Han pasado los meses desde que comencé a tomar las primeras notas de
esta crónica de vida y aún me hago infinidad de preguntas acerca de la
legitimidad o la validez de mis intenciones y esfuerzo. También me he
preguntado por qué decidí narrar hechos que muchos podrían considerar
intrascendentes, enfrentar la página en blanco no es tarea fácil, hurgar en los
pliegues de la memoria, no lo es menos.
No soy una estrella de rock,
ni de cine, mucho menos, integro la patética
farándula. Todo lo contrario, soy un simple ciudadano dispuesto a
brindar testimonio de mi paso por este mundo, compartirlo con otros que han
vivido el mismo período histórico. Con ello no persigo mis 15 minutos de fama,
como ya lo he dicho, lo repito, busco simplemente dejar testimonio.
Regresar al pasado, a la infancia, a la juventud; a aquellos lugares
en los cuales se ha sido feliz, o donde se ha
conocido el dolor o la decepción, ha sido toda una experiencia, pues hoy
tengo una perspectiva diferente. Aquella que nos brinda indudablemente el paso
del tiempo.
Esto me ha producido en
ocasiones sentimientos encontrados, ello se debe, creo, a que en la actualidad
al rememorar ciertos hechos y pasajes de mi vida, me permite inferir que podría
haber obrado de una manera distinta, haber tomado otras decisiones a las que
tomé en su momento. Pero nada puedo hacer al respecto, es imposible modificar
el pasado.
También
este viaje a través de mi memoria me ha producido un cierto sentimiento de
pérdida, el cual no es fácil explicar. Es algo así, como regresar a aquellos
días en que era joven y fuerte, tenía el futuro por delante y todo era posible,
incluso los sueños. Pero, como el tiempo trascurrido es fácticamente
irrecuperable, debo conformarme con el recuerdo.
Apoyado en algunas notas, cartas, documentos
familiares, recortes periodísticos y la memoria de mis hermanos, eso sí, ahora
lo comprendo, insuficientes. Para
realizar este viaje hacia el pasado, debiera de haber, ahora me doy cuenta,
haber llevado un diario detallado de mi vida. El que seguramente me hubiera
puesto a salvo de los olvidos y traiciones de la memoria.
Simultáneamente,
mientras redactaba estás páginas, no puedo negarlo, cierto pesimismo se hizo
sentir. Esta sensación negativa no está
relacionada con mi propia vida o
con mis logros personales. Puedo decir que he tenido una buena vida, plena. No
puedo quejarme.
Desde el día en que me inicié laboralmente
siempre he tenido trabajos interesantes y bien remunerados. En mi primer
trabajo formé parte del equipo de ventas de una empresa importadora de
maquinaria. Allí revisté en el departamento de maquinaria e implementos
agrícolas; pudiendo ver, a pesar de políticas gubernamentales negativas para el
desarrollo del sector agrícola ganadero, su crecimiento. Asimismo, en aquel
tiempo fui testigo del nacimiento de varias pequeñas fábricas de maquinaria en
la pampa gringa, las que en la actualidad hacen gala de una intensa vitalidad, exportando sus productos
al mundo entero.
Fui en
otras etapas de mi vida comprador de
materias primas para una empresa productora de alimentos balanceados. También
incursioné en el comercio. Fui distribuidor mayorista de nueces, que traía
desde La Rioja y revendía en la capital y alrededores y, en la década de los
60, inauguré con mi hermano en el
Martínez Shopping Center un local de venta de indumentaria y palos de golf, en
cuyo sótano instalamos una jaula de práctica, una de las pocas existentes en la
época.
De todas
mis actividades, quizás las que recuerdo con mayor afecto, fueron las que se
relacionaron con la producción avícola y Láctea, nuevamente con la
participación de mi hermano fuimos productores de huevos y de leche, en
mediana escala, en Capilla del señor,
partido de Exaltación de la Cruz. Sin olvidarme que en otro emprendimiento
familiar con mis hermanos y cuñado Edmundo Moore nos dedicamos al engorde y
cría de hacienda.
Entre las
distintas actividades que emprendí pude también darme el lujo de vivir un par
de años sabáticos, hasta que ingresé como asesor comercial en la embajada de
Australia donde trabajé más de veinte años. Luego de optar por el retiro
voluntario, fui uno de los socios fundadores de una consultora financiera y de
inversiones, donde trabajé hasta el 2000, en que me jubilé definitivamente,
mudándome al Olivos Golf Club.
