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Mi certificado de nacimiento expedido por el Registro
Provincial de las Personas, confirma que nací en Olivos, partido de Vicente
López, el 16 de septiembre de 1929; localidad en la cual mis padres, luego de
su casamiento en 1927, tuvieron casa durante un brevísimo periodo de su vida.
A pesar de este, en mi opinión casual incidente
bonaerense o provinciano si se quiere, debo dejar aclarado que me considero un porteño por derecho propio y
hago mías, aunque muchos dirán que no me corresponde tal cosa, las palabras de Carlos Guido Spano cuando en Trova
nos dice: He nacido en Buenos Aires / ¡ Qué me importan
los desaires / con que me trate la suerte!/ Argentino hasta la
muerte/ He nacido en Buenos Aires.
Estimo que fue en 1930, si no me fallan los cálculos, cuando nos mudamos al barrio
de Belgrano ‘R’ ( la R representaba a la
ciudad de Rosario, pues ese ramal del ferrocarril llegaba hasta la Chicago
argentina; diferenciándolo del Belgrano ‘C’ o Belgrano Costa que tenía su
estación terminal en Tigre) donde
adquirieron una casa de dos plantas en la calle Pampa 3132, entre Freire y
Zapiola.
Allí surgen mis primeros recuerdos acerca de hechos que sucedieron en mi infancia. El primero y
más traumático, fue el incendio que se desató en la planta alta de nuestra
casa, una experiencia terrible. Todos debimos salir a los apurones a la calle
mientras los bomberos que llegaron precedidos por las ensordecedoras sirenas se
preparaban para apagar las llamas. Luego, ubicado junto a mi familia en la vereda de enfrente observé el dantesco
espectáculo, el humo que en espesas y negras columnas salía por las ventanas
del piso superior. Sin embargo, lo que
más me llamó la atención y, aún retengo con nitidez en mi memoria, es la
conversación de algunos curiosos y vecinos reunidos allí. La cual no se
refería al incendio de mi casa, ellos hablaban de otro incendio lejano,
ocurrido ese día o el anterior en Medellín, Colombia, donde el fuego,
alimentado por el combustible de los dos aviones de pasajeros que chocaron en
la pista del aeropuerto de la ciudad de la eterna primavera, en uno de los cuales viajaba Carlos Gardel,
incineró la voz más representativa de
los porteños.
El barrio en aquellos años se caracterizaba por sus
casas de una y dos plantas, los jardines cuidados y sus calles empedradas y
arboladas por las que podía caminar tranquilamente con mis hermanos: Ena María
y Juan Roe. Un amigo cuyo nombre no delataré, lo llamaba la Pequeña Irlanda,
pues sostenía que Belgrano R estaba infestado de Irlandeses, en realidad hiberno
argentinos de primera, segunda y tercera generación, tan porteños como el que
más.
En nuestra cuadra
vivía la familia Oliver, cuyos hijos mayores que nosotros, Eddie, Jack y Jerry,
quién moriría posteriormente en combate, se enrolaron en las fuerzas armadas
británicas cuando se declaró la Segunda Guerra Mundial y las dos hijas Elsie y Nora prestaron servicio como enfermeras durante el
conflicto.
En la vereda opuesta vivían los Hughes, padres de Sonia
y David, con quienes mantuvimos una duradera amistad y los Forrester, otra de
las familias que harían de Belgrano R su patria chica. La esquina de Zapiola y
Pampa se caracterizaba por un edificio de planta baja perteneciente al
ferrocarril que albergaba locales comerciales, allí funcionaba el almacén
Nicomar; sobre la vereda opuesta a escasos metros del paso a nivel y con
amplias vidrieras que daban a Pampa
estaba ubicado el Bazar Europa.
En la dirección contraria, es decir hacia Freire vivía
la familia Grooves y en la propia esquina cruzando Freire tenían casa los
Olivari (aún permanece allí su antigua residencia); esa esquina habría de marcar
un hito en la libertad de enseñanza, pues en la mano de enfrente se instalaría
definitivamente el Pestalozzi Schüle (actual Colegio Pestalozzi) fundado por el doctor Ernesto Alemann en
1933, director del Argentinische Tageblatt, el periódico que representaba
al sector democrático y liberal de la sociedad alemana en la República
Argentina. El doctor Alemann junto a otros miembros de su comunidad se vieron
impulsados a tomar este iniciativa cuando comprobaron que en otros colegios
germanos de la ciudad, con el auspicio del embajador alemán Edmund von
Thermann difundían la ideología y los símbolos del nacional socialismo.
El primer director del Pestalozzi fue el doctor Alfred
Dang, un profesor proveniente de una
familia católica quien había abandonado la docencia por el periodismo para
denunciar al régimen nazi en Europa, hecho que puso en peligro su vida y lo
llevó aceptar la invitación que le hiciera Alemann; trasladarse a nuestro país y retomar su
actividades educativas. Otras familias vecinas eran las de los Dickson, Jacobs
y Satanowsky (Pampa,entre Freire y Conde) y
Murchison (Freire, entre Pampa y Virrey del Pino). En la manzana
delimitada por Pampa, Freire, Sucre y Conde, con entrada por la esquina de Pampa
y Conde, existía un predio que ocupaba casi la mitad de la manzana, donde el
ferrocarril había construido un imponente chalet de claras reminiscencias
inglesas destinado como vivienda de su General Manager (gerente general). Este
contaba con grandes jardines y un gran
molino de viento. En la década de los 70 fue demolido y se construyeron allí un
conjunto de edificios de vivienda de dudosa belleza conocidos como los
monoblocks de Pampa.
Mi madre, realizaba la compra de alimentos secos y
bebidas en El Fénix, donde medio Belgrano tenía cuenta corriente. Este almacén
ocupaba dos terrenos en la ochava de Pampa y Superí. Nunca podré olvidar su
imponente entrada con puertas vaivén y cristales biselados y el salón de
ventas, sus grandes mostradores y alacenas de buena madera, en las que se exponían
los mejores productos nacionales e importados. La administración de este establecimiento, propiedad de la
familia Fernández, quedaría con el paso
del tiempo a cargo de los hijos varones Manuel y Arturo que lo explotaron hasta
bien entrados los años 60. Actualmente ocupa parte del predio una entidad
bancaria cuya arquitectura no mantiene ningún vestigio del elegante Fénix. Los
pedidos se hacían la mayoría de las veces por teléfono y eran entregados
rápidamente por los repartidores en unos
triciclos impulsados a pedal que tenían al frente una gran caja con tapa con el
nombre del comercio propietario del mismo pintado en elegante caligrafía al frente y los costados. Es
extraño, no puedo decir con exactitud donde comprábamos la carne, creo que en
el mercado al aire libre que se montaba
semanalmente en Superí y Virrey Olaguer
y Feliú, actual Colegiales, conocido en aquella época como Villa Calabria, por
la gran cantidad de calabreses que se habían asentado allí, los que en su
mayoría tenían en la zona quintas de verduras que comercializaban en las
inmediaciones. Lo que siempre recordaré es la presencia de los carros tirados a
caballo del lechero, el panadero, el pollero y huevero, el escobero etc. Estos
recorrían las calles del barrio y realizaban sus ventas casa por casa. A medida
que se acercaba la Navidad recorría las calles del barrio el pavero que arreaba
una treintena de pavos por la calle, increíble pero cierto, los pavos caminaban
por la calle libremente y si alguna señora deseaba comprar uno debía elegirlo y
el pavero con un alambre de unos cuatro
metros de largo con un gancho en uno de los extremos lo atrapaba de una de las
patas, luego se las ataba con un hilo
grueso y hacía entrega del mismo, vivo o muerto. Esto último de acuerdo a las preferencias de las
clientas; si le pedían que lo faenara, allí mismo al borde del cordón de la
vereda lo pasaba a degüello. La
recolección de residuos se realizaba por la mañana con grandes chatas tiradas a caballo. Yo me detenía a mirarlos
pues siempre me maravilló observar la habilidad de los conductores para manejar
esos enormes percherones con golpes suaves de rienda mientras que en voz alta y
clara les ordenaban moverse con un “Vamos..” o detenerse diciéndoles “Quieto
caballo”. En muy contadas ocasiones los vi hacer uso de los largos látigos que
llevaban sobre el pescante.
