martes, 10 de abril de 2012

Epílogo



     








Han pasado los meses desde que comencé a tomar las primeras notas de esta crónica de vida y aún me hago infinidad de preguntas acerca de la legitimidad o la validez de mis intenciones y esfuerzo. También me he preguntado por qué decidí narrar hechos que muchos podrían considerar intrascendentes, enfrentar la página en blanco no es tarea fácil, hurgar en los pliegues de la memoria, no lo es menos.
 No soy una estrella de rock, ni de cine, mucho menos, integro la patética  farándula. Todo lo contrario, soy un simple ciudadano dispuesto a brindar testimonio de mi paso por este mundo, compartirlo con otros que han vivido el mismo período histórico. Con ello no persigo mis 15 minutos de fama, como ya lo he dicho, lo repito, busco simplemente dejar testimonio.
Regresar al pasado, a la infancia, a la juventud; a aquellos lugares en los cuales se ha sido feliz, o donde se ha  conocido el dolor o la decepción, ha sido toda una experiencia, pues hoy tengo una perspectiva diferente. Aquella que nos brinda indudablemente el paso del tiempo.
  Esto me ha producido en ocasiones sentimientos encontrados, ello se debe, creo, a que en la actualidad al rememorar ciertos hechos y pasajes de mi vida, me permite inferir que podría haber obrado de una manera distinta, haber tomado otras decisiones a las que tomé en su momento. Pero nada puedo hacer al respecto, es imposible modificar el pasado.
También este viaje a través de mi memoria me ha producido un cierto sentimiento de pérdida, el cual no es fácil explicar. Es algo así, como regresar a aquellos días en que era joven y fuerte, tenía el futuro por delante y todo era posible, incluso los sueños. Pero, como el tiempo trascurrido es fácticamente irrecuperable, debo conformarme con el recuerdo.
 Apoyado en algunas notas, cartas, documentos familiares, recortes periodísticos y la memoria de mis hermanos, eso sí, ahora lo comprendo,  insuficientes. Para realizar este viaje hacia el pasado, debiera de haber, ahora me doy cuenta, haber llevado un diario detallado de mi vida. El que seguramente me hubiera puesto a salvo de los olvidos y traiciones de la memoria. 
Simultáneamente, mientras redactaba estás páginas, no puedo negarlo, cierto pesimismo se hizo sentir. Esta sensación negativa no está  relacionada con mi propia vida  o con mis logros personales. Puedo decir que he tenido una buena vida, plena. No puedo quejarme.
 Desde el día en que me inicié laboralmente siempre he tenido trabajos interesantes y bien remunerados. En mi primer trabajo formé parte del equipo de ventas de una empresa importadora de maquinaria. Allí revisté en el departamento de maquinaria e implementos agrícolas; pudiendo ver, a pesar de políticas gubernamentales negativas para el desarrollo del sector agrícola ganadero, su crecimiento. Asimismo, en aquel tiempo fui testigo del nacimiento de varias pequeñas fábricas de maquinaria en la pampa gringa, las que en la actualidad hacen gala de una  intensa vitalidad, exportando sus productos al mundo entero.
Fui en otras etapas de mi vida  comprador de materias primas para una empresa productora de alimentos balanceados. También incursioné en el comercio. Fui distribuidor mayorista de nueces, que traía desde La Rioja y revendía en la capital y alrededores y, en la década de los 60,  inauguré con mi hermano en el Martínez Shopping Center un local de venta de indumentaria y palos de golf, en cuyo sótano instalamos una jaula de práctica, una de las pocas existentes en la época. 
De todas mis actividades, quizás las que recuerdo con mayor afecto, fueron las que se relacionaron con la producción avícola y Láctea, nuevamente con la participación de mi hermano fuimos productores de huevos y de leche, en mediana  escala, en Capilla del señor, partido de Exaltación de la Cruz. Sin olvidarme que en otro emprendimiento familiar con mis hermanos y cuñado Edmundo Moore nos dedicamos al engorde y cría de hacienda.