Tanto en
la embajada de Australia, como en la consultora, he participado de
distintos proyectos y acuerdos
comerciales, industriales y de inversión que han ayudado a desarrollar la
economía argentina en el campo de la
minería y la industria. Sí, yo hice mi aporte, un grano de arena, pero grano al fin, en el crecimiento
económico y productivo de mi querido país.
No
obstante, en lo que respecta a mi queridísima Argentina, cuando pienso en ella
y recuerdo lo que podría haber sido y no es, me invade la frustración. La veo
potencialmente rica con una capacidad para cobijar a cien millones de
habitantes y brindarles todo lo necesario para que desarrollen una vida feliz y
fructífera. Me pregunto: ¿ qué nos ha sucedido? Sólo somos un poco más de
cuarenta millones de habitantes en un territorio de vasta riqueza, no obstante,
millones de argentinos viven en la extrema pobreza, sus hijos no tienen acceso
a un trabajo digno, a la vivienda, ni a la educación, ni a la salud.
Cada vez
que percibo la facilidad con la que se
pierden oportunidades únicas para nuestro desarrollo, la imposibilidad de fijar
objetivos comunes; me invade la tristeza.
Los
argentinos hemos celebrado recientemente nuestro bicentenario y hemos podido
comprobar que vivimos en una sociedad fragmentada. En la cual las virtudes
teologales, ”fe esperanza y caridad”, indudables valores espirituales y
cristianos, han caído en el olvido; así como la solidaridad y el amor por el
prójimo. Me atrevo a decir que hemos resignado
nuestra condición de ciudadanos, convirtiéndonos en vulgares
consumidores. No soy muy afecto a leer poesía, pero en un libro que me
regalaron recientemente del tucumano
Arturo Álvarez Sosa, Tu cuerpo es el mundo, rescaté del prólogo
lo siguiente que me parece un diagnóstico interesante: “Los
feroces vientos de la historia han reducido el mundo al tamaño de la pantalla
del televisor. A través de ella podemos observar, en una veloz y confusa simultaneidad, distintos
acontecimientos que han sucedido, hace minutos nada más, o aún se hallan en
pleno desarrollo en diversos puntos del planeta. Este accionar de la
televisión, un medio que como lo augurara Heidegger en junio de 1950, ha penetrado y saturado
toda la maquinaria de la comunicación, diluye las nociones de tiempo y espacio,
estableciendo una cercanía inexistente, aparente, en la cual lo remoto y lo
distante transcurren invariablemente en un aquí y ahora. Un presente divinizado
con presunciones de eterno en el que los fantasmas del pasado, asumiendo los
dictados de la moda, mudan de ropaje y, la ilusión de futuro, sólo podrá ser
saciada con dinero plástico”. Este es el tiempo que nos toca vivir. Un
mundo condicionado por la televisión, las imágenes que ella transmite,
multiplica, se transforman en nuestra realidad: una realidad liquida,
ambigua.
En el siglo
XX y a partir de 1945, la finalización de la Segunda Guerra Mundial, vivimos
durante décadas las instancias de la guerra fría, caracterizada por el terror
nuclear. La posible destrucción de
nuestro planeta. Prueba de ello son las dos bombas atómicas lanzadas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, en el
Japón. Si bien el planeta ha logrado
sobrevivir a los peores presagios, lo sucedido recientemente en la central
nuclear de Fukushima y, anteriormente, en la de Chernobyl, Ucrania, deben ser
considerados un llamado de atención a la humanidad. El peligro nuclear no ha
desaparecido, las plantas nucleares, como lo prueban sucesos recientes, pueden
ser bombas de tiempo. Tampoco podemos obviar que el siglo XX podría ser llamado
el siglo de la guerras, infinidad de ellas, muchas denominados bajo el
eufemismo de “enfrentamientos de baja intensidad” que han dejado millones de
muertos. Y qué decir de las sangrientas revoluciones, fracasadas revoluciones,
como lo prueba la caída del Muro de Berlín, las que multiplicaron por millones
las listas de ciudadanos asesinados.
