invitó a acompañarlos en el cruce del Río de la Plata  y si lo deseaba acompañarlos hasta Brasil. Acepté gustoso y partimos hacia Colonia, pasamos por Montevideo, donde los Hamilton debían tramitar el permiso correspondiente para ingresar en territorio brasileño, lo cual les fue denegado por las características del vehículo. Decepcionados nos dirigimos a Punta del Este donde pasamos unos espléndidos días de playa antes del regreso a Buenos Aires.
Aunque el regreso no sería tan tranquilo como la ida. Hamilton haciendo algunas reparaciones menores se había cortado la mano, un corte profundo, que se infectó, y ya en el medio del río le produjo una fiebre altísima, teniendo que permanecer en su cucheta todo el viaje. Por lo tanto yo me tuve que hacer cargo de la conducción del anfibio en el medio del Río de la Plata. Timonear en dirección de Buenos Aires el anfibio que podía navegar en aguas bajas, no parecía tan difícil. Pero,  repentinamente el motor comenzó a levantar temperatura, el sistema de refrigeración no funcionaba, y se detuvo. “Ay, Dios mío, ahora qué diablos pasa”, me dije. Lo recuerdo como si fuera hoy.
 Hamilton me gritaba desde el lecho: “ Se debe haber roto alguna manguera o la bomba de circulación de agua. Bajá a la sentina y fijate a ver que pasa.” Me metí en la sentina, una de las mangueras había estallado y estaba inundando la embarcación. Yo, que nunca había empuñado hasta ese día una Stilson o una llave inglesa, logré, no se como, pero lo hice, reparar  el desperfecto, ante el  aplauso de  Mrs. Hamilton y sus hijas. Luego pulsé el arranque y el motor milagrosamente comenzó a funcionar a la perfección. Cuando, después de varias horas,  divisé la torre del Yatch Club Argentino, respiré aliviado. Y, les digo, y en especial a mi hermano,  que cuando se trata de cruzar el Río de la Plata, hay cruces y cruces, una cosa es el rápido de Buquebús y otra un anfibio de desembarco de la Segunda Guerra Mundial.
Y tengo otra para John que también ha viajado y mucho, aunque siempre lo hizo por cuestiones de trabajo. Vamos a ver si me emparda esta. En un viaje a Marruecos, en Tanger, veníamos caminando por la calle en inmediaciones de un mercado y frente a una iglesia nos llamó la atención un encantador de serpientes. Nos acercamos a observarlo y tuve la certeza de que de su flauta (Tumarit) atada con un hilo finísimo pendía lo que parecía un trozo de carne o una carnada de algún tipo para atraer al reptil. Se lo comenté en voz alta a unos ingleses que observaban extasiados al encantador en plena tarea, ellos no hicieron comentario alguno. Pero, como el espectáculo de la víbora que se alzaba al compás de la música valía la pena, allí permanecimos.  Estoy seguro, que mi hermano me diría que  millones de personas han visto eso. Sí, pero a pocos les pasó lo que a mí. Finalizado el espectáculo el encantador se puso de pie, disponiéndose a pasar la gorra. En ese momento me distraje y el encantador aprovechó la situación y sacando a la serpiente de su canasta, tomada por la base de su cabeza  con un aparato metálico, me la enroscó del cuello. El bicho tenía sus fauces abiertas en actitud amenazante. Demás está decir que quedé paralizado, mientras un frío intenso me bajaba por la espalda. Mientras tanto el sujeto al tiempo que movía la serpiente alrededor de mi cuello me susurró al oído en un ingles quebrado pero entendible: “Si querés que te  saque la víbora de tu cuello me tenés que dar 25 euros, o preferís que te muerda”.  No había otro remedio que pagarle. Lentamente, muy lentamente fui moviendo mi mano hacia el bolsillo del pantalón y con las puntas de los dedos saqué el dinero. Él lo tomó, separó un billete de 50 dólares y me volvió a poner el resto en el bolsillo. No era lo estipulado, pero me la tuve que aguantar. No había otra solución. Era evidente que el tipo había escuchado mis comentarios y estaba decidido a darme una lección. Cuando relaté esa noche en el hotel la dramática situación que había vivido todos se rieron. El conserje me dijo entonces: “Mr. Hickey, esas serpientes son perfectamente inofensivas pues les extraen los colmillos.”  Haberlo sabido y me habría ahorrado 50 dólares norteamericanos.
He visto la salida del sol y su ocaso en países de Europa, Asia, África, Oceanía, América del Norte y del Sur; pero no he descuidado mi propio  país. He recorrido la Argentina de Sur a Norte y  de Este a Oeste, lo he hecho en tren, ómnibus, avión y automóvil.
 Miles y miles de kilómetros hechos en mi vida, la mayoría de ellos al volante de más de 30 autos de distinta  de marca y modelo. Pensándolo ahora en perspectiva y según pasan los años, creo que los viajes realizados en territorio nacional son los que me han resultado más interesantes, era como recorrer la casa propia, para decirlo de alguna manera descubriendo las diferencias geográficas y culturales que nos caracterizan.
Haciendo un cálculo bastante conservador a razón de 20.000 km por años, puedo decir sin exagerar que en unos 60 años de vida al volante tengo hechos por rutas de asfalto, caminos de tierra, de ripio, entoscados y mejorados más de 1.200.000 km. Y hoy con 81 bien cumplidos continúo  al volante.
Aunque manejar en el pasado era una experiencia totalmente distinta, los caminos eran otros, en ocasiones desastrosos. Los autos de las décadas de los 40, 50 y 60, no tienen nada que ver con los actuales. Los frenos a disco no existían. Eran pesados, no doblaban y frenaban como los actuales. La calefacción y aire acondicionado eran una fantasía inimaginable en aquellos tiempos lejanos. Y qué decir de las cubiertas, salíamos a la ruta siempre con más de una rueda de auxilio pues era muy normal pinchar varias veces. Hoy todo eso ha cambiado.
Esos fueron tiempos de aventura por los caminos argentinos y de solidaridad criolla pues siempre se podía encontrar una mano amiga que te sacara del apuro o  te remolcara al pueblo más cercano. Si estabas varado en la banquina con el capó levantado por un desperfecto mecánico no pasaba mucho tiempo antes de que algún automovilista o camionero se detuviera a preguntar si necesitabas ayuda. Eso ha cambiado y mucho.  
Sí,  los automóviles modernos con todo su confort son sumamente cómodos, veloces y confiables. Hemos progresado en ese aspecto.  Pero, en lo que hemos sufrido una involución es en nuestro comportamiento social, no respetamos nada, ni las normas de tránsito, ni las de seguridad. A ello hay que sumarle la inseguridad reinante, hay caminos y rutas en las que luego del anochecer si se rompe el auto es probable que lo pierdas y también quizás tu vida, pues los amigos de lo ajeno y los delincuentes que ya no respetan códigos como en otras épocas  están esperando en las sombras. Estos son los tiempos que vivimos.



[1] ver apéndice 1
2 Ver apéndice 2

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