Entre las distintas actividades que emprendí pude también darme el lujo de vivir un par de años sabáticos, hasta que ingresé como asesor comercial en la embajada de Australia donde trabajé más de veinte años. Luego de optar por el retiro voluntario, fui uno de los socios fundadores de una consultora financiera y de inversiones, donde trabajé hasta el 2000, en que me jubilé definitivamente, mudándome al Olivos Golf Club.
Tanto en la embajada de Australia, como en la consultora, he participado de distintos  proyectos y acuerdos comerciales, industriales y de inversión que han ayudado a desarrollar la economía argentina  en el campo de la minería y la industria.  Sí, yo hice mi aporte,  un grano de arena,  pero grano al fin, en el crecimiento económico y productivo de mi querido país.
No obstante, en lo que respecta a mi queridísima Argentina, cuando pienso en ella y recuerdo lo que podría haber sido y no es, me invade la frustración. La veo potencialmente rica con una capacidad para cobijar a cien millones de habitantes y brindarles todo lo necesario para que desarrollen una vida feliz y fructífera. Me pregunto: ¿ qué nos ha sucedido? Sólo somos un poco más de cuarenta millones de habitantes en un territorio de vasta riqueza, no obstante, millones de argentinos viven en la extrema pobreza, sus hijos no tienen acceso a un trabajo digno, a la vivienda, ni a la educación, ni a la salud.
Cada vez que percibo la  facilidad con la que se pierden oportunidades únicas para nuestro desarrollo, la imposibilidad de fijar objetivos comunes; me invade la tristeza.
Los argentinos hemos celebrado recientemente nuestro bicentenario y hemos podido comprobar que vivimos en una sociedad fragmentada. En la cual las virtudes teologales, ”fe esperanza y caridad”, indudables valores espirituales y cristianos, han caído en el olvido; así como la solidaridad y el amor por el prójimo. Me atrevo a decir que hemos resignado  nuestra condición de ciudadanos, convirtiéndonos en vulgares consumidores. No soy muy afecto a leer poesía, pero en un libro que me regalaron recientemente del tucumano  Arturo Álvarez Sosa, Tu cuerpo es el mundo, rescaté del prólogo lo siguiente que me parece un diagnóstico interesante: Los feroces vientos de la historia han reducido el mundo al tamaño de la pantalla del televisor. A través de ella podemos observar, en una veloz  y confusa simultaneidad, distintos acontecimientos que han sucedido, hace minutos nada más, o aún se hallan en pleno desarrollo en diversos puntos del planeta. Este accionar de la televisión, un medio que como lo augurara Heidegger  en junio de 1950, ha penetrado y saturado toda la maquinaria de la comunicación, diluye las nociones de tiempo y espacio, estableciendo una cercanía inexistente, aparente, en la cual lo remoto y lo distante transcurren invariablemente en un aquí y ahora. Un presente divinizado con presunciones de eterno en el que los fantasmas del pasado, asumiendo los dictados de la moda, mudan de ropaje y, la ilusión de futuro, sólo podrá ser saciada con dinero plástico”. Este es el tiempo que nos toca vivir. Un mundo condicionado por la televisión, las imágenes que ella transmite, multiplica, se transforman en nuestra realidad: una realidad liquida, ambigua. 
En el siglo XX y a partir de 1945, la finalización de la Segunda Guerra Mundial, vivimos durante décadas las instancias de la guerra fría, caracterizada por el terror nuclear. La  posible destrucción de nuestro planeta. Prueba de ello son las dos bombas atómicas lanzadas sobre  las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, en el Japón.  Si bien el planeta ha logrado sobrevivir a los peores presagios, lo sucedido recientemente en la central nuclear de Fukushima y, anteriormente, en la de Chernobyl, Ucrania, deben ser considerados un llamado de atención a la humanidad. El peligro nuclear no ha desaparecido, las plantas nucleares, como lo prueban sucesos recientes, pueden ser bombas de tiempo. Tampoco podemos obviar que el siglo XX podría ser llamado el siglo de la guerras, infinidad de ellas, muchas denominados bajo el eufemismo de “enfrentamientos de baja intensidad” que han dejado millones de muertos. Y qué decir de las sangrientas revoluciones, fracasadas revoluciones, como lo prueba la caída del Muro de Berlín, las que multiplicaron por millones las listas de ciudadanos asesinados.