A ello
deberíamos agregar la transformación y destrucción de la naturaleza. Los procesos de desertificación en grandes
extensiones del planeta, como sucede por causas diversas en China, la Patagonia
y en el sur de la provincia de Buenos Aires. Quiero destacar que otro de
los grandes peligros existentes es la
tala indiscriminada de bosques, garantes
principales del equilibrio ecológico y la biodiversidad, para dedicar esas
tierras al cultivo, en muchos casos al monocultivo, como sucede en la
Argentina. En este caso particular las autoridades debieran revisar su política
agrícola ganadera, particularmente las retenciones sobre los cereales. Cuyo
efecto negativo es evidente, pues han impulsado, particularmente a los pequeños
y medianos productores, a la producción casi exclusiva de la soja.
Particularmente, pues este cereal les garantiza, por ahora, un moderado nivel
de ganancia, luego del pago de insumos, semillas, costos de siembra y
recolección, combustible, transporte y
cargas impositivas: municipales, provinciales y nacionales. Con el agravante de
que de persistir esta situación sólo podrán
sobrevivir aquellos que al producir en gran escala logran una mayor
rentabilidad, es decir las grandes empresas agrícolas, provocando como ya se
está viendo un no deseado proceso de concentración económico.
Volviendo a
mi relato personal, quiero destacar que en el proceso de incubación de estas,
entre comillas, “memorias”, entre otras cosas, puedo revivir la emoción vivida
cuando una mañana en el Olivos Golf Club, hablamos con Carlos Servidío,
concesionario del bar de caddies, sobre
un amor compartido, el crucero de la marina de guerra General Belgrano. Yo fui,
como lo he contado, uno de sus primeros
tripulantes y durante varios meses, este buque fue mi hogar. Carlos, al momento
de su hundimiento por un submarino nuclear británico, se desempeñaba en la nave
como cabo maquinista. Aunque, la de él, a diferencia de la mía, es una historia
dramática. Pues él es uno de aquellos marinos que logró sobrevivir al naufragio
en las heladas aguas del Atlántico Sur. Haber compartido con cientos de otros
hombres, en épocas y condiciones distintas,
un período de nuestra vida en esa nave, se transforma en un lazo
invisible, que de algún modo nos hermana.
Sentimiento,
este, el de la hermandad, el de los vínculos no familiares entre los
ciudadanos, que se halla debilitado, ausente. La vida comunitaria se ha
degradado, esto lo percibo cotidianamente en los modales, en el comportamiento
de los hombres y mujeres en la calle, en la conducta de los automovilistas. Y
qué decir de los políticos en la actualidad,
muchos, en su modo de expresarse,
no tienen nada que envidiarle a
los barras bravas. Más aún, la cultura ‘barra brava’ parece haberse infiltrado
en todos los estratos sociales.
No quiero
decir que todo tiempo pasado haya sido mejor: Lejos estoy de ello. Pero, para
aquellos de mi generación, que como yo
hemos vivido el país de Bernardo Houssay, Luis F. Leloir, César Milstein
(todos premios Nóbel); el de Jorge Luis Borges y del recientemente fallecido
Ernesto Sábato; tenemos dificultad en comprender que nos pasó.
No quiero
caer en simplificaciones, pero en ocasiones pienso en las razones y verdades de
Discépolo cuando escribió: “¡Hoy resulta que es lo mismo /ser derecho que traidor!.../
¡Ignorante, sabio o chorro,/generoso o estafador!/¡Todo es igual!/¡Nada es
mejor!/¡Lo mismo un burro que un gran profesor! /No hay aplazaos /ni escalafón,/los
inmorales /nos han igualao. / Si uno vive en la impostura /y otro roba en su
ambición/ ¡da lo mismo que sea cura, /colchonero, rey de bastos,/caradura o
polizón!...”. Si no está convencido
de las palabras de nuestro gran poeta popular, encienda su televisor.
Por último y para cerrar, que hace rato vengo hablando,
vaya mi agradecimiento a todos mis amigos que he mencionado en distintos
pasajes de mi relato (si me olvidé de alguno que se anote, en casa lo espero
con un Juancito Caminador etiqueta roja doble); a mis hermanos que me
refrescaron la memoria, a Esteban Moore que leyó los originales y por supuesto
a Verónica, lectora crítica de estas páginas.
Los saluda atentamente su servidor Patricio Hickey.
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