Tendría yo alrededor de 5 años cuando mis padres me
inscribieron en la escuela de Mrs. Tegner donde hice mis primeras letras en
inglés. El salón de clases se hallaba en
su domicilio particular en Pampa y Estomba donde asistían niños y niñas de diferentes edades,
la mayoría provenientes de hogares anglo parlantes. Tiempo después me inscribieron en el
Buenos Aires English High School, donde mi carácter dicharachero me jugó más de
una mala pasada. Tenía la costumbre de distraerme, hablar en clase e incluso
participar junto con mis compañeros de alguna broma inocente, como ocultarle el
cuaderno a alguno de ellos o hacer morisquetas o imitar al profesor mientras
este escribía en el pizarrón. Siempre lograba mi propósito, hacer reír a los
demás. El único que no lo hacía era el maestro quién invariablemente me llamaba
al frente, me obligaba a apoyarme sobre su escritorio y me golpeaba
enérgicamente con un largo puntero en las manos o en las nalgas. Esto variaba de acuerdo a su humor. No obstante,
yo continué con mi comportamiento habitual y el castigo corporal se intensificó
con el tiempo. Enterados mis padres de ello decidieron trasladarme al colegio
Manuel Belgrano de los Hermanos Maristas, en Pampa y Cuba. Allí terminé la
escuela primaria junto a Roberto ‘Donny’ Waller, a quien había conocido en el Buenos Aires
High School.
Todos las mañanas repetía la misma rutina iba caminando
desde mi casa hasta el colegio, luego regresaba a comer al mediodía y volvía
nuevamente, cuatro veces por jornada recorría la calle Pampa hasta Cuba, ida y
vuelta. Me conocía esas calles y veredas
de memoria. En ocasiones otros alumnos del Manuel Belgrano como los Britos que vivían
en Superí y Pampa se me unían en esas
caminatas.
Los domingos en casa nos levantamos muy temprano, nos
vestíamos con nuestras mejores ropas, desayunábamos y caminábamos hasta la
Iglesia de San Patricio en la calle Estomba donde regularmente asistíamos a
misa con nuestros padres. Debo aclarar que aquellos eran tiempos preconciliares
y mis padres que habitualmente comulgaban no desayunaban hasta regresar
a casa, pues en aquellos tiempos
previos al Concilio Vaticano II los fieles debían, si deseaban comulgar,
realizar varias horas de ayuno. Aún resuena en mis oídos la música de las
oraciones dichas por el sacerdote en latín.
La Iglesia de San Patricio ocupó un lugar central en
nuestras vidas durante muchos años. La construcción del templo actual tiene una
larga historia que comienza en 1928 cuando es elegido arzobispo de Buenos Aires
fray José María Bottaro quien durante su gestión impulsó la creación de nuevas
parroquias, entre ellas, la de Belgrano R que fue habilitada
por las autoridades religiosas el 1° de enero de 1929. En ella se decidió
erigir un templo dedicado a San Patricio el santo patrono de Irlanda.
La tarea le fue encomendada a los sacerdotes de la rama
irlandesa de la Sociedad del Apostolado Católico, fundada por Vicente Pallotti
quien fuera proclamado santo en 1963 por el papa Juan XXXII, luego de un proceso de canonización que duró
décadas. El primer cura párroco Tomás
Dunleavy, quien fue asistido en las tareas espirituales por los sacerdotes Tomás Phelan y Juan Santos Gaynor, inauguró en aquellos
días una pequeña capilla en Echeverría
3773. Posteriormente se adquirirían terrenos sobre Estomba y Echeverría donde
se erigió con el aporte de los fieles
una iglesia provisoria construida en su totalidad con chapa corrugada que en la actualidad funciona como comedor de la
escuela parroquial. Este templo de
arquitectura funcional inaugurado el 30 de marzo de 1930, fue bendecido por el obispo auxiliar de Buenos Aires, monseñor
Fortunato Devoto.
Siempre sentí cierto afecto por esa iglesia con algo de galpón portuario,
donde semana a semana asistíamos a los servicios religiosos junto a decenas de
vecinos; no obstante, la simpatía que despertaba el templo de chapa, la
comunidad aspiraba a contar con un
edificio de material y de mayores dimensiones e imponencia arquitectónica. A
tal efecto se constituyó la Saint Patrick’s Society of the River Plate
(Sociedad San Patricio del Río de la Plata) que se encargaría de recolectar
fondos para el nuevo templo parroquial., en la que trabajaron incansablemente
Lina Pruden de Petty, Ursula Julia, Elysabeth Carroll y mi madre Ana Matilde Lennon de Hickey que
contaron con la valiosa colaboración de Colin McLeod, esposo de Ana Luisa Feeney.
Una de las
actividades más recordadas de esta institución fue la realización de kermeses
anuales las que comenzaban en las primeras horas de la tarde y terminaban a la
madrugada, en las que se montaban puestos de juegos, de venta de productos donados, de
antigüedades, de libros de viejo etc. También se organizaban rifas y las dos
actividades centrales que atraían a centenares de personas eran el Five O’clock
Tea and Cakes y la gran cena que comenzaba a las nueve de la noche en punto y
en la que uno de los platos más requeridos era el pavo relleno. Al finalizar la
cena se abría el bar y comenzaba el baile. En los primeros años estas
verdaderas fiestas comunitarias se realizaron en los salones de la Sociedad
Española de Belgrano.
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Algunos años más tarde nos mudaríamos de la casa de Pampa a Freire
1779, a la vuelta de la esquina, una casa de dos plantas, patio interior y sótano en cuyo frente había un pequeño
jardín. La fachada ascética y despojada, en la que las líneas rectas compartían
el espacio con las curvas y un portal rematado por un arco de medio punto,
daban testimonio del eclecticismo que afectó a los arquitectos locales en las
primeras décadas del siglo XX.
Esta casa en la que habría de transcurrir gran parte de mi vida estaba a escasas cuatro cuadras de distancia del
Belgrano Athletic, el club que sería algo así como mi segundo hogar. Durante el
otoño y el invierno jugaba al rugby y en
la primavera al tenis. En octubre, cuando abrían la pileta y, hasta los primeros días de diciembre, en
que partíamos de vacaciones al mar, iba al club todos los días de la semana.
Durante la temporada de Rugby, todos los martes y los jueves teníamos
entrenamiento obligatorio. Esos días luego de
salir del colegio me apuraba para
llegar a casa, me sacaba el guardapolvo gris, merendaba alguna cosa, cargaba mi
bolso con la camiseta y los botines y salía corriendo hacia el club. En los
meses de invierno cuando llegaba a la cancha en Virrey del Pino 3456, ya caían
las primeras sombras. Nos teníamos que cambiar en el vestuario de la pileta,
donde tiritábamos de frío, pues no había ningún tipo de calefacción. Después
venía lo más aburrido, correr cuatro veces alrededor de la cancha y hacer gimnasia durante media hora, antes de
organizar una tocata o una tacleata en la que nos divertíamos como locos. Los
sábados nos reuníamos en el club y partíamos en los autos de los padres de
Hiusman, Milas y otros, a los distintos
clubes donde teníamos partido, los que por lo general estaban en los suburbios.
No siempre lográbamos reunir el equipo completo, el rugby no era lo popular que
es ahora y además Belgrano tenía pocos socios. Llegamos a salir a la cancha con
12 jugadores; alguna vez éramos tan pocos que no pudimos
presentarnos, perdiendo los
puntos por “walk over”.
El rugby me marcó
profundamente, pues me hizo comprender dos cosas fundamentales en la vida, el
trabajo en equipo y la importancia de la amistad cuando esta es solidaria y
desinteresada. Estos valores nos fueron transmitidos por nuestros entrenadores
a través de los años, entre ellos John Knox y George Cavanagh, quienes durante
la Segunda Guerra Mundial, combatirían como voluntarios en el ejército
británico, participando en combates en distintos frentes.
En las vacaciones de 1937, mi tío Johnny Keenan y su esposa Alicia Lennon me invitaron a acompañarlos, junto a mis dos primos y
amigos David y Charlie, a Bariloche. Realizamos el viaje por tierra en un
flamante Ford, pues mi tío era funcionario de dicha empresa. No puedo
determinar en que punto del trayecto la angosta cinta asfáltica desapareció y la ruta al sur se transformó
en largos trechos de ripio y tierra. En
no pocos lugares el camino era apenas una huella que atravesaba profundos
guadales en los que el automóvil parecía estancarse, hundirse. Mi tío un buen
conductor y amante de la velocidad
controlaba a puro volantazo la dirección y acelerando y desacelerando lograba
que el Ford, a puro rugido de sus 8 cilindros, saliera airoso de esas trampas
de polvo suelto en las que podría quedar
atrapado, encajado. Él, a diferencia de mi tía, se divertía con las
dificultades que le ofrecía el terreno. Ella manifestaba su preocupación,
preguntándose en más de una ocasión que
haríamos en el caso de quedar varados en la inmensidad de esos páramos
desiertos. Sí, efectivamente eran páramos, sí páramos desiertos, donde podían
horas antes de que viéramos algún otro automóvil o camioncito, circulando en
dirección contraria. En el trayecto pasamos algunos sulkys y carros detenidos
al costado del camino y con mis primos saludamos efusivamente, agitando los
brazos y gritando adioses a los paisanos que los conducían. Este viaje
duró varios días e hicimos tres o cuatro
paradas, no tengo grandes memorias de los sitios en que hicimos noche, eran
hospedajes bastantes primitivos de baño compartido. En la última etapa del
viaje a media mañana se produjo una gran
tormenta y comenzó a llover grueso y fuerte, obligándonos a detenernos en la
estación de servicio de un pequeño poblado donde esperamos a que pasara el
temporal. Los lugareños que estaban allí le recomendaron a mi tío que hiciera
noche y reiniciara su viaje al día siguiente cuando los caminos estuvieran más
secos y el agua se hubiera escurrido. Él
asumió estas recomendaciones como un reto. Mandó a colocarle las cadenas
a las ruedas y partimos cruzando charcos, barriales y ripios enlodados. El Ford
ahora obligadamente rugió de continuo, en ocasiones sus roncos rugidos se
transformaban en agudos gemidos, parecía un león herido, sin embargo no se rindió,
transportándonos heroicamente hasta Bariloche.
Esta ciudad de la que tanto habíamos oído hablar durante el viaje,
era entonces un pueblito idílico donde vivían muchos extranjeros a la orilla
del Nahuel Huapi, en el que sólo nos animamos con mis primos a mojarnos los
pies, no sólo por la baja temperatura de sus aguas, sino por otra clase de
temor, pues en el hotel Italia donde nos quedamos, una señora en un castellano
quebrado nos relató fantásticas historias de monstruos increíbles que habitaban
sus profundidades. Esas vacaciones en compañía de mis primos fueron divertidas,
realizamos varias excursiones por los alrededores, escalamos un cerro que no
nos impresionó como una gran montaña y fuimos de picnic a diferentes sitios
siempre a la vera de esos lagos de
desproporcionado tamaño, desde donde observábamos en la distancia los altos y
nevados picos de las grandes moles de piedra. Una de las imágenes que tengo
grabadas en mi mente son los pequeños arroyos que cruzaban algunos caminos de
ripio y piedras y que ante la ausencia de puentes debíamos vadear con el
automóvil muy lentamente. El regreso a
Buenos Aires no fue tan interesante, ya
todo nos era conocido y la extendida llanura patagónica tendiéndose
interminable hacia el horizonte no
lucía ahora tan amenazante.
A comienzos del verano de 1939, mi padre me dio una gran noticia,
dijo que me llevaría con él y mi madre a Europa. La idea de cruzar el océano en
barco me pareció maravillosa e imaginé que esta sería una gran aventura. En los
primeros días de diciembre abordamos en Dársena Sud un barco de la Blue Star
Line que algunas horas después y, luego de hacer sonar sus potentes bocinas,
comenzó a moverse lentamente guiado por los remolcadores hacia las aguas
abiertas del Río de la Plata. El cruce del océano que en el pasado habían
navegado descubridores, conquistadores y piratas no fue tan divertido como
pensé en un principio. Todo transcurrió con mucha lentitud, el Atlántico no se
acababa nunca, no había demasiados juegos para niños y mis padres me obligaban a pasar muchas horas en el camarote. En las
noches después de la cena mientras los adultos se reunían en el salón comedor a
conversar, escuchar música o jugar a las cartas, yo ya estaba en mi camarote
durmiendo. Fueron días sumamente aburridos.
Una de las escalas fue Tenerife donde cargaron a bordo una gran
cantidad de cajas de tomates frescos que
fueron colocados en la cubierta, si mal no recuerdo, fue en la de proa. A las pocas horas de zarpar rumbo a Inglaterra el cielo comenzó a
oscurecerse amenazante y se desató una gran tormenta. El mal tiempo duró tres
días, tres días inolvidables, en que las grandes olas y el viento parecían
jugar con el barco zarandeándolo de un lado a otro. El comedor se cerró y
tuvimos que permanecer en nuestros camarotes comiendo sandwiches que luego
devolvía con exacta regularidad. Un verdadero asco. Cuando todo volvió a la
normalidad escuché decir en el comedor que la mayoría de los pasajeros se
habían enfermado como yo. Uno de los camareros con una mirada adusta y un tono
de pocos amigos me dijo: “Muchachito si no sabías lo que es una tormenta en
alta mar, ahora lo sabés.” Al subir a cubierta comprobé que la mayor parte de
las cajas de tomates había desaparecido, sólo quedaban algunas bastantes
maltrechas y muchos tomates aplastados por todas partes. Finalmente y para mi
alivio llegamos al puerto de Liverpool, donde pasamos la noche en un hotel,
antes de abordar el Ferry a Dublín. Allí
visitamos a los familiares de mi padre y pasé algunos días memorables por su aburrimiento.
Cierto día mi tío Gerald me llevó junto a unos amigos suyos a cazar patos a
unas lagunitas llenas de juncales en las afueras de Dublín. Mi tío me dio un silbato que imitaba el graznido de los
patos y me dijo que me ocultara en una mata de juncos y lo soplara
regularmente. Me pasé toda larde soplando ese artefacto sin mayores resultados,
los patos aparentemente habían decidido volar en otras direcciones.
Algunos
días después abordamos el tren hacia Belfast, donde nos hospedamos en casa de
Eileen, la hermana de mi padre. Él,
transcurridos unos pocos días debió regresar a Londres por negocios, mi
madre lo acompañó, dejándome allí con mi
tía y mi abuela Ada Cristine, quien
luego de enviudar en 1934 se había mudado a casa de su hija. Los días que permanecí con ellas, a
pesar de la amabilidad de mi abuela y de la libertad de movimientos que me
permitía mi tía, transcurrieron entre el aburrimiento y la añoranza de Buenos
Aires. Mi tía Eileen cuando estaba en casa pasaba horas y horas en su escritorio contestando su correspondencia,
montones de cartas, creo que nunca había visto tantas juntas.
Eileen Mary Hickey, nació en
1886 en la ciudad de Pembroke , en el sur de Gales, en un período en que su
familia residió allí. Al finalizar sus estudios primarios y secundarios en Belfast, ingresó en la
administración pública, renunciando poco tiempo después para inscribirse en la
Queen’s University de Belfast, donde
estudió medicina y realizó estudios de postgrado, doctorándose con honores.
Posteriormente ejercería durante décadas su profesión en el Hospital Mater Infirmorum de esa ciudad, donde además
perteneció al consejo de administración. No obstante, nunca descuidó sus
vínculos con la universidad, donde practicó la docencia y formó parte de su consejo directivo. Presidió la Asociación Médica del Ulster y
fue miembro del Colegio Real de
Medicina, asimismo participó en más de una docena de asociaciones de ayuda a
los necesitados.
En 1949 las autoridades del
Ministerio de Salud de la República de Irlanda (Eire) la eligieron para integrar el Concejo
Nacional de Salud, constituyéndose en el único miembro de ese cuerpo que residía en Irlanda del Norte. En las
elecciones legislativas generales de 1948, presentó su candidatura aspirando a
una banca en el parlamento de Irlanda
del Norte en representación de la universidad. En su discurso de aceptación de
la candidatura se comprometió a dar una vigorosa batalla legislativa por la
salud, la vivienda y la seguridad. Sin
embargo, fue derrotada por el candidato unionista y protestante Sir Samuel
Irwin. Al año siguiente por la renuncia de un parlamentario se llama a elecciones y la universidad nuevamente la distinguió
eligiéndola su candidata.
Su discurso de aceptación en
esta oportunidad, sin obviar sus anteriores preocupaciones, se
caracterizó por un encendido tono político en el que se declaró, al igual que
los candidatos nacionalistas, una ferviente opositora de la partición del país.
Considerando que cualquier posición en
defensa de la división de Irlanda era en su opinión reaccionaria y en extremo
equívoca, pues sólo colocaba los intereses de un sector por encima del bienestar de la comunidad en
su conjunto. En esta ocasión fue electa, iniciando así una destacada
participación política. Sería reelecta en 1953 y al termino de su segundo
mandato decidió, debido a su edad y a una creciente sordera retirarse de la
política activa. Murió en 1960 y en la actualidad es reconocida por sus
contribuciones en los campos de la salud y la política.
Mi abuela paterna Ada Cristina Roe,
una mujer afable y algo distante, descendía de James Roe, un militar quien en 1645 en
tiempos de la guerra civil, en la que Oliver Cromwell y sus seguidores
enfrentaron a la monarquía, partió del condado de Kent hacia Irlanda. Una vez
allí militó en el regimiento de Lord Inchiquin, un tradicional jefe tribal
irlandés cuyo verdadero nombre era Murrough O’Brien. Este soldado de
fortuna que originariamente puso su
espada al servicio de la causa revolucionaria más tarde combatiría en defensa
de la monarquía.
La restauración monárquica de 1649 que siguió
a la muerte de Cromwell, fue generosa con Lord Inchiquin, le otorgó tierras en propiedad a él y sus
seguidores. Las que le correspondieron a
James Roe estaban ubicadas en Ballymacdonofin, en las cercanías de
Wexford. Donde sentó residencia y formó su familia. Su hijo mayor Andrew se
dedicó al comercio en Dublín donde hizo
fortuna lo que le permitió comprarle a James Butler, duque de Ormond y virrey de Irlanda unas 700 hectáreas en Tipperary. A la muerte
de Andrew, James su segundo hijo heredó una de estas propiedades ubicada en
Bancreavy, la que bautizó Roesborough (actualmente el pequeño poblado del lugar
aún lleva este nombre). En ellas se dedicó a la cría de ovejas y de caballos
para el ejército.
No son
demasiados los datos que poseo de la historia de la familia Roe pero según un
semanario de la época, el Faulkner's
Dublin Journal, correspondiente al 23 de abril
de 1765, tenemos noticia que George Roe, hijo del primer James Roe de
Roesborough falleció en el condado de Cork ese año. Dejando un hijo, James,
quien murió en 1814, el que a su vez dejó otro hijo nacido circa 1800, a quien
también bautizaron James. Tengo en mi poder una copia manuscrita de una breve
historia familiar redactada en por el
último de los James Roe mencionados anteriormente. En cuya primera página escribió
a modo de introducción: “El orgullo por la propia familia, cuando se excede
en sus límites, expone la más de las
veces a aquel que lo personifica, al ridículo que al respeto; y también impone
la carga adicional de sostener un nivel de grandeza, cuando quizás, dada la
imprudencia o descuido de nuestros ancestros, los medios para lograrla han sido
menoscabados. Sin embargo, en estos tiempos cuando todo hombre es considerado
un caballero por vestir el atuendo de tal, es agradable poder mostrar que nuestras
pretensiones pueden incluirse en la categoría de lo indubitable y a menos que
los registros familiares privados sean de tiempo en tiempo renovados, es probable que se vuelvan tan
oscuros que eludan la más diligente de las investigaciones. Este ha sido el
caso de la familia en la cual estoy a punto de concentrarme en este momento,
pues la exigua información que existe al presente de lo contrario se perderá
irremediablemente.” Roesborough,
octubre, 1821.
Esta
trascripción fue realizada por mi abuela Ada Christina Roe de Hickey,
posiblemente en 1911 y le fue entregada
a mi padre cuando él decidió emigrar a la Argentina. En ella el último James
Roe de Roesborough nos dice que al momento de firmar este texto existían tres
ramas de la familia Roe; la suya propia en Roesborough, la de Robert Roe en Grantstown y la de John
Roe en Rockwell, Irlanda.
James Roe, tataranieto de Andrew
Roe, se casó en 1824 con Catherine Chadwick y
fueron padres de Margaret Methetable, James Fenton, George Charles
Lionel, Adelaide Nanette y Alicia Rebecca. George Charles Lionel Roe (mi
bisabuelo), contrajo matrimonio en 1848 con Elisabeth Letitia Mauleverer, la
hija de un pastor protestante de la localidad y fueron padres de: Florence
Maria, Lionel James Damer, Richard Mauleverer, George Charles, Helen Kathleen,
Ada Christina (mi abuela), Marie Lucille e Inez (la abuela de John Harris, un
primo carnal a quien no conocía que vive en California y descubrí en Internet, quien posee valiosa información
de la familia).
Mi tatarabuelo James Roe parece haber tenido una
vida sumamente agitada debido a su posiciones políticas. El historiador Michael O’Donnell en una conferencia dictada en
1986 sostiene que a partir de 1830, James Roe compartió los ideales de Michael
Doheny, uno de los fundadores del Movimiento Feniano, organización
política que lucho por el autogobierno
de Irlanda; además de financiarle a Doheny sus viajes y estudios en Londres. A
pesar de sus raíces protestantes y de pertenecer a la burguesía terrateniente,
él se involucró en una causa revolucionaria y católica. El movimiento feniano
que abogaba por la toma del poder a
través de un levantamiento armado, es el antecedente inmediato de Hermandad
Republicana Irlandesa (Irish Republican Brotherhood) organización predecesora
del Ejercito Republicano Irlandés ( Irish Republican Army). Sus simpatías e
inclinación por este movimiento
político, según John Harris, lo convirtieron a los ojos de sus pares en un
traidor a su propia clase. También fue un amigo cercano de Thomas Wyse, un
católico que como miembro del Parlamento Británico luchó incansablemente por
los derechos de los católicos irlandeses.
Es probable que
su hijo George (mi bisabuelo) haya
profesado las ideas libertarias de su padre. George con su esposa
Letitia y sus hijos dejaron en 1868 su casa de Roesborough y la propiedad
circundante de aproximadamente 630 acres y partieron hacia Heidelberg,
Alemania. En los registros de la propiedad de Irlanda correspondientes a 1876 se consigna el
domicilio de George Roe: 5, Frederick
Strasse, Heidelberg, Alemania. Esta no
fue la primera vez que abandonaban su país, anteriormente habían residido en
St. Helier, la ciudad principal de la
isla de Jersey, en el Canal de la Mancha, frente a las costas de Francia. Allí
nacieron Lionel James Damer Roe
(Octubre, 1852) y Richard Mauleverer Roe (Noviembre, 1854). Por lo tanto no es
aventurado sostener que en esa década vivieron al menos dos años en esa
localidad. Desconocemos la razón de tal decisión, quizás debieron abandonar su
tierra luego del fracaso de la insurrección organizada por Michael Doheny en
1848 quien aún contaba con el apoyo financiero de la familia, o simplemente,
ante la escalada de la violencia en Irlanda
resolvieron partir en busca de horizontes más tranquilos y pacíficos
donde vivir. Lo cierto es que George Roe había sido atrapado por las ideas
revolucionarias que encendieron, a partir de 1848, las pasiones en toda
Europa, e incluso mantuvo
correspondencia con Giuseppe Garibaldi (1807-1882), uno de los forjadores de la
reunificación de
Italia; algunas de esas cartas se
mantienen actualmente en poder de la familia.
Hacia 1880, la familia se instaló en Inglaterra. En
los primeros años vivieron en una casa que llamaron Arnecliffe Villa, Hampton
(1881) y luego se mudaron a una residencia a la que le dieron el nombre de la
casa ancestral de los Maulevers en Irlanda, Allerton, ubicada en la calle
Wellington, Teddington (1891). George Roe falleció en 1884.
La única
integrante de la familia en regresar definitivamente a Irlanda fue mi abuela Ada Christina quien
se casó en 1883 en la ciudad de Dublín con Maurice Patrick Hickey. Podemos
suponer con cierta certeza que se conocieron en su juventud en Tipperary donde los Hickey también poseían
tierras en las cercanías de Roesborough. Este matrimonio se realizó bajo la
condición de que los hijos serían bautizados en la fe católica dado que Ada
Christina era protestante. Fueron los padres de: Gerald, Hubert, Lionel
Eileen.
Las tierras de
Roesborough permanecieron en poder de miembros de la familia hasta 1922, año en
que el gobierno de la recién nacida república independiente los adquirió a
cambio de bonos del estado. Inez Roe, hermana de Ada Christina que falleció en
1954 confirmo el hecho y agregó que
parte de esos bonos que heredó le produjeron intereses hasta el año
1950. En la actualidad de lo que fuera una magnifica residencia de campo sólo
quedan ruinas. Existe la versión que la misma fue incendiada premeditadamente,
aunque no he podido confirmar las razones ni el año de los hechos.
3
El viaje de regreso no fue menos
monótono, con el agregado de que en la conversación de los adultos, se percibía
la misma tensión que intuí en las casas de mis familiares en Irlanda e
Inglaterra. Ésta era producto de sus temores de que la Alemania de Hitler, no conformándose con la
anexión de Austria y de la región de los Sudetes pertenecientes a Checoeslovaquia, continuaría
su expansión territorial, acción
que sin ninguna
duda arrastraría a Europa a una nueva guerra.
Mi padre
como en las semanas anteriores continuaba escribiendo cartas a distintas horas
del día, en no pocas ocasiones lo vi en el camarote concentrado en su
escritura. Pasarían muchos años antes de que descubriera el motivo de su
dedicación al género epistolar. Entre sus papeles hallé algunas cartas viejas
en respuesta a las suyas. Entre ellas, una de John O’Grady escrita en una hoja
de papel que lleva el membrete de F.B. O’Grady & Cía, Av. R. Saénz Peña
576, Buenos Aires, pero enviada los primeros días de marzo de 1939, desde Cincinnatti,
Ohio, Estados Unidos. En ella O’Grady responde a mi padre diciéndole que
coincide plenamente con sus opiniones respecto de las intenciones de Alemania;
agregando que el salvajismo, crueldad y tiranía de su gobierno parecen no tener
límites, como lo demuestra la persecución y la apropiación de los bienes de la
comunidad judía y de la Iglesia Católica en Alemania. Asimismo, manifiesta su
preocupación por la actividad de
aquellas organizaciones que financiadas desde Berlín, tienen por objetivo diseminar
el ideario nazi a través del mundo.
Llegamos a Buenos Aires a mediados de febrero de 1939 y al día
siguiente partimos en tren a Mar del Plata donde estaban mis hermanos Ena y
John, quienes se habían quedado al cuidado de mis tías María Rosa y Alicia.
Allí pasé muchos veranos con mis hermanos y mis primos David y
Charlie Keenan. Los primeros años mi tía María Rosa alquilaba, desde diciembre
hasta marzo, un chalet ubicado en la avenida Colón y Gascón. Luego adquiriría
dos terrenos en la calle Viamonte al
2465 ( entre Falucho y Gascón), en uno
de ellos construyó un chalet con un
amplio balcón al frente en la planta superior que se apoyaba en dos columnas,
estas contenían un arco de medio punto
que conformaba el portal del porche de
la entrada principal. La casa estaba techada con tejas españolas, poseía
cerramientos de madera y los postigos, las
puertas de acceso y el portón del garaje hacían gala de su madera
hachada. Los muros exteriores estaban recubiertos con piedra Mar del Plata. El
otro terreno lindero que llegaba hasta el corazón de la manzana fue utilizado
para extender el jardín e instalar en su fondo una huerta que fue cultivada por
décadas por el jardinero, un siciliano llamado Elpidio.
Esta casa fue inaugurada en
1934, el año en que nació mi hermano Juan, debido a ello la llamaron Villa San
Juan. Tengo innumerables recuerdos de aquellos días y de las andanzas por la
ciudad con mis hermanos y mis primos. Por las mañanas si hacia buen tiempo
caminábamos hasta la playa en el Torreón y nos instalábamos en nuestra carpa.
El concesionario a quien llamábamos el Negro Pescador, quien también era bañero
(actualmente denominados guardavidas) nos daba clases de natación. Las carpas
vecinas eran ocupadas, entre otras, por las
familias: Smart, García Calvo, De Luine y Nazar. Una de las atracciones era caminar
hasta las rocas al borde de la pedana del Mardel Plata Pidgeon Club ( tiro a la
paloma) en el Torreón a buscar cangrejos, mejillones y caracoles. Aún siento
escalofríos cuando recuerdo las palomas muertas y heridas que la marea
depositaba en la orilla. Este mal llamado deporte, el tiro a la paloma, siempre
me pareció inhumano y salvaje. Nunca pude comprender como ciertos adultos que
se llamaban a sí mismos deportistas podían incurrir en prácticas de tan
pronunciada crueldad.
Rutinariamente al dar las doce del mediodía regresábamos a Villa San
Juan para almorzar. Durante la semana nos sentábamos en la mesa principal, los
fines de semana en que llegaban mi padre y mi tío Johnny, nos ubicaban en una
mesa auxiliar, donde debíamos comer sin hacer alboroto. Mi padre tenía una
máxima al respecto: “los pequeños pueden ser vistos, pero jamás oídos”. Los
sábados y domingos después de misa en Stella Maris íbamos a la playa con mi
padre y mi tío quienes luego de un baño no demasiado prolongado nos ordenaban
que nos cambiáramos para ir a Don Pipo,
un restaurante que estaba en el extremo de la rambla cercano al Torreón. Ellos
pedían Gin & Tonic y nosotros una bebida gaseosa de la época, Bolita,
llamada así pues bajo la tapita traía
una bolita. Las bebidas eran acompañadas por docenas de platitos de mariscos,
pescados, aceitunas, quesos, fiambres etc. y más etc. No he podido olvidar
todos esos manjares.
Las siestas después del almuerzo eran obligatorias y por las tardes
mi tío Johnny siempre nos llevaba en su automóvil a recorrer distintos puntos
de la ciudad. A medida que fuimos creciendo la barra de Villa san Juan extendía
su campo de operaciones. Todos teníamos bicicletas y recorríamos el barrio de
la loma de Stella Maris y descendiendo su pendiente llegábamos más allá del
cementerio. No había por aquella época muchas casas en aquella zona,
proliferaban los terrenos baldíos y la
zona de la actual avenida Paso era campo y había caballos y algunas vacas que
pastaban allí. Si teníamos algún percance, pinchábamos una goma o se nos rompía
la cadena, íbamos a la bicicletería de
don Piazzola, en la calle Alberdi, quien amablemente siempre solucionaba
nuestros problemas.
A medida que se sucedían los veranos la ciudad comenzó a asombrarnos
con sus constantes cambios. Hacia fines de la década de los 30 comienzo de los
40 teníamos como vecinos de temporada a
Tiny Ruiz Guiñazú, a los Padilla, los Palacios y en la esquina veraneaba Lola
Membrives. En un inmenso baldío de la
cuadra con los Palacios instalamos un toldo, donde nos reuníamos e imaginábamos
aventuras y travesuras. Uno de los
pasatiempos que se nos ocurrió allí fue armar un carrito de rulemanes, una
vulgar tabla con dos ejes, el trasero fijo y el delantero movible, con el cual
nos lanzábamos por la bajada de de
Gazcón imaginándonos corredores de autos. El artefacto tomaba una velocidad
bastante apreciable, sin embargo, pensamos distintas maneras de incrementarla;
buscamos madera más liviana, aceitábamos los rulemanes y decidimos que en los
primeros metros había que empujar con fuerza al conductor de turno. Así,
duplicamos la velocidad de descenso, esto me entusiasmo durante unos días,
hasta que por una mala maniobra derrapé y rodé varias veces por el asfalto
quedando hecho un harapo con inmensos raspones en piernas y brazos. Debo
confesar que esto me convenció de que la búsqueda de un record de
velocidad bajando la loma de Gazcón, en
un carrito de rulemanes, no era cosa importante y decidí buscar otras fuentes
de entretenimiento. Por lo tanto, comencé a frecuentar con más regularidad el
bar El turista, donde por las tardes me tomaba una Bolita y me comía unos
sandwiches gigantes de jamón y queso en pan francés.
De aquellos veraneos de mi infancia me han quedado grabados en la
mente varios hechos. Los domingos después del almuerzo, mi padre y mi tío
iniciaban el regreso a Buenos Aires, antes de partir salían al jardín y tiraban
al aire montones de monedas y con mis hermanos y primos me zambullía a tratar de
rescatar la mayor cantidad posible, si la cosecha era buena significaba que
podría ir más seguido al Turista.
Las navidades en Villa San
Juan son aún para mí inigualables, por las sorpresas de los regalos, las
comidas que preparaba mi madre, principalmente el pavo relleno y el ploom
pudding y la llegada de mi tío Johnny que en esas fechas traía el Ford cargado
hasta el techo con paquetes de todo tamaño, envueltos en coloridos celofanes.
Luego con la juventud vendrían las fiestas y bailes en el Ocean y en
el Yacht y el cambio por Playa Grande
donde estaban las chicas más lindas y los sandwiches más ricos que comí en mi
vida: El Gran Monarca. Estas exquisiteces, preparadas por el señor Monarca
quién recorría la playa y las carpas con una gran caja llena de sus productos,
son aún inolvidables.
Ahora con el paso del tiempo, a medida que evoco el
pasado, comprendo que también he sido testigo, entre otras cosas, de la
transformación de una pequeña ciudad balnearia en la importante urbe de hoy
día. He visto a medida que transcurrían los veranos la demolición de la Rambla Bristol, de ella aún retengo vívidamente su extendida
columnata y las cúpulas que se alzaban majestuosas sobre las rotondas del paseo
y, la erección en su lugar, del monumental complejo del Casino y Hotel
provincial proyectado por el arquitecto Alejandro Bustillo, actualmente uno de
los sitios emblemáticos de Mar del Plata.
La Segunda
Guerra Mundial guerra tuvo para
nosotros, a pesar de la distancia que separa a nuestro país de Europa, una
presencia cierta. El 13 de diciembre de 1939, se libró en aguas territoriales
de la República Oriental del Uruguay,
frente a las costas de Punta del Este, la batalla del Río del la Plata. La
primera batalla naval del conflicto,
librada sin el apoyo de aviones de combate o submarinos, por lo tanto, la
última en desarrollarse de acuerdo a las tácticas clásicas de la guerra en el
mar.
En
la madrugada de aquel día una flotilla de barcos británicos, compuesta por los
cruceros ligeros Ajax y Achilles y el crucero pesado Exeter, al mando del
almirante Henry Harwood, lograron ubicar la posición del
acorazado de bolsillo Admiral Graf Von Spee, una de las naves más veloces de su
época que contaba con un armamento que superaba en poder y alcance de fuego al
de sus contrincantes. El encuentro no fue casual la Real Armada Británica hacía semanas que
perseguía al Graf Spee, cuya misión en
el Atlántico era la de destruir las líneas de abastecimiento de Gran Bretaña,
hundiendo o capturando los buques mercantes que transportaban alimentos y
materias primas esenciales para el esfuerzo bélico hacia puertos ingleses.
Siendo las 6.18 de la mañana y con las
primeras luces del día el capitán del Graf Spee, Hans Wilheim Langsdorf comenzó
el ataque. Luego de un intenso cañoneo y distintas maniobras que cesaron a las
10 hs que produjo grandes daños en el Exeter y averías en el Ajax y Achilles,
el capitán Langsdorf debió retirarse
envuelto en una cortina de humo artificial hacia el puerto de Montevideo. El
Graf Spee necesitaba reparaciones urgentes. Los artilleros británicos habían
dado de lleno en el sistema de bombas de combustible limitando el funcionamiento
de sus máquinas.
Las
noticias de la batalla que eran comentadas en todo Buenos Aires, nos llegaban a
través de la radio. Cada estación brindaba su propia versión de los hechos,
basándose en sus simpatías por uno u otro bando. Mientras tanto, en las sombras
se libraba un verdadero combate de rumores y trascendidos del que saldrían
airosos los servicios de inteligencia de los aliados. Estos lograron convencer
al alto mando alemán que habían reunido una poderosa flota que incluía un
portaaviones, la que estaba esperando pacientemente en la boca del Río de la
Plata la salida del Graf Von Spee a aguas internacionales para rematarlo. El
capitán Langsdorf recibió órdenes de
Berlín que le indicaban que debía hundir su propio barco antes de que lo hiciera
el enemigo. Así lo hizo. Posteriormente se entregó a las autoridades uruguayas
que decidieron enviarlo junto con otros oficiales y marinos de su tripulación a
Buenos Aires donde se quitaría la vida. Algunos han sostenido que tomó esta
decisión por vergüenza, otros refieren que lo hizo para que Hitler que
consideraba la estrategia y las acciones de este honorable marino de la vieja
escuela como un gran fracaso, no tomara represalias contra su familia en
Alemania.
Posteriormente
aproximadamente 300 tripulantes del Graff Von Spee fueron alojados hasta el fin
de la contienda en Sierra de la Ventana, provincia de Buenos Aires. En este
paraje bonaerense habitaron el Club Hotel, un gran emprendimiento turístico
construido por el Ferrocarril Central Sur e inaugurado en 1911. El cual debido
a problemas económicos fue cerrado en 1920. El Club Hotel, era una amplia construcción de estilo Tudor,
enclavada en las serranías que contaba
con dos plantas de 3200 metros cuadrados cada una, lujosos salones y una
esbelta torre mirador. Este complejo turístico dotado de todas las comodidades
de la época, contaba con un solarium, pileta de natación, salones de juego, una cancha de golf de 18
hoyos y canchas de fútbol y tenis. Al pie de uno de los cerros que rodeaba el
hotel se erigió una capilla a la que dotaron de un magnifico altar con la
imagen de la Santísima Virgen tallado en
roble. Su interior estaba revestido en mármol y el solado era de laja serrana
trabajada. Para comodidad de los turistas se construyó una línea férrea de
trocha angosta que llegaba a la estación de Sauce Grande del Ferrocarril
Central Sur.
En
la década de los 80 visité Villa General
Belgrano donde cené varias veces en la cervecería El Ciervo Rojo donde conocí a
algunos marinos del buque alemán que se
quedaron a vivir en nuestro país. Ellos
me relataron que cuando llegaron al Club Hotel de Sierra de la Ventana éste
estaba abandonado y decaído y que ellos con esfuerzo y paciencia lo
reacondicionaron, arreglaron techos, cañerías, pusieron en funcionamiento las
grandes cocinas y el sistema de calefacción, entre otras cosas.
En aquellos años en mi casa y
en tantos otros hogares de la ciudad se
hablaba de la guerra con profunda
preocupación, pues no eran pocos los hijos de familias que conocíamos
que habían partido hacia Inglaterra, donde se alistaron voluntariamente en las
fuerzas armadas para combatir al
nazismo. Asimismo, en el club Belgrano muchos socios participaban de campañas
de ayuda y recolección de fondos destinadas principalmente a Gran Bretaña. Los
niños colaborábamos juntando el papel de aluminio de las envolturas de
distintos productos, el producto de su venta
era destinado a la construcción de aviones de guerra.
La épica batalla del aire en
los cielos ingleses, en la cual la Real Fuerza Aérea libró una desigual y
victoriosa gesta, atrapó nuestra imaginación, pues en ella participaron decenas
de pilotos argentinos que integraron distintos escuadrones, entre ellos, el
escuadrón Argentino británico y el escuadrón Alpargatero, pues lo componían
voluntarios que trabajaban en la empresa
Alpargatas de Buenos Aires. Lo que más me atraía eran los nombres con los
cuales habían bautizado algunos aviones. Había varios Patoruzú que llevaban en
la trompa la imagen y el nombre de nuestro héroe patagónico, varios
Pamperos; otro había sido denominado El
espíritu de don Pancho, al que le habían
pintado en su costado, la figura
de un gaucho a lo Molina Campos. No debo olvidarme de El entrerriano, del Santa
azúcar y de aquel que se llamaba simplemente El rompeculos.
Los integrantes de la comunidad británica en América Latina fundaron una sociedad, la que llamaron The Fellowship of the
Bellows, la traducción de bellow al castellano es fuelle, el artefacto que se
utiliza para atizar el fuego en los hogares. Esta organización tenía por
objetivo la recaudación de fondos para la fabricación de aviones caza. Los que
fueron construidos con los aportes de la rama argentina de esta sociedad fueron
destinados al escuadrón Argentino-Británico.
A los aportantes se les entregaba un distintivo con la reproducción de
un pequeño fuelle que con orgullo lucían en la solapa del saco. El uso de esta divisa motivaba
enfrentamientos y refriegas con los integrantes de una facción que se
autodenominaba “los pinchafuelles”, partidarios de las fuerzas del eje, quienes
ostentaban en sus solapas un prendedor con un círculo o bolilla de color rojo.
En algunas de ellas debió intervenir la policía.
4
El relato de los años de mi infancia, no estaría completo si no
narrara mis primeras experiencias en el
campo. Todo comienza con una imagen de mi abuela Matilde Culligan sentada, una
tarde de sol en un sillón de mimbre, bajo la galería de su casa en la estancia La Lucía, en Capilla del Señor.
La que en los últimos meses me ha perseguido hasta en sueños. Esto me resulta
sumamente extraño pues mi abuela falleció en 1933, yo sólo tenía entonces
cuatro años, por lo tanto considero que no es mucho lo que podría
recordar. No obstante, retengo además de
esa imagen de ella otras de un día que
fuimos a visitarla a La Lucía y a los
postres nos invitaron a salir afuera donde en una pequeña mesa habían colocado
una gran olla de cobre, calculo que de unos veinte litros de capacidad, llena
hasta el borde con un dulce leche bastante liquido, al que le habían agregado
crutones de galleta de campo cocidos en manteca. Nunca olvidaré ese festín, ni la lucha a
brazo partido con mis primos y hermanos, cuchara en mano, para comer ese
manjar. Luego, mis tíos ensillaron con recado criollo unos caballos muy mansos
y me subieron a uno de ellos. Alguien,
no recuerdo quien, guiaba el caballo de las riendas muy despacio para que no me
cayera.
Mi abuela Matilde, nació en Capilla del Señor, siendo bautizada en
esa ciudad el 1° de abril de 1865, sus padres fueron Eduardo Culligan,
argentino, nacido en Capilla del Señor
en 1831, quien contrajo matrimonio con Kathleen Kennedy, nacida en Irlanda en
1848, hija de Peter Kennedy y Mary Barry, quien murió en 1910 en la ciudad de
Buenos Aires. Eduardo Culligan fue el fundador de la estancia Santa Brígida, un
establecimiento moderno para la época.
Matilde Culligan se casó con John Lennon, don Juan, y tuvieron una
numerosa descendencia: María Rosa; Eduardo; Juan; Lucía; Diego (Joe); Patricio;
Luis Patricio; Elisa (Alicia); Ana Matilde; Gerónimo; Alfredo y Alberto. Don
Juan, nació en Irlanda en 1842. Ese
mismo año sus padres,
Edward Lennon y Rose Kenny, quienes ya
habían tomado la decisión de probar suerte en la Argentina, se
embarcaron hacia el Río de la Plata en
la goleta Countess of Durham
Los relatos familiares sostienen que el matrimonio con su hijito de
meses se instaló en Merlo, provincia de Buenos Aires. Allí Edward explotó un
saladero y curtiembre que le fuera otorgado en concesión por las autoridades de
la provincia, en tiempos que gobernaba con mano de hierro, el Brigadier General
don Juan Manuel de Rosas.
El matrimonio tuvo otros hijos: Rosa, Tomás, Teresa, Carlos,
Eduardo, Diego y María. Algunos años más tarde Edward compró tierras en Capilla
del Señor, Partido de Exaltación de la Cruz
y se estableció definitivamente allí donde se dedicó a la cría de ovejas
y a la producción de lana. Murió en Buenos Aires en 1890 y fue sepultado en la
bóveda familiar del cementerio de Capilla del Señor.
Su primogénito, don Juan, también se dedicó a la crianza de ovejas
en la estancia La Lucía, establecimiento ubicado en las cercanías del viejo
puente de Hierro de Capilla del Señor, la que lindaba con el Arroyo de la Cruz,
llamado también por los lugareños, en tiempos remotos, Arroyo Lennon, distante unos 85 km de la
Capital Federal. En la vecindad y del otro lado de la actual ruta nacional 8,
estaba la estancia La Paterna de Gerónimo Tormey, lugar en el que chocaron las tropas del caudillo santafecino
Estanislao López con las tropas porteñas al mando del general Soler. El combate
de La cañada de la Cruz, de corta duración y favorable a López, dejó en el campo de batalla centenares de
muertos. En 1970, las autoridades
municipales colocaron allí un monolito recordatorio con la siguiente
inscripción: “En este lugar el 28 de junio, 1820 se enfrentaron los
ejércitos de la patria a las órdenes de los generales Miguel Estanislao Soler y
Estanislao López, libraron batalla entre el mediodía y las cuatro de la tarde
siendo derrotado el ejército de Buenos Aires por el ejército libertador
dirigido por López. Más de doscientos muertos en el combate están sepultados en estos campos donde hoy
surge en paz el futuro de la nación argentina. “
Este hecho despertaba mi afiebrada imaginación, recreando en mi
mente las furiosas cargas de caballería, el tronar de los cañones y el
estampido de la fusilería y, cuando niño, nunca descarté la posibilidad de
hallar en mis visitas a aquellos parajes algún fusil o sable, perdido al galope
de los caballos.
En unas pocas cartas que poseo que intercambiaron, entre
1881-1885, Juan Lennon (Capilla del
Señor) con su hermana Rose (Rojas) se
destacan entre sus preocupaciones, el estado del clima, falta o exceso de
lluvias y, fundamentalmente, el precio de la lana. Puesto que ellos como la
mayoría de los integrantes de la comunidad irlandesa de aquella época poseían
principalmente majadas de ovejas, posteriormente se dedicarían a la agricultura
y a la cría o engorde de ganado vacuno. E.T. Mulhall, quien en 1861 fundó el diario The Standard y
produjo las primeras estadísticas económicas de la Región del Plata, describe
la importante participación de los estancieros irlandeses en las exportaciones
argentinas. La lana producida por ellos ya
representaba en 1860, casi la mitad del total de nuestras exportaciones,
en las que estaban incluidas las ventas al exterior de carnes saladas, tasajo y
cueros. Asimismo, ya en los primeros años del siglo XX, la primera generación
de argentinos de origen irlandés ya soñaban con la industrialización de los
productos primarios. Un buen ejemplo es Eduardo Tormey, quien en 1910, en las tierras dela estancia La Paterna, fundó
la fábrica El Descanso, una moderna
usina láctea, la que creó en la
zona nuevas fuentes de trabajo y
convenció rápidamente a muchos de sus vecinos de las ventajas económicas que
acompañaban la industrialización de la producción lechera.
De acuerdo a los relatos de
mi madre en Capilla del Señor y sus alrededores existía una numerosa
población de hiberno-argentinos. Ella recordaba las estancias La Estrella, de
los Scully; Las Casuarinas, de los Culligan; Los Paraísos, de los Gaynor y
La Esperanza , de los Maguire.
Relataba el espectáculo de las majadas de ovejas que al atardecer, los
puesteros mayormente irlandeses, encerraban, en los corrales con la ayuda de
sus perros.
Los irlandeses, no sólo se ocupaban de sus establecimientos rurales
y negocios, me decía mi madre; fueron los artífices hacia 1864-1865 de la
construcción del actual templo parroquial, pues aportaron una gran parte de los
fondos recaudados entre los vecinos destinados a tal fin. Posiblemente bajo la
influencia del entonces cura párroco, Guillermo Grennan, nacido en Irlanda en
1821. Este sacerdote llegó a Capilla a
cumplir las funciones que desde 1857 realizaba el padre John Cullen,
el primer capellán de los
irlandeses en esa localidad, cuando este decidió regresar a Irlanda
El diseño del templo le fue comisionado al estudio de l os
arquitectos Henry Hunt y Hans Schroeder; quienes en Buenos Aires realizaron
importantes obras, entre ellas, el emblemático edificio de la antigua Bolsa de
Comercio (1862) donde en el presente
tiene su sede el museo numismático del Banco Central de la
República.
Esta imponente iglesia cuenta con una torre con reloj y
campanario, posee una nave única en la que se destaca la decoración
interior que contrasta con su sobrio exterior revestido en símil piedra. El amplio atrio elevado que se extiende hasta
la casa parroquial, en el que se reúnen a conversar los feligreses después de los servicios religiosos, realza el volumen del conjunto. Y, por supuesto,
en su interior hay una bella figura de San Patricio traída desde la isla
esmeralda. La inauguración se realizó en marzo de 1866 con la presencia del
arzobispo de Buenos Aires León Federico Aneiros y del gobernador de la
provincia de Buenos Aires Mariano Saavedra los que llegaron a Luján y fueron
transportados desde allí en carruajes pertenecientes a estancieros
irlandeses. El gobernador Saavedra lo
hizo en el de James Scully, conducido en la ocasión por su hijo Lucas.
El padre Grennan, cuyos restos se hallan sepultados en el atrio,
guió espiritualmente a los habitantes de Capilla del Señor durante más de dos
décadas. La placa recordatoria destaca
su abnegación y los sacrificios que realizó en 1868 durante la epidemia de
fiebre amarilla que diezmó la población. Thomas Murray, quien visitó la zona a
principios del siglo XX recogió la siguiente historia que involucra a este
sacerdote. Según relata en su Historia de los irlandeses en la Argentina,
el padre Grennan (circa 1874) decidió
por razones de salud regresar a su patria. Por lo tanto se le encargó al padre O’Reilly, destinado en Luján, hacerse
cargo temporalmente de sus responsabilidades espirituales, hasta tanto llegara
el reemplazante. Transcurrido unos meses llegó el nuevo sacerdote el padre
Davis, un misionero y reconocido orador, cuyos sermones en la capilla de San Roque
en la Capital gozaban de gran prestigio. Sin embargo, al cabo de unos meses el
padre Davis solicitó su traslado. La feligresía irlandesa nunca terminó de
aceptarlo pues era inglés. Las autoridades eclesiásticas ante estos hechos
decidieron reenviar al padre Grennan quien falleció en el lugar en 1888.
Los viajes a Capilla del Señor se realizaban a pedido de mi madre,
mi padre no era demasiado afecto a ellos. Él, sin ninguna duda, preferiría
quedarse en Buenos e ir a jugar al golf con sus amigos. No obstante, la
acompañaba, pues para ella era muy importante visitar periódicamente a sus
hermanos, parientes y a las hermanas Essie y Massie Welsh a quienes conocía
desde niña. Una vez decidido el día, todo se organizaba prolijamente. había que
madrugar e ir a la primer misa en San Patricio, fuera sábado o domingo. Luego
regresar sin pérdida de tiempo, desayunar y esperar a don López, el remisero,
quien rutinariamente nos pasaba a buscar puntualmente a las 9 hs en su viejo
Chevrolet, cuyo interior disponía de una
mampara de cristal que dividía el interior en dos, separando al conductor
de los pasajeros. Luego atravesábamos
gran parte de la ciudad y de los suburbios y tomábamos la vieja ruta 8, por
aquellos tiempos una angosta cinta de asfalto con banquinas poceadas que se
perdía en la inmensidad de la llanura. Los primeros descampados y chacras no
tardaban en aparecer. La primer parada era la ciudad de Capilla donde mi madre
sin demorarse hacía algunas visitas que
incluían el cementerio donde depositaba flores en la bóveda familiar y la
iglesia, pues siempre llevaba algún presente para el párroco de turno. Si no
había llovido y los caminos de tierra estaban transitables nos dirigíamos al
campo a visitar a mis tíos, de lo
contrario merendábamos algo en el pueblo y emprendíamos el regreso que era algo
más largo pues antes de regresar a Belgrano siempre pasábamos por San Antonio de Areco donde vivía nuestro tío
Alberto (Bertie) en una casona de blancos muros muy cercana al río. Estos
viajes constituían un verdadero tour de force.
Siempre me maravillaron estas
salidas pues me acercaban a un mundo que sin saberlo, pronto llegaría a su fin: chacareros
trabajando la tierra con arados tirados a caballo, las grandes estibas de
bolsas de trigo, los paisanos bien montados al costado del camino, familias
enteras trasladándose en sulkys, carros y,
los boliches, en cuyos palenques siempre había caballos bien
emprendados. Y, los criollos viejos que parecían salidos de nuestro pasado
cerril. Como aquel que vi cruzando la plaza de Capilla, mientras esperábamos
que mi madre saliera de la iglesia. Un
anciano de rostro adusto, barba blanca y
una mirada oscura que imponía respeto. Vestía corralera, bombachas negras y
calzaba botas de potro y espuelas. En la cintura llevaba una rastra de plata y
oro muy ancha y un facón, grande como una espada, en cuyo mango llevaba colgado
el rebenque. Nunca olvidaré su porte y elegancia al caminar.
En esa misma esa plaza donde
vi a ese personaje, un grupo de jóvenes
en los primeros años del siglo XX
jugaban al Hurling, deporte irlandés parecido al hockey sobre césped,
el que se practica con 15 jugadores por
lado. Mi primo Carlos Lennon me regaló una fotografía tomada en esa plaza
(ca.1909) de uno de aquellos equipos en el cual formaban mis tíos Luis,
Gerónimo y Jack (Juan) Lennon: el Capilla Boys Hurling Team.
En las décadas siguientes continué realizando mis viajes a Capilla
del Señor donde mi madre tenía una propiedad. En estas ocasiones siempre pasaba
por el cementerio para pagarle al encargado de cuidar la tumba familiar. Luego
iba a almorzar a la estancia Santa Brígida, entonces en manos de mi primo y
amigo Patricio “Paky” Lennon.
Paky tenía un ayudante, un ex paciente del hospicio Open-Door que se
hacía llamar Cardenal Copello, un buen conversador que era sumamente habilidoso
en la cocina. Preparaba unos guisos realmente exquisitos, cada vez que los
recuerdo, puedo afirmar sin temor a equivocarme, que nunca nadie pudo
igualarlos en consistencia y sabor.