A ello deberíamos agregar la transformación y destrucción de la naturaleza. Los  procesos de desertificación en grandes extensiones del planeta, como sucede por causas diversas en China, la Patagonia y en el sur de la provincia de Buenos Aires. Quiero destacar que otro de los  grandes peligros existentes es la tala  indiscriminada de bosques, garantes principales del equilibrio ecológico y la biodiversidad, para dedicar esas tierras al cultivo, en muchos casos al monocultivo, como sucede en la Argentina. En este caso particular las autoridades debieran revisar su política agrícola ganadera, particularmente las retenciones sobre los cereales. Cuyo efecto negativo es evidente, pues han impulsado, particularmente a los pequeños y medianos productores, a la producción casi exclusiva de la soja. Particularmente, pues este cereal les garantiza, por ahora, un moderado nivel de ganancia, luego del pago de insumos, semillas, costos de siembra y recolección,  combustible, transporte y cargas impositivas: municipales, provinciales y nacionales. Con el agravante de que de persistir esta situación sólo podrán  sobrevivir aquellos que al producir en gran escala logran una mayor rentabilidad, es decir las grandes empresas agrícolas, provocando como ya se está viendo un no deseado proceso de concentración económico.
Volviendo a mi relato personal, quiero destacar que en el proceso de incubación de estas, entre comillas, “memorias”, entre otras cosas, puedo revivir la emoción vivida cuando una mañana en el Olivos Golf Club, hablamos con Carlos Servidío, concesionario del bar de caddies,  sobre un amor compartido, el crucero de la marina de guerra General Belgrano. Yo fui, como lo he contado,  uno de sus primeros tripulantes y durante varios meses, este buque fue mi hogar. Carlos, al momento de su hundimiento por un submarino nuclear británico, se desempeñaba en la nave como cabo maquinista. Aunque, la de él, a diferencia de la mía, es una historia dramática. Pues él es uno de aquellos marinos que logró sobrevivir al naufragio en las heladas aguas del Atlántico Sur. Haber compartido con cientos de otros hombres, en épocas y condiciones distintas,  un período de nuestra vida en esa nave, se transforma en un lazo invisible, que de algún modo nos hermana.
Sentimiento, este, el de la hermandad, el de los vínculos no familiares entre los ciudadanos, que se halla debilitado, ausente. La vida comunitaria se ha degradado, esto lo percibo cotidianamente en los modales, en el comportamiento de los hombres y mujeres en la calle, en la conducta de los automovilistas. Y qué decir de los políticos en la actualidad,  muchos, en su modo de expresarse,  no tienen nada  que envidiarle a los barras bravas. Más aún, la cultura ‘barra brava’ parece haberse infiltrado en todos los estratos sociales.
No quiero decir que todo tiempo pasado haya sido mejor: Lejos estoy de ello. Pero, para aquellos de mi generación, que como yo  hemos vivido el país de Bernardo Houssay, Luis F. Leloir, César Milstein (todos premios Nóbel); el de Jorge Luis Borges y del recientemente fallecido Ernesto Sábato; tenemos dificultad en comprender que nos pasó.
No quiero caer en simplificaciones, pero en ocasiones pienso en las razones y verdades de Discépolo cuando escribió: “¡Hoy resulta que es lo mismo /ser derecho que traidor!.../ ¡Ignorante, sabio o chorro,/generoso o estafador!/¡Todo es igual!/¡Nada es mejor!/¡Lo mismo un burro que un gran profesor! /No hay aplazaos /ni escalafón,/los inmorales /nos han igualao. / Si uno vive en la impostura /y otro roba en su ambición/ ¡da lo mismo que sea cura, /colchonero, rey de bastos,/caradura o polizón!...”. Si no está convencido de las palabras de nuestro gran poeta popular, encienda su televisor.
Por último y para cerrar, que hace rato vengo hablando, vaya mi agradecimiento a todos mis amigos que he mencionado en distintos pasajes de mi relato (si me olvidé de alguno que se anote, en casa lo espero con un Juancito Caminador etiqueta roja doble); a mis hermanos que me refrescaron la memoria, a Esteban Moore que leyó los originales y por supuesto a Verónica, lectora crítica de estas páginas.
Los saluda atentamente su servidor Patricio Hickey